Waldo de los Ríos, de la luz a la tiniebla
El músico que adaptó hace 50 años para Miguel Ríos el 'Himno a la alegría', inspirado en Beethoven, fue una estrella. La gloria no le salvó de un final trágico.
En el libro Astor Piazzolla. A manera de memorias, el genial tanguista argentino dejó incrustada una frase para la eternidad: “Puedo contar una historia de ángeles, pero no sería la verdadera historia. La mía es de diablos mezclada con ángeles y un poco de mezquindad. Hay que tener algo de todo para seguir adelante en la vida”.
Pero ni siquiera esa asumida confluencia de la luz y la tiniebla le sirvió de nada a su buen amigo Waldo de los Ríos (Buenos Aires, 1934). Así que aquel lunes 28 de marzo de 1977, después de haber pasado el fin de semana atiborrándose de valiums, libriums, aneuroles y demás genealogía somnífera y antidepresiva para aplacar lo inaplacable, el compositor, arreglista y pianista porteño afincado en España agarró la escopeta Fabarm-Brescia, entró en el dormitorio de su mansión de El Olivar, en la urbanización Conde de Orgaz de Madrid, y se pegó un tiro que le entró por debajo de la barbilla y salió por la parte superior de la cabeza. Tenía 42 años. Lo tenía todo. Éxito, fama, dinero, amigos… y también un estado casi permanente de agitación y melancolía frente al que casi todo era inútil.
Siete años antes se había convertido en una estrella internacional tras adaptar el cuarto movimiento de la Novena sinfonía de Beethoven y crear para la discográfica Hispavox el Himno a la alegría que, en la voz de un jovencísimo Miguel Ríos, se aupó al número uno de las listas de 12 países (en el Reino Unido fue número dos, solo por detrás de los Rolling Stones).
Eso lo hizo como Waldo de los Ríos. Pero antes y después del atronador éxito del Himno, desde mediados de los sesenta hasta mediados de los setenta y bajo el seudónimo de Frank Ferrar, Oswaldo Nicolás Ferraro Gutiérrez —ese era su nombre real— se convirtió como arreglista en una verdadera fábrica de éxitos en el campo de la canción ligera y el pop españoles. Su nómina de hits no deja de impresionar, en un contexto histórico —el de la recta final del franquismo— que es también el de la puesta en pie de una auténtica industria musical y discográfica española: lo que algunos llamaron los años Hispavox.
Suyos son los arreglos de La canción del tamborilero, el villancico que en la Navidad de 1965 confirmó el estrellato de un nuevo fenómeno llamado Raphael, con quien también colaboró en temas como Balada triste de trompeta, Aleluya del silencio o A mi manera. Y los de la canción En un mundo nuevo, con la que Karina quedó segunda en el Festival de Eurovisión de 1971. Suyos son también el Yo soy rebelde y el Por qué te vas de Jeanette, el Cuando me acaricias de Mari Trini y La vida sigue igual, que creó junto a Julio Iglesias en 1968. O las versiones que sobre temas de Jacques Brel, Charles Aznavour o Mina adaptó para el cantautor argentino Alberto Cortez. E incluso una versión del Tu nombre me sabe a hierba de Serrat, que por cierto no agradó nada al Noi del Poble Sec, que se las tuvo siempre más que tiesas con el compositor y arreglista argentino.
Todo ello y mucho más lo cuenta con inabarcable lujo de detalle el periodista y escritor granadino afincado en Málaga Miguel Fernández en su libro Desafiando al olvido. Waldo de los Ríos. La biografía (Rocaeditorial), un auténtico bisturí periodístico-sentimental del personaje y de su época al que ha dedicado casi tres años de trabajo. La obra llega hoy mismo a las librerías digitales (8,99 euros), y la fecha de su distribución en librerías físicas dependerá, como todos los planes editoriales españoles en curso, de la evolución de la crisis del coronavirus.
La publicación del libro se produce justo cuando se cumplen 50 años del Himno a la alegría, efeméride que servirá de pretexto al sello Warner para proceder a una auténtica resurrección discográfica de Waldo de los Ríos. En concreto, un recopilatorio de su obra en formato CD y la remasterización y reedición digital de algunas de sus célebres bandas sonoras, como la de la serie televisiva Curro Jiménez, o las de las películas de su íntimo amigo Chicho Ibáñez Serrador La residencia o ¿Quién puede matar a un niño? (también compuso la de la serie de terror Historias para no dormir y la del programa concurso Un, dos, tres, ambas también de Ibáñez Serrador). Otros proyectos anunciados, aunque no confirmados del todo, son un documental sobre la vida del músico en TVE y un concierto en directo de la Orquesta de RTVE.
“Waldo siempre había concedido mucha importancia a la plata pero, al inicio de la década de los setenta, el extraordinario éxito del Himno a la alegría lo convirtió en millonario, con todos los tics, contradicciones, obsesiones y manías propias de quien atesora una fortuna”, escribe Miguel Fernández en el capítulo 28º del libro. Pero no parece ser el dinero a espuertas la única razón de su atribulada vida personal. La persistente insatisfacción artística; el sentimiento de culpa por haber cedido a los arreglos comerciales frente a sus viejas inquietudes experimentalistas; la tormentosa relación con su mujer, la escritora y actriz Isabel Pisano, y con su propia madre, la cantante argentina Martha de los Ríos, y sobre todo la difícil y angustiosa asunción de una homosexualidad latente (incluidas sus relaciones con “jóvenes amanerados en lugares pintorescos de Madrid”, como rezaba una crónica del diario EL PAÍS en 1976) erigieron la ruina en que se convirtió su vida.
“La inmensa soledad, y el olvido, y el desprecio que le rodeaba por parte de algunos que no le perdonaron que llevara la música clásica al pueblo, le hicieron sucumbir, ser víctima de sí mismo. La depresión hoy forma parte de nuestro día a día y se trata, pero en aquella época era una excentricidad”, explica el autor de Desafiando al olvido en una terraza de La Carihuela, en Torremolinos. Ahí, en los jardines del legendario hotel Pez Espada, que sigue en pie prácticamente como entonces, se pasó un verano entero Waldo de los Ríos actuando al frente del grupo que había formado, Los Waldos, ante clientes como Juan Domingo Perón, Sean Connery, Frank Sinatra o Ava Gardner.
Miguel Fernández cree que existe “una deuda emocional de toda una generación de españoles aficionados a la música con aquel hombre, que a veces era transgresor y a veces convencional”. Todo eso y algunas cosas más le hicieron bucear en la turbulenta vida de Waldo de los Ríos. “Yo siempre fui un melómano de la era de Hispavox y de la música de aquella época, que luego la Transición y la movida se encargaron de sepultar”, detalla. “Pero el motivo real fue que a finales de 2015 murió mi padre. Y yo empecé a pensar en sobre qué base podría hablar para evocar el tiempo de mi padre. Y en 2017 fui a recorrer Canadá en coche, y un día de repente empezó a sonar en la radio del coche el Himno a la alegría. Me dije: ‘¡Este, este era el tiempo de mi padre!”.
En su libro de memorias Cosas que siempre quise contarte, Miguel Ríos recuerda así la génesis, en el gigantesco Estudio 1 de Hispavox, del Himno: “¡Joder!, pensé, este me hace cantar una antigualla”. Era monumental su escepticismo ante aquel desafío musical para el que en principio no estaba llamado (antes que él, fueron Tommy Carbia y Alberto Cortez los candidatos). No era, desde luego, la música que Miguel Ríos buscaba en 1970 y sin embargo… “En esos días, yo estaba más cerca de Johnny Rivers y John Lee Hooker que de Beethoven, desde luego. La música clásica no tenía ningún atractivo para un rockero militante. Era el enemigo. Pero el éxito del Himno a la alegría, sin lugar a dudas, es el que me ha permitido mantener una carrera de casi seis décadas. Fue un milagro alimenticio y, sin duda, el que me proporcionó la oportunidad de seguir en escena y crecer como artista y como persona. Pero fue tan accidental como el primer premio de la lotería”, rememora hoy, 50 años después, el rockero granadino.
Miguel Fernández ha pasado casi tres años inmerso en el proyecto de su libro y el personaje le cayó… a ratos. “Yo admiro al creador, la forma que él tenía de soñar la música, alguien de un talento enorme…, y luego está el hombre atormentado que tiene miedo a la Ley sobre Peligrosidad Social y al aparato represor franquista. En lo sexual, él fue encontrando respuestas a medida que fue liberándose. Si llega a vivir dos o tres años más, ya habrían estado ahí los sintetizadores, la música electrónica que él adoraba, la movida, los gais…, pero llegó tarde a todo. O, mejor dicho, se fue demasiado pronto. Si llega a esperar un poco, el tiempo que venía era el tiempo que él soñaba”.
Él ha llegado a perseguir la huella de todos quienes conocieron de cerca o de lejos al músico que hoy descansa en el cementerio bonaerense de La Chacarita. Ha reconstruido esos recorridos de un Madrid invernal, los mismos que hizo Waldo de los Ríos tantas veces, desde su mansión del norte de Madrid hasta el Café Gijón; y de ahí a la cafetería Manila por toda la Gran Vía; y de ahí al Bocaccio, refugio nocturno-etílico-sexual de Waldo de los Ríos; y de ahí a su casa de El Olivar, “una metáfora de la soledad”, o al apartamento de la Torre Praga para verse con su amante. El libro es una crónica de la luz y los agujeros negros de un personaje atrapado en su compleja psique. Un personaje que se abstuvo —salvo dos o tres excepciones, caso de Rafael Trabucchelli, su compañero de viaje en la aventura del Himno a la alegría— de hilar lazos de amistad con los profesionales con los que trabajó. Sí los tuvo, en cambio, con grandes de la música como Astor Piazzolla, Michel Legrand o Lalo Schifrin.
Uno de los cantantes con quien colaboró fue Raphael, que explica así desde Bogotá, donde se encuentra en una escala de su gira RESinphónico, su experiencia junto al arreglista: “Waldo era un genio que hizo cosas maravillosas y dificilísimas, sobre todo para la época. Himno a la alegría, Aleluya del silencio, Nana de la aurora, Acuarela del río…, o sea, canciones con unos arreglos impresionantes”. Raphael no tiene problema alguno en reconocer la deuda artística que una parte de su triunfal carrera mantiene con el personaje: “Fíjate, La canción del tamborilero, Balada triste de trompeta, A mi manera, Payaso…, la responsabilidad de Waldo de los Ríos en todos esos grandes éxitos míos fue vital. Sin esos arreglos, esas canciones no habrían sido lo que fueron. Los temas que él arreglaba sonaban muy fuertes, muy tremendos, en una época dorada de la música española que yo guardo con cariño”.
El progresivo cambio de gustos musicales y la evolución de la industria discográfica fueron alejando a Waldo de los Ríos de la memoria de la gente, hasta el punto de que poco después de muerto, casi nadie hablaba ya de él. Pero quienes trabajaron junto a él y gracias a él en gran medida acabaron triunfando en el circo musical sí que lo recuerdan. Es el caso de Jeanette, aquella chica lánguida de los ojos preciosos y el acento francés que no habría existido como fenómeno de la canción ligera sin los arreglos de Waldo de los Ríos, y en concreto en el tema Soy rebelde, todo un himno juvenil —y ciertamente edulcorado— en el arranque de los años setenta. De hecho, ella fue una de las últimas personas que compartieron un largo rato con el músico. “Yo estaba en París triunfando con mi canción Por qué te vas y una noche en la que él estaba allí quedamos para cenar juntos. Fuimos al restaurante Sherwood, un sitio superchic. Waldo estaba fenomenal, nada hacía pensar que apenas dos semanas después se iba a pegar un tiro en la cabeza”.
Aquella cena tendría ciertas consecuencias incómodas para Jeanette. Alguien les hizo una fotografía juntos aquella noche en París, y cuando la policía llegó a la mansión de El Olivar encontró en la mesilla de noche de Waldo de los Ríos aquella imagen, con lo que la cantante tuvo que dar explicaciones acerca de cuál era su relación exacta con el muerto y con qué motivo se habían visto recientemente. “Era una persona depresiva, tenía una vida tormentosa y no le gustaba envejecer, tenía un complejo de Peter Pan”, dice la cantante nacida en Londres.
Genial, precoz, ciclotímico, excesivo, huidizo, reprimido, ególatra, tierno, insoportable. Así fue Waldo de los Ríos. Se hizo millonario adaptando a Beethoven, a Mozart y a las estrellas de la canción española. Recuperó el viejo folclore argentino. Conducía automóviles Maserati y Lamborghini a 200 kilómetros por hora. Dirigió ante la reina de Inglaterra. Le dijo “no” a Stanley Kubrick cuando el director le propuso componer la banda sonora de La naranja mecánica. Y al final se dijo “no” a sí mismo. Un disparo acabó con todo. Con la luz. Con la tiniebla.
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