Porvenir al borde del precipicio
Salvo una refundación que privilegie el crecimiento y la solidaridad social, el proyecto vigente conduce ineluctablemente a una ruptura sistémica de la Europa de hoy
La pandemia coronavírica pone a prueba la política económica, la cohesión y el propio porvenir de la UE. Desde la crisis financiera de 2008, cada vez que se plantea un grave problema inmediato, se reconduce siempre a una cuestión “existencial” para Europa. Nadie puede definir de modo satisfactorio esta expresión, pero, incluso en su imperfección, tiene la virtud de sugerir que el conjunto camina hacia no se sabe dónde.
La UE defiende, como si fuera una ley de la naturaleza, un modelo neoliberal moderado, aplicado en los años ochenta, planificado espartanamente a través del plan de estabilidad y de “crecimiento”, y grabado a fuego en el Tratado de Lisboa. Ya el estallido de 2008 hubiera requerido, de entrada, revisar este proyecto, poniendo en marcha una política contracíclica, que habría podido evitar la devastación entre millones de asalariados. Se adoptó la decisión contraria: una camisa de fuerza —la austeridad— bajo presión constante del conjunto de los países más ricos de Europa. En 2015, la reacción incoherente frente a los refugiados demostró en la UE falta de voluntad para reaccionar desde el respeto a sus propios valores fundacionales; apenas se resolvió temporalmente en función de los intereses estrictamente económicos de cada uno de los socios. Porque resolver es hoy una palabra atrevida, dado lo que ocurre diariamente en las fronteras exteriores de Europa. Sin hablar del caótico proceso del Brexit, de cuyo alcance tampoco nadie osa hablar…
Algo tan minúsculo y pertinaz como la Covid-19 ha venido a desvelar la fragilidad conjunta europea. Primero: falta de previsión para solucionar básicos problemas de abastecimiento sanitario, que nos devuelve imágenes de cada país corriendo hacia China a la búsqueda de mascarillas, medicamentos y respiradores, consecuencia directa de la desindustrialización que se nos presentó como medida inevitable estas últimas décadas en nombre de una Europa de servicios. Alto precio humano, dicho sea de paso, pagado a las deslocalizaciones. Segundo: reacciones nacionalistas, perfectamente comprensibles, frente al silencio de la Comisión durante las primeras semanas de la invasión pandémica. Tercero: miserable abandono de los países del sur por parte de los del norte, que provocará un rotundo enfrentamiento entre ellos, y que concluirá seguramente con una suerte de mecanismo europeo de emergencia, al precio del sometimiento de los países del sur, pero no resolverá los defectos estructurales de que adolece el proyecto económico global. Pedro Sánchez, con arrojo, intenta negociar las mejores condiciones normativas de uso de esta herramienta; pero, como solución del momento, será un compromiso amargo.
Europa se encuentra, pues, al borde del precipicio por falta de voluntad de renovación de su proyecto global; sobrevive solo por fuerza de inercia. Y ya es hora de hablar claro: salvo una refundación que privilegie el crecimiento y la solidaridad social, el proyecto vigente conduce ineluctablemente a una ruptura sistémica de la Europa de hoy. Cobrarán fuerza los argumentos a favor de una Europa con dos o más velocidades. ¿Es, tal vez, lo que buscan algunos países del norte europeo?
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