El reto de congelar la economía
Con la recesión ya descontada, el desafío ahora es evitar daños en el tejido productivo hasta que vuelva a fluir el dinero. Sin precedentes a los que asirse, no será tarea fácil
Durante semanas, con China ya paralizada y las cadenas de suministros encajando el primer golpe, la palabra recesión seguía fuera del léxico: el debate aún giraba en torno a cuánto restaría el coronavirus al crecimiento. Pero la pandemia llegó a Occidente y las dudas se volatilizaron rápido: una economía confinada deja poco espacio para la escapatoria. Habrá recesión en España. Habrá recesión en Europa. Habrá recesión en Estados Unidos. Y habrá recesión en América Latina. El descalabro inicial será enorme, casi con total seguridad mayor que el de la crisis de 2008 y 2009, y el reto hoy de la letanía de autoridades económicas —Gobiernos, bancos centrales, FMI, Banco Mundial, G20, G7— es evitar que ese batacazo acotado en el tiempo se transforme en algo más: en una Gran Depresión, como en los años treinta del siglo pasado. El éxito depende, en buena medida, de un tratamiento experimental: congelar el tejido productivo hasta que pase la pesadilla y esperar que, después, la actividad vuelva lo más cerca posible del punto en el que estaba antes. Evitar, en definitiva, un cortocircuito en el sistema productivo que estrangule el crecimiento por años y no por meses.
“Ya es demasiado tarde para evitar la recesión: estamos ante un frenazo masivo y repentino con efectos devastadores tanto en el consumo como en la producción. Pero podemos y debemos hacer el máximo para evitar una depresión. Es el reto que definirá a toda una generación”, desliza por correo electrónico Mohamed El-Erian, jefe de asesoría económica de Allianz y expresidente del Consejo de Desarrollo Global de EE UU con Barack Obama. “Estamos en lo más parecido a un tiempo muerto para la economía, en el que tanto las personas como los negocios necesitan, ante todo, sobrevivir”, apunta Alan Blinder, ex número dos de la Fed y exasesor de la Casa Blanca en tiempos de Bill Clinton. Mientras dure el parón, todos los esfuerzos de Gobiernos y bancos centrales van a ir encaminados a un único objetivo: hacer todo lo posible por que puedan salir de esta. “Apoyar a los hogares menos privilegiados, dar crédito a las empresas y evitar insolvencias y despidos”, añade Ricardo Reis, economista de la London School of Economics (LSE).
La economía ha entrado en un túnel oscuro y autoinfligido, recuerda Grégory Claeys, del think tank Bruegel, con el mayor objetivo imaginable: salvar vidas. EE UU ha pasado en tiempo récord del pleno empleo a una previsión del 20% de paro y Goldman Sachs atisba ya una contracción de doble dígito para España. En aguas sin cartografiar y sin un faro del pasado que ilumine la escena, esta vez, como ha escrito la economista Carmen Reinhart, es diferente. Y el recetario también debe serlo. En circunstancias extraordinarias como esta, a la política económica le toca ahora interpretar un papel bien distinto del que está acostumbrada: tratar por todos los medios de que el tejido productivo preserve sus trazas básicas sin grandes disrupciones hasta que la actividad regrese a las calles. Someter al sector productivo, en otras palabras, a una suerte de coma inducido o criogenización que mantenga las constantes vitales tan intactas como sea posible para que cuando pase todo, en la habitual sopa de letras de los economistas la salida de la crisis sea en forma de V y no de L.
¿Se puede, entonces, congelar una economía? “Es posible, sí, aunque muy complicado. Y depende de cuánto tiempo: si el cierre total se extiende, será catastrófico; si son solo unas pocas semanas o meses, podremos esquivar el desastre… Para eso es necesario evitar que desaparezcan empresas y puestos de trabajo”, señala Reis. Apenas hay precedentes históricos. Quizá la II Guerra Mundial, dice sin mucha seguridad el profesor de la LSE. O, como recuerda por correo Barry Eichengreen, de Berkeley, el de la mal llamada gripe española: “Pero fueron algunas ciudades, no un congelamiento global como este”.
En tanto que no haya consumo que estimular, como dice Sung Won Sohn, presidente de la consultora SS Economics y profesor de la Universidad de Loyola Marymount, el objetivo seguirá siendo algo tan simple de decir y tan difícil de lograr como esquivar una hecatombe en forma de avalancha de quiebras y despidos permanentes. Y asegurar que las heridas que deje la parálisis en el sector financiero sean las menores posibles: fuera de todos los focos, allí han saltado ya las alarmas, con el enorme mercado de hipotecas de EE UU (12 veces el PIB español) atravesando su mayor etapa de turbulencias desde la crisis de 2008. “Estamos ante la primera recesión de la historia liderada por el sector servicios. Si se prolonga demasiado y afecta a la solvencia de la banca, podría ser aún peor que la Gran Crisis”.
El papel todo lo aguanta. Las notas suenan bien en la partitura: el Estado se hace cargo de que todo no se vaya al traste y de que no haya efecto dominó. Ahora falta que la orquesta tenga la destreza y el músculo para interpretar la música. La informalidad laboral y el peor acceso a financiación, por ejemplo, complican y mucho la tarea de criogenización en los emergentes. Mientras, la mayoría de países europeos y EE UU sí se han puesto ya manos a la obra, vetando los despidos indefinidos y apostando por fórmulas temporales en las que el erario cubre una parte sustancial del salario o tirando millonarios salvavidas de liquidez a empresas.
Los idus de marzo han dejado, sin embargo, algunas cosas claras. La deuda pública se irá por las nubes y tendrá que haber quitas en el lado privado, como ha advertido esta semana Mario Draghi en el Financial Times. “Y parte de los préstamos del Gobierno [a las empresas] no se devolverán jamás”, apuntala por correo Blinder. Más adelante, cuando la gente vuelva a trabajar y a consumir, tendrá que haber más: “Se necesitará apoyar el consumo con una nueva ronda de estímulos que, por fortuna, las economías avanzadas pueden afrontar gracias a los tipos de interés tan bajos”, completa Eichengreen, nada dudoso de no defender el papel del Estado en momentos como este.
Pero el vacío ha convertido en keynesianos a otros: hoy nadie niega de su importancia capital para evitar la quema total. Les tocará serlo también después, arrimando el hombro en el pago de impuestos y asumiendo su responsabilidad social. Si no, cierra Ian Greer, de la Universidad de Cornell, “de nuevo los Gobiernos acabarán rescatando a los inversores extendiendo los costes a la sociedad a través de la austeridad”.
La excepcionalidad deja, también, lecciones aprendidas. Los bancos centrales han estado mucho más rápidos de reflejos que en 2008. “Es alentador el papel de los Estados y de los bancos centrales, moviéndose rápido y adoptando medidas de emergencia”, remarca El-Erian. La Fed y el BCE han sido contundentes: han hecho su parte. Y los errores cometidos, como el de Christine Lagarde en su primera comparecencia —“no estamos aquí para reducir las primas de riesgo”— se han subsanado “en dos días y no en dos años, como entonces”, rebobina Claeys. Otras, en cambio, siguen sin interiorizarse: “Esta vez la crisis es exógena y va a golpear a todos. Ya no aguanta la narrativa de la irresponsabilidad fiscal. Por eso son tan importantes los eurobonos”. Alguien debería tomar nota en Berlín y en La Haya.
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