El ‘caso Ábalos’
Si para servir al Estado hay que ocultarse actuando en los límites de la legalidad, existe algún problema que afecta a esa democracia
¿Tanto ha bajado sus estándares éticos el Gobierno que hizo dimitir a Màxim Huerta o Carmen Montón como para sostener a Ábalos? La pregunta no decae incluso si el ministro realmente acudió a Barajas a evitar “una crisis diplomática”, como dijo el presidente, que todavía no ha explicado la crisis. Nadie ignora que hay trabajos sucios en el Estado, pero la convención es hacer rodar cabezas si se desvelan. En todo caso, si para servir al Estado hay que mentir insistentemente a la sociedad y hay que ocultarse actuando en los límites de la legalidad, existe algún problema que afecta a esa democracia. No es una nadería bobalicona, como sugieren las risas de Carmen Calvo, sino un asunto turbio. Y un hueso que la oposición, a cara de perro, no va a soltar. El absurdamente llamado Delcygate —con esa manía en mimetizar el Watergate no sólo en EE UU— es el caso Ábalos y parece más inflamable que Zaldibar.
Incluso si todo lo demás fuese irrelevante, resulta insoportable la secuencia de versiones. Desde lo del ministro Soria con los papeles de Panamá no se veía nada igual a la secuencia de Ábalos desde el jueves 23, cuando iba a recoger a su amigo ministro venezolano, al viernes 24, ya con un “saludo forzado por las circunstancias” en un contacto fortuito, y de ahí, un día después, a la llamada de Marlaska con el “ya que vas, procura que no baje del avión”; 24 horas más tarde, en La Sexta, la cosa subía a “me la presentaron, le dije que era una situación un poco violenta” y “no abordé con ella absolutamente ningún tema”, aunque elevaba la cosa a 25 minutos; todo eso antes de aceptar que estuvo con ella en la sala VIP de la terminal ejecutiva de Barajas… La sensación final es que todos esos giros de guion demuestran que el Gobierno no puede permitirse que se sepa la verdad. A partir de ahí todo empeora.
Lo sucedido en Barajas, que después de tantas versiones resulta cada vez más oscuro, trasciende a una mera secuencia de patrañas por supervivencia personal. Aún faltan claves para entender un episodio inevitablemente unido al cambio de política hacia Venezuela, algo que, como editorializaba este periódico, requiere explicaciones también escamoteadas. Entretanto, se abonan las especulaciones. ¿Chantaje a España? ¿Hubo maletas y con qué contenido? ¿Documentación de la valija? ¿No deberían verse las cintas? Ya acudiese Ábalos en calidad de pirómano o de bombero, está achicharrado y contagia a un Gobierno que, hasta donde se sabe, ha violado el Derecho de la UE. La falacia del territorio español —en el aire ya estaban en territorio español— y la zona de tránsito como si aquello fuese un encuentro en tierra de nadie, como Bogart y Bergman en el aeropuerto de Casablanca, solo empeora la inconsistencia. Moncloa, con señales crecientes de que Sánchez tenía razones para temer el insomnio, debería asumir que la percepción colectiva inevitable es que si el Gobierno pone tanto empeño en ocultar lo sucedido solo puede ser algo realmente inconfesable.
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