Pájaros caídos
Evité estar en el momento exacto de la muerte de mi madre. Ver ese milagro inverso me parecía monstruoso
Hasta mis tres años viví en la ciudad de Santa Fe, donde mi padre estudiaba ingeniería. Ni él ni mi madre tenían familia allí, de modo que me criaban con la ayuda de los vecinos, los compañeros de estudio, los amigos. Me llevaban siempre de paseo a la plaza de las palomas. Se llama Cristóbal Colón, pero nadie le dice así en Santa Fe. Aunque había una fuente con peces de color naranja, a mí me gustaba la jaula: un inmenso palomar cilíndrico de techo cónico. No tengo recuerdos de mis tres años, pero sí de cuando, tiempo después, regresábamos de visita e íbamos a esa plaza. Yo hacía lo mismo que había hecho a los dos o a los tres: entrar al palomar con una lata repleta de alimento, dejar que las palomas se me arrojaran en picado sobre la cabeza, los hombros, las manos: la comida. No sé en qué momento los seres con alas empezaron a resultarme la encarnación del infierno. Pero para cuando llegué a la adolescencia hacía rato que las palomas me producían un pavor descontrolado (igual que las langostas y las libélulas y todo lo que vuele y grazne y tenga un esqueleto rígido y flotante y embista ciegamente contra las paredes, aunque ninguna presencia me resulta más pavorosa que la de un murciélago, la filosofía del espanto, el espolón del diablo. Una vez intenté curar este pavor exponiéndome de manera extática al elemento y entré a una cueva de murciélagos en Indonesia. Me mantuve de pie con los ojos cerrados, sintiendo la brisa desplazada por el ala frenética de todos esos muertos vivos, hasta que en un momento pensé que el miedo iba a volverme loca).
Algo está pasando con las palomas en Buenos Aires. Hoy vi morir a la cuarta. Estaba en el alféizar de la ventana, en casa: le vi la cabeza ladeada, los ojos como detrás de una niebla, y supe que no había nada que hacer. Ya había visto morir a tres de la misma manera. La primera llegó en una caja. El hombre con quien vivo la había encontrado en un parque, al pie de un árbol, cabeceando, y la recogió. Todo el horror de los pájaros se condensa en las alas —tocar las nervaduras es como tocar una potencia chirriante, algo que puede crecer y aniquilarme como una cuchilla enloquecida—, pero metí la mano en la caja y la acaricié. La paloma estaba rendida y había algo blando que me recordó a la resistencia tierna del vientre de los gatos. Algo dócil, frágil y hermoso. Era la potencia de volar, que se perdía. La abrigamos, le dimos agua con una jeringa. Murió al día siguiente. Le siguieron tres, a lo largo de una semana, todas recogidas de la calle, todas muertas en casa. Después vi otras agonizando en la ciudad: en la vereda, debajo de los árboles. Al parecer, las afecta algo llamado paramixovirosis, que no tiene cura. Paso los días imaginando una lluvia de pájaros amargos muriendo en pleno vuelo, cayendo sobre la ciudad salvaje, impía.
¿Han contemplado alguna vez la muerte: el momento exacto en que algo vivo se sumerge en la oscuridad? Es un momento sagrado. Yo trato de mirar a estas palomas mientras mueren. Lo más leve de mí —algo repleto de compasión— las acompaña. Sin embargo, evité estar en el momento exacto de la muerte de mi madre. Ver ese milagro inverso, ese alumbramiento al revés, me parecía monstruoso. Así que durante su agonía rehuí quedarme sola en su habitación. Murió en el hospital, a medianoche, unas horas después de que pasara a verla. Mi padre me avisó por teléfono. Durante el velatorio me quedé mirándola un rato. El hombre con quien vivo se acercó y me dijo: “No la mires. Ya no es ella”. ¡Oh, sí! Claro que era ella. Era mi madre. Muerta. Tenía que mirarla mucho porque no iba a tener tanto tiempo para contemplarla en su muerte como el que había tenido para contemplarla en vida. Cuando cerraron el ataúd ayudé a llevarlo —única hija mujer, única nieta mujer, única sobrina mujer de una casta de varones— hasta la bóveda familiar. Días antes le había limado las uñas. Creo que lo último que me dijo fue algo acerca del pan: que le pusiera más sal a la masa para que la miga saliera aireada, que bajara la temperatura del horno. Son legados de un mundo que ya no existe. A veces olvido su voz. En mi memoria suena aterradora: suena como la mía, tiene mi rostro.
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