Un texano en la place Vendôme
Con prendas atemporales pero desafiantes, Daniel Roseberry construye el futuro de la firma Schiaparelli. El diseñador estadounidense pone el pragmatismo de la sastrería masculina al servicio de una casa de alta costura famosa por su relación con los grandes surrealistas.
En la segunda planta del 21 de Place Vendôme de París, la luz de enero que entra por los balcones ilumina estanterías donde conviven Dalí, Cocteau y Man Ray. En estas estancias es donde la diseñadora Elsa Schiaparelli estableció su firma en 1935, donde se escribió parte de la historia del surrealismo —arte y moda mantuvieron a través de esta casa una de sus relaciones más prolíficas— y donde se materializó un legendario conflicto con Coco Chanel, que se llegó a referir a Schiaparelli como “esa artista italiana que hace ropa”.
Allí todavía se vive de los sueños y no solo de los que pueden liberar la psique, también de los que son metas: “Formar parte de este mundo es vivir el mío”. El que habla así es Daniel Roseberry, el diseñador texano de 34 años que celebra este mes su aniversario como director creativo de la firma. Una figura inusual en la industria de la moda femenina por varias razones. Para empezar, es el único diseñador estadounidense que en la actualidad capitanea una de las 34 casas que desfilan en la exclusiva alta costura parisiense. Su experiencia se circunscribe al mundo de la sastrería —fundamentalmente masculina— ya que durante 11 años fue la mano derecha de Thom Browne en Nueva York, una compañía con un imaginario fantástico que Roseberry aplica ahora en sus trajes de chaqueta. Y, además, aceptó el puesto con una condición: poner a la empresa a andar al ritmo de los tiempos que corren.
No era tarea fácil. A Roseberry le han precedido dos diseñadores en esta nueva etapa de la compañía inaugurada en 2012, cuando Diego Della Valle, consejero delegado del grupo Tod’s, decidió resucitar Schiaparelli seis años después de haberla adquirido. El primero de ellos, Marco Zanini, se mantuvo en el cargo solo dos temporadas. El segundo, Bertrand Guyon, lo defendió entre 2015 y 2019. Los dos, cada uno a su manera, cayeron en la trampa del legado. La firma del lobster dress, del sombrero tocado por un zapato, del color shocking pink y, sobre todo, de la poderosa figura que le da nombre, conlleva una herencia que puede resultar una condena. No para Roseberry. El diseñador no es solo educado, posee unos modales impecables. A su tono de voz suave lo acompaña una mirada que tiene picardía, la chispa del ingenio. El mismo que demostró en su debut al frente de la marca el pasado julio con la colección otoño-invierno 2020.
Armado con lápiz y papel y con unos auriculares como escudo, Roseberry decidía formar parte de su primer desfile y situarse, literalmente, en el centro de la pasarela. El diseñador iba dibujando a las modelos mientras estas desfilaban, emulando el trabajo previo de creación en su apartamento del Chinatown neoyorquino. “A algunos les encantó, a otros no. Es algo con lo que tienes que lidiar, no ser siempre bien recibido”, dice sobre aquel momento. “Honestamente me siento más cómodo en el escenario que en una fiesta o en el backstage. Es algo natural para mí. Si pudiera sentirme tan a gusto en otras partes de mi vida sería genial. Siento que llevaba preparado para esto durante mucho tiempo”, argumenta.
La colección recibió buenas críticas, aunque no tanto como la segunda, de alta costura para el verano de 2020 y presentada en enero. Pero fue especialmente significativa porque Roseberry se expuso mucho más de lo que viene siendo habitual en un debut. “Creo que hay poder en dar partes de ti, porque ahí se establece una conexión entre mi trabajo y yo mismo, y entre los que de verdad están respondiendo a lo que hacemos y mi equipo. Pienso que es porque sienten que hay un humano detrás. Que no lo hacemos solo por la imagen, por el dinero. Lo bueno de ser pequeños es que podemos dejar que la humanidad de la colección y el proceso de creación se vean”. Por surrealista que fuese el espíritu de Schiaparelli en sus décadas doradas, el consumidor ha cambiado y solo lo real conecta con él.
“Para la segunda colección quisimos volver al espacio mental en el que hicimos la primera: esa inocencia e ingenuidad tienen ahora más interés. También son valores más difíciles de encontrar. Por eso para mí el proceso siempre va a consistir en intentar regresar a la primera temporada, cuando no estaba quemado por nada. Parecido a buscar la libertad”, cuenta el diseñador.
No ha dejado que los iconos de la casa le ganen el pulso, sino que ha aprovechado ciertos elementos, como el énfasis en la joyería, por ejemplo. Otro de ellos es la estética de los años treinta y cuarenta, las décadas más productivas de Schiaparelli. “Hay algo fascinante en la atemporalidad de esas piezas. Es fácil ubicar un vestido de los años veinte o un look de los cincuenta. En cambio, hay prendas, como el Bone Dress —el vestido de Schiaparelli que simulaba un esqueleto—, que podrían ser diseñadas mañana. Con los grandes artistas pasa lo mismo, su trabajo es atemporal”. En su tiempo en la compañía, Roseberry ha inculcado al equipo la idea del vintage futuro, ropa que pueda llevarse siempre, pero lo suficientemente técnica y desafiante como para acabar convertida en pieza de museo. Bajo esa filosofía, a sus dos colecciones de costura ha sumado otras dos de prêt-à-porter y una amplia línea de accesorios, porque que esté viviendo su sueño no le exime de rendir cuentas al departamento de ventas.
El camino que le ha llevado hasta la Place Vendôme parisiense empezó cuando se mudó a Nueva York para estudiar en el Fashion Institute of Technology a los 19 años, justo después de pasar 12 meses como voluntario en la India. Decidió que quería dedicarse a vestir a las mujeres siendo un niño, durante el enlace de su hermano y su cuñada: “Había algo en su vestido, verla con él en el centro de la boda. Analizándolo con perspectiva, siento que fue mi primer desfile. En cuanto llegué a casa me puse a dibujar prendas blancas inspiradas en ella”.
A Roseberry, ser hijo de un pastor anglicano y una artista le ha equipado con dos herramientas fundamentales para su carrera: el sentido de la ceremonia y el dibujo como medio de expresión. Hoy, en un atelier en el que no todas las modistas hablan inglés y con un francés nivel principiante, los lápices se han convertido en la mejor vía de comunicación con un equipo que le recibió igual que él asumió el mando: con respeto y sin miedo. “Estaban preparados para tomar un nuevo camino. Acogieron mi visión y mi forma de trabajar, muy diferentes a lo que estaban acostumbrados. He tenido conexiones emocionales con la gente del taller y creo que las mejores piezas las hacen mis colaboradores más cercanos”. No titubea al afirmar que no echa de menos diseñar para hombre, duda cuando la pregunta se refiere a Nueva York. “Lo extraño a veces, cada vez menos. Últimamente pienso más en Los Ángeles”. En esa ciudad articula otro tipo de espectáculo: “Vestir a celebrities ha sido muy divertido y enriquecedor. Me encanta todo el proceso porque tiene un punto de performance: es como experimentar un minishow”. Los viajes están bien justificados porque ha vestido a Beyoncé, Céline Dion o Emilia Clarke, y en la era de la influencia un número millonario de impresiones en redes sociales suele garantizar buenas ventas.
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