“Las ONG somos un mal necesario, pero ojalá desapareciéramos”
José Luis Campo es el director de Benposta, una organización de origen gallego con sede en Colombia que acoge a niños y niñas en situaciones de vulnerabilidad
Tras varios días en España José Luis Campo tiene que poner rumbo de vuelta a Colombia. Mientras dice adiós y saluda a quien se cruza, le rodean palmeras y un jardín mecido por la brisa. Parece un rincón caribeño, pero es la entrada de la Ciudad de los Muchachos (CEMU), en Leganés, al sur de Madrid. Este centro concertado es el germen de Benposta, la organización que dirige.
En realidad, más que una organización, Benposta es una especie de nación independiente. El nombre esconde detrás una residencia que acoge a niñas y niños para recuperarles de un pasado trágico. Su cometido es cuidar la infancia, pero no desde algo asistencial, sino dándoles la oportunidad de llevar una vida autónoma y completa. “Dignificar la vida”, repite a menudo Campo, que nació en la localidad orensana de Paracla do Sil hace 72 años y ahora, después de casi cinco décadas en Colombia, posee un deje curioso: al rebozado gallego de las frases se le junta el acabado jabonoso propio de Colombia. “Es difícil definir Benposta”, adelanta el director, que necesita sacar el móvil y enseñar fotos para poner en contexto.
También necesita retomar el pasado, irse a los inicios, para explicar al momento actual. Benposta fue una iniciativa del sacerdote español Jesús César Silva Méndez, conocido como Padre Silva. Este orensano montó El Circo de los Muchachos como una iniciativa educativa y deportiva que acogía a jóvenes desfavorecidos. Después creó la CEMU y, cuando saltó al otro continente, en 1974, Benposta (que significa Bien Puesta en gallego). Fijó la sede en Tocancipá, a 40 kilómetros al norte de la capital colombiana, y pronto surgieron otras dos sucursales y cinco “entornos protectores” repartidos por el país, donde llevan a cabo “programas específicos” (sobre todo, ligados a la presencia de guerrilla).
“Hemos ido adquiriendo una identidad propia, gracias a promover el derecho de los niños y niñas a una vida digna. Y el respeto a esa dignidad que les pertenece y su reconocimiento como sujetos sociales, no como objetos de asistencia”, señala Campo, que aclara antes de nada que él no trabaja en Benposta: vive en Benposta. “Nuestra ventaja es que no estamos enquistados en las prácticas del Estado”, añade. Es decir, que no se rigen por garantizar unas condiciones sociales que deben proporcionarse por medios institucionales. “Las ONG respondemos a situaciones particulares de niños y niñas ante la ausencia del Estado social de derecho. Somos un mal necesario, pero ojalá desapareciéramos”, analiza Campo, que a la vez cuenta cómo han aprendido “la necesidad de sumar alianzas”: “Formamos parte de una coalición de ocho organizaciones que desde distintos ámbitos trabajamos el mismo tema”.
Él se fue de su pueblo a Orense a “lavar platos” cuando despertaba la adolescencia. Allí ingresó en un curso de mecánica y conoció al Padre Silva, que lo fichó para el famoso circo
Miembro de una “extraordinaria familia gallega”, Campo intercala las alusiones a la organización con su propia biografía. Quizás porque siente una empatía especial con sus chavales: él se fue de su pueblo a Orense a “lavar platos” cuando despertaba la adolescencia. Allí ingresó en un curso de mecánica y conoció al Padre Silva, que lo fichó para el famoso circo. Con él se marchó hasta Colombia y ejerció de mano derecha. “Conocí el servicio a los demás como significación de la vida. Dignifica la vida porque uno acoge responsabilidades en favor de un colectivo”, comenta ahora, casi medio siglo después y con una trayectoria plagada de historias alegres y tristes, en su mayoría relacionadas con el gran problema nacional: la lucha contra la guerrilla.
Su forma de actuar, en cualquier caso, no responde a un capricho pasajero. Nada de una palmadita en la espalda y un ‘hasta otro día’: Benposta es una comunidad creada para que los niños vivan allí y se desarrollen, aliviando sus heridas internas y forjando una personalidad sana, activa. Así, lo que empezó como un grupo de unas 15 personas ilusionadas se ha transformado en un ‘municipio’ de 300 habitantes que conviven 24 horas. El sitio central, con unas 90 personas, votó hace poco a una alcaldesa. “Somos una comunidad donde las decisiones se toman en colectivo”, explica el director mientras muestra con su celular estas últimas elecciones a edil. “Hemos cambiado las normas clásicas de un internado, porque no queremos que se sientan como receptores de ayudas sino como participantes que asumen roles. Es una iniciativa de educar, acompañar y apoyar”, insiste.
El trabajo varía según la región
En cada región hay equipos técnicos locales de Cruz Roja, Acnur u otra agrupación que identifican casos de niños y niñas en riesgo. Se lo comentan a Benposta, que elabora una ficha con la situación personal y unos datos mínimos. Luego, se ponen en contacto con la familia para ver si realmente quieren salir de su núcleo vital o si tienen algún problema para vivir en comunidad. “Si tienen problemas de adicción no les podemos meter, por ejemplo, porque van con unos programas y tratamientos concretos”, aduce Campo mientras expone el final del procedimiento: “Al formalizar la estancia vienen con la madre o el padre y se pasan unos meses al principio, antes de quedarse solos”.
Para ser parte del equipo directivo hay que vivir allí siempre, como él. Ahora, son cuatro matrimonios fijos, incluido el suyo: la mujer también era una ‘chica Benposta’ y tiene tres hijas adoptadas, aparte de dos hijos biológicos. Como en el recinto madrileño donde se produce la charla, en las sedes colombianas de la agrupación existen pequeños edificios con habitaciones, un patio para el ocio vespertino o incluso un estudio de radio. Cuando alguien se introduce en la ‘familia’, las jornadas trascurren entre clases, actividades comunes y asambleas. “Metemos mucho el arte. Ayuda mucho. Porque permite dignificar la vida. El niño se expresa, resuelve temas de comunicación y redescubre sus valores”, anota José Luis Campo, que participó en algunas de las conversaciones del proceso de paz en Colombia.
Valores que han ido alterándose por episodios como la Operación Berlín, una masacre militar que tuvo lugar en Suratá, al noreste del país, en el año 2000. Los traumas que dejaron los ataques (extendidos durante dos meses) entre las fuerzas de seguridad y grupos guerrilleros fueron complicados de resolver. “Los niños y las niñas de allí, zonas de minería y cultivo de coca, pidieron tener un espacio para tratar de recordar lo que habían vivido”, recuerda Campo. De esa fatídica experiencia salió el libro autoeditado Operación Berlin: memorias en el olvido, una suerte de exorcismo para los que sufrieron la contienda. “Es alucinante que los que han vivido la violencia, la guerra, tienen más capacidad de perdonar, de abrazarse, de construir un proyectos de vida. Y a lo mejor aquellos que se han radicalizado a partir de intereses políticos siguen con ese enfrentamiento”, reflexiona afligido el responsable antes de despedirse de un anhelado clima tropical.
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