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La guerra del papel higiénico y otras compras compulsivas

Íñigo Domínguez

¿Sobre qué tipo de productos nos arrojaremos cuando llevemos más tiempo encerrados? Misterios de la sociología...

Un trabajador transporta una remesa de rollos de papel higiénico con destino a un supermercado de Málaga.
Un trabajador transporta una remesa de rollos de papel higiénico con destino a un supermercado de Málaga.Jorge Zapata (Efe)

Con la irrupción de nuevos problemas geopolíticos y la disponibilidad de tiempo libre, me vi buscando “papel higiénico” en Wikipedia. Un texto fascinante. Resulta que también viene de China, como todo. De allí ha llegado el virus, luego la ayuda médica, y hace siglos también inventaron el papel higiénico, mientras en Occidente se arreglaban con piedras, trapos, hojas de lechuga o, en la modernidad, con papel de periódico.

Por eso, un diario australiano publicó el otro día ocho páginas en blanco, con líneas de puntos para recortarlas, y prestar un verdadero servicio público a la población. En Australia se han visto vídeos de bofetadas en supermercados por quedarse con el último paquete de rollos. Y eso que, al cierre de este artículo, era uno de los países menos afectados. Pero es que allí ya viven tiempos apocalípticos de antes, con una bíblica ola de incendios.

La gente ya está a la que salta, y salta primero sobre el papel higiénico. ¿Por qué? Ha sido uno de los fenómenos más comentados, se han leído delirantes explicaciones de expertos de marketing y psicoanalistas, es una imagen maravillosa a la que sacar punta. Con citas de Lacan: “Lo real es cuando luchas”. La idea que todos tenemos de niños de un mundo inhóspito, en el primer viaje solos, es la de uno donde no hay papel.

Lo gracioso de esta situación es que nos han estado tratando como ratoncitos de laboratorio, incitando a nuestro cerebelo a la compra compulsiva, todo valía y nos tenían controlados. Jugaban fríamente con lo irracional, y de repente, lo de ahora no se lo saben explicar. Nos dejan sueltos y nos tiramos a lo más primitivo. Tiene algo de esperanzador, todavía a veces no nos comportamos exactamente como se espera de nosotros.

Alguien entendido me explicaba que el consumidor español es uno de los más previsibles de Europa. Saben qué vamos a comprar cada día, según las horas y dependiendo del tiempo que haga. Pero esto les ha pillado desprevenidos. Enseguida se enderezó la situación, pero al escribir esto siguen registrándose rachas anómalas de escasez. Va por zonas. A veces faltan cosas como lejía, huevos, tomate frito. Durante una semana no hay, y luego vuelven a aparecer. Son imprevisibles estas oleadas de compra compulsiva. Me pregunto si saben ya sobre qué nos arrojaremos en un mes, qué misteriosos mecanismos se moverán en nuestras cocorotas cuando llevemos más tiempo encerrados.

El consumo se está alterando, hay una gran resaca, percibimos que quizá íbamos pasadísimos de vueltas. Vemos cosas que hacíamos que eran normales y ya nos parecen un poco patológicas, pero al mismo tiempo vivimos una nueva ansiedad donde se mezcla todo. Fundir la tarjeta de crédito para compensar la inseguridad, aplacar la sensación de pérdida de control llenando la despensa. Habrá un repunte abrumador de cestas de Navidad para dar salida a excedentes indigeribles de latas de mejillones. En la compra, un radar nos hace detectar la estantería en la que solo queda una cosa, y te pones a correr hacia una pila de productos si ves que todos los demás lo hacen. Como si las ediciones limitadas ya no fueran de objetos de lujo, sino de cosas normales. “Lo quiero”, decía con suficiencia el botón en la pantalla de venta de algunos artículos, invitándote a apretarlo, porque yo lo valgo. Ahora sí que nos vamos a enterar de lo que vale un peine, entre otras cosas porque las peluquerías están cerradas. 

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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