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LEER PARA CREER
Columna
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Mirones y cobardes

Las miradas tan sensibles de hoy nos habrían impedido ver a la niña víctima del napalm en Vietnam, pero hay que mirar a la muerte

Berna González Harbour
Kim Phuc huye desnuda tras el ataque con napalm en Vietnam en 1972. La foto es obra de Nick Ut.
Kim Phuc huye desnuda tras el ataque con napalm en Vietnam en 1972. La foto es obra de Nick Ut.AP

Tanto mirar por la ventana, y resulta que no queremos ver la muerte.

En Postguerra, un libro monumental, rotundo, creciente en el tiempo y equivalente a una Novena sinfonía de Beethoven si cupiera ese trasvase entre artes, Tony Judt relata cómo los alemanes volvían la espalda a la pantalla cuando en los cines les obligaban a ver imágenes de las víctimas del nazismo. Reían incluso con esa risa nerviosa de quien no sabe cómo reaccionar. Habían pasado ya muchos años desde el fin de la guerra y buena parte de Alemania aún no quería ver los campos de concentración, que era como ver su consentimiento, su inacción.

La digestión de las tragedias lleva tiempo y lleva distancia, tanta como para mirarlo sin quemarse en el fuego ya apagado, pero no tanta como para vivirlo como algo ajeno. También la Guerra Civil española requirió décadas y generaciones para llegar a una aproximación colectiva más extensa, aunque nunca suficientemente compartida. Soldados de Salamina, de Javier Cercas, ejemplificó ese interés de los nietos por acercarse a lo que tantos padres habían eludido, por dolor, por miedo o por indigestión. Los girasoles ciegos de Alberto Méndez acompañó esa etapa, como la recuperación y el éxito de las obras de Chaves Nogales o Arturo Barea tantas décadas después de su escritura, como la de tantas obras de víctimas del Holocausto. La incapacidad de mirar de frente la tragedia.

Salvando todas las distancias que guardan una dictadura o una guerra con una pandemia, empezamos a padecer el mismo síndrome: no queremos ver la muerte, mirarla a los ojos. Una fotografía divulgada estos días de los ataúdes sobre la pista de hielo en la que hemos patinado con nuestros hijos generó estos días un diluvio de críticas acaso comprensible en un mundo que se ha acostumbrado a los ataques con drones sin que veamos a quién le cae la bomba, pero incomprensible en una sociedad adulta. Los líderes terroristas ahora caen por un misil lanzado desde un lugar a salvo, como los refugiados de hoy pueden desfallecer en un barco a metros de un país cuyos líderes ganan votos insultándolos sin mirarlos.

Pero hay que mirarlo de frente, sin reparo. Hay que saber por qué los sanitarios pueden quedar muertos, exhaustos o traumatizados. Por qué decenas de miles, acaso cientos de miles de seres queridos de los fallecidos, van a lamentar no haberles abrazado una última vez. Por qué nuestro mundo occidental perfecto y seguro no lo era tanto. Hay que mirar a la muerte ocasionada en una boda por un dron fallido, como hay que mirar esos ataúdes que se alinean sobre hielo antes de optar por violar el estado de alarma para ir a la casita de campo.

Las miradas tan sensibles de hoy nos habrían impedido ver a la niña vietnamita desnuda en la carretera tras el ataque de napalm. Hasta Facebook la habría censurado. Pero hay que mirar a la muerte. A ver si tanto asomarnos a la ventana a ver perritos o a la pantalla a ver las aceitunas de los amigos nos impide ver la realidad. A ver si somos mirones, y además cobardes.

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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

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