Estas estúpidas ganas
Todo este trauma, ¿servirá para algo? La economía se hunde, pero quizá también logremos hacer algo con eso
Saco a mis perras y nada más pisar la calle siento una comezón rabiosa en la nariz, unos picores irresistibles que, sin embargo, me esfuerzo en soportar. Mientras mis peludas olfatean la acera, reflexiono en lo muy afortunada que he sido hasta ahora por haber tenido una existencia libre de catástrofes. Cumplir 60 años sin vivir una guerra es un privilegio que pocos han logrado a lo largo de la historia. Ahora miro a mi alrededor, contemplo aún sorprendida esta ciudad fantasmal y silenciosa, y comprendo que nos ha alcanzado a todos nuestra particular catástrofe. Y aun así, somos en cierto sentido unos privilegiados; es mejor este drama que la crueldad y el odio venenoso de las guerras. Esta crisis planetaria, por el contrario, debería unirnos. En los momentos de optimismo, se me ocurre que podríamos aprovechar el coronavirus para ser mejores, para enderezar un poco lo torcido, para desdibujar fronteras y refundar la democracia. Quizá aprendamos algo.
Pero estas estúpidas ganas de llorar.
Camino junto a una parada de autobús vacía que habla sola. Esa voz grabada que explica inútilmente horarios y llegadas es un perfecto símbolo de la ciudad sitiada. Más allá, paso por enfrente del piso de una amiga. Ella vive en el sexto: sale a la terraza a saludarme. Nos gritamos y mandamos besos de arriba abajo, como en los antiguos patios de vecindad. Madrid es una inmensa corrala confinada. En el aplauso de las ocho ya tengo controlados a los vecinos; a los dos que viven solos, como yo, y que asoman por distintas ventanas de la acera de enfrente. Lo demás son familias, en su mayoría grupos de tres. Nos miramos con curiosidad, al principio de los aplausos con más complicidad, ahora, tras las caceroladas, tal vez con cierto recelo: por desgracia, a los españoles siempre se nos ha dado muy bien la inquina partidista y un virus no puede cambiarlo todo de la noche a la mañana. ¿O quizá sí?
Estas estúpidas ganas de llorar, y estas absurdas ganas de reír.
Una asociación animalista escribe diciendo que pongamos comida para los gorriones en las ventanas, porque parte de su alimento eran las migajas de las terrazas, de las que ahora carecen. Sin embargo, las aves que yo veo en mi paseo me parecen tan rollizas como orcos: palomas arrulladoras, urracas felicísimas, gorriones cantarines. Ya se sabe que la naturaleza se está esponjando gracias a nuestro encierro. El aire está limpísimo, las aguas cristalinas. Crecen plantas en macetas que parecían muertas, hay peces en los antaño fétidos canales de Venecia y la primavera estalla por doquier con mantos de flores diminutas y un césped no pisado que parece aspirar a convertirse en selva. La Tierra se está librando de nuestro parasitismo como quien se quita una brizna de porquería atrapada entre los dientes. Nunca antes había quedado tan claro que somos humanovirus ponzoñosos para el planeta: una evidencia que debería enseñarnos algo.
Somos animales sociales, pero ahora el otro es un maldito peligro. Nos cruzamos en la acera con sentimientos confusos: complicidad y recelo. Queremos y no queremos encontrarnos con personas en la calle, y en las baldas de los supermercados se acumulan las cajas intocadas de preservativos. Teniendo en cuenta el famoso saqueo del papel higiénico, cualquier psicoanalista dictaminaría que hemos retrocedido a la etapa anal. En el súper, la mitad de los dependientes no llevan mascarilla, sin duda porque carecen de ella (lo cual me hace recordar esas fotos de sanitarios que se cubren con bolsas de basura porque ya no tienen batas protectoras: una trágica falta de previsión política por la que alguien tendrá que responder algún día).
Estas estúpidas ganas de llorar.
Todo este trauma, ¿servirá para algo? La economía se hunde, pero quizá también logremos hacer algo con eso. De la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial salió el Estado de bienestar. Quizá ahora consigamos implantar la famosa renta básica universal. Que este cambio drástico nos cambie de verdad.
Estas absurdas ganas de reír.
Regreso a casa, me quito los zapatos, lavo las patas y la cola de mis perras, me refriego las manos a conciencia y, ahora que estoy limpia y puedo rascar, compruebo que ya no me pica nada la nariz. La vida es un misterio.
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