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Tribuna
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Algo huele a podrido en Nicaragua

Seis millones de nicaragüenses estamos expuestos no sólo al coronavirus, sino al actuar inconcebible del Gobierno de Ortega, el más desquiciado o maquiavélico del mundo

Gioconda Belli
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Mientras en todo el mundo los países intentan frenar el tránsito de personas, cierran sus fronteras, imponen la distancia social y el aislamiento domiciliar, en Nicaragua el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo, con una política que supera los anales más oscuros del realismo mágico latinoamericano, pareciera empeñado en darle la bienvenida a la epidemia abriéndole todas las puertas.

En Nicaragua las autoridades declaran que no se cerrarán fronteras, ni se pondrá en efecto una cuarentena. Más aún, el sábado 14 de marzo, la primera dama ––poder vengativo e implacable del país––, Rosario Murillo, que es además la vicepresidenta de su marido el presidente, ordenó concentraciones en las principales ciudades y pueblos del territorio nacional. Convocadas como marchas de solidaridad con los pueblos afectados por el virus, la señora bautizó la concentración de sus partidarios y funcionarios estatales, como “El amor en tiempos del COVID 19”, una siniestra referencia literaria a la gran novela de Gabriel García Márquez. Incomprensible y rayano en la locura, resultó el espectáculo de la gente marchando aglomerada, al lado de carrozas decoradas con grandes afiches de ella y su esposo, donde personal de salud hacía la pantomima de atender en el hospital a un ciudadano que hacía las veces de enfermo postrado en una camilla. Detrás de esa escena de feria, chicas vestidas de enfermeras se contoneaban bailando con rótulos que mostraban los pasos para lavarse las manos, en un suelo pleno de globos rosas y verdes.

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Desde abril de 2018, tras la rebelión popular que demandaba la renuncia de Ortega, los nicaragüenses hemos aprendido que la dictadura es capaz de rebasar una y otra vez nuestra capacidad de espantado asombro. En su mesiánica cruzada por recuperar el poder amenazado, el régimen arremetió contra su pueblo con todo el poder de su aparato represivo. Trescientas y tantas muertes más tarde, vivimos amenazados, vigilados y asediados. La policía y los antimotines son omnipresentes. No hay leyes que nos protejan. Secuestran y encarcelan personas a diario sin argumentos ni orden judicial, se acosa a familias opositoras; la dictadura decreta duelo por la muerte del poeta Ernesto Cardenal y luego manda partidarios fanatizados a impedir la solemnidad de su misa fúnebre. En las montañas, campesinos opositores aparecen asesinados por la espalda cada semana. Golpean periodistas con saña y han confiscado los medios más importantes. Sin embargo, con voz de santa agraviada, la señora Murillo, en su diaria alocución de mediodía, afirma su amor a Dios, a la paz y predica el odio contra los grupúsculos “satánicos” que osaron desafiar el paraíso que ella cultivaba para su pueblo.

La pandemia del coronavirus en medio de esas circunstancias y del desatino y desinformación a que nos somete esta pareja, ha venido a agravar el sentimiento de indefensión y vulnerabilidad en que nos encontramos en el país. Es desconcertante percibir semejante falta de cordura en un momento tan grave como éste. El asombro se transforma en miedo al vernos expuestos al actuar de una pareja que, durante las protestas de abril 2018, prohibió que se les brindara atención médica a los jóvenes heridos en la revuelta. Alvarito Conrado, de 15 años, con un disparo en el cuello murió cuando no lo recibieron en emergencias de un hospital público. Cientos de médicos fueron despedidos meses después por desobedecer la inhumana directiva de la ministra de Salud.

A diferencia de los otros gobiernos de Centroamérica que han declarado estados de emergencia, Ortega y Murillo no sólo hacen alarde de los cruceros que siguen arribando a nuestros puertos del Pacífico, si no que mandan que sean recibidos por niñas con trajes típicos que abrazan a los turistas al pisar suelo nicaragüense. Para la próxima Semana Santa, el Ministerio de Turismo anuncia que ha organizado ochenta actividades recreativas. Habrá maratones de baile, festival gastronómico, festival de las reinas del verano, fiestas al aire libre en las playas más concurridas, festivales de música, de comparsas, concurso de esculturas de arena; en fin, suficientes eventos públicos como para que el coronavirus se reproduzca sin freno y contagie sin remedio a centenares en nuestro hermoso y desgraciado país.

Un policía que nos detuvo para pedirnos documentos a mi esposo y a mí, expresó con gran sonrisa su convicción de que el coronavirus no llegaría a Nicaragua. “Aquí no viene porque hace calor”, dijo. Es lo que Murillo ha repetido como mantra en sus diarias alocuciones. Aunque aún no se ha registrado oficialmente ningún caso, ya la embajada de Estados Unidos ha pedido a sus nacionales que abandonen el país previendo un posible colapso del sistema de salud.

Seis millones de personas en mi pequeña patria estamos así expuestas no sólo al coronavirus, sino al actuar inconcebible del gobierno más desquiciado o maquiavélico del mundo.

Al escribir esto, me viene súbito el recuerdo del libro de Philip Gourevitch sobre el genocidio en Ruanda. El título cita la carta de un pastor que iniciaba con la formalidad de esta frase: “Escribo para informarle que mañana vendrán a matarnos con nuestras familias”.

Parafraseando a Shakespeare: Algo huele a podrido en Nicaragua.

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