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El acuerdo de paz de Colombia cobra vida con las movilizaciones sociales

Uno de los objetivos del pacto era tramitar los descontentos por caminos democráticos

Un manifestante en la Plaza de Bolívar de Bogotá.
Un manifestante en la Plaza de Bolívar de Bogotá. LUISA GONZALEZ (REUTERS)

Durante décadas, el sonido de los fusiles no dejó escuchar el descontento de los colombianos. El conflicto armado eclipsaba la protesta social, que terminaba siempre por verse como el terreno de unos pocos valientes que se atrevían a manifestarse. De hecho, Colombia era sistemáticamente considerado uno de los lugares más peligrosos en el mundo para ser sindicalista. La narrativa de la guerra contenía un malestar que ahora se expresa a través de marchas y cacerolas contra el Gobierno de Iván Duque. Ese diagnóstico comenzó a cambiar a partir del acuerdo de paz sellado ahora hace tres años y se ha concretado con el paro nacional de esta semana.

No es la primera vez que los colombianos salen masivamente a las calles a manifestar su desacuerdo con alguna política de Gobierno, pero sí la primera ocasión en que las movilizaciones se prolongan durante varios días de forma sostenida y a través de formas de protesta inéditas para el país, como los cacerolazos. Paradójicamente, la última movilización popular con un alcance masivo y nacional de dimensiones comparables fueron las marchas para repudiar a las FARC, en febrero de 2008. “Gracias al acuerdo que se firmó hace 3 años los colombianos pasaron de marchar en contra de secuestros, tomas guerrilleras y minas antipersonal, a marchar por más oportunidades y un mejor futuro. Una paz imperfecta siempre será mejor que una guerra perfecta”, escribió en sus redes sociales el expresidente Juan Manuel Santos (2010-2018), merecedor del Nobel de Paz por esos diálogos. Otro antecedente importante son justamente las marchas que pedían rescatar los acuerdos después de la derrota en el plebiscito por la paz, a finales de 2016. Algunos puntos del pacto fueron renegociados y el acuerdo final fue refrendado en el Congreso, aunque no volvió a pasar por las urnas. El propio Duque ya ha tenido que lidiar con oleadas de protestas de estudiantes e indígenas, pero ninguna con este alcance.

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Otro hecho llamativo de la jornada de manifestación ha sido que el otro firmante de los acuerdos por parte de la insurgencia, Rodrigo Londoño, antes conocido como Timochenko, marchara en las calles de Medellín con sus banderas del Partido FARC y sin recibir agresiones como las que enfrentó recién finalizadas las negociaciones de paz. Esos ataques lo obligaron a cancelar su participación en las elecciones presidenciales, y las FARC han tenido una aceptación social casi nula en las urnas. Sin embargo, personas que se movilizaron en la capital de Antioquia, considerada un bastión del uribismo, expresaron que se trataba de rodearlos como ciudadanos ante la sensación de que el Gobierno los ha dejado solos, y el continuo asesinato de excombatientes en distintos lugares del país.

Que se pudieran tramitar los descontentos por caminos democráticos era precisamente uno de los objetivos del acuerdo de paz, que cumple tres años de firmado este domingo. Las movilizaciones entonces pueden leerse también como una conquista de este proceso, que apunta a dar “garantías para la movilización y la protesta pacífica”. Como escribió Humberto de La Calle, jefe negociador en La Habana: “Piensen por un momento en esto: ¿Qué tal esta situación con las FARC activas? ¡Gracias señor Acuerdo!”

La movilización que comenzó con el paro nacional del 21 de noviembre, convocado originalmente por las centrales obreras contra las reformas laboral y pensional, tiene una amplia amalgama de reclamos. Algunos manifestantes apuntan a pedir mayores recursos para la educación pública, otros airean su indignación frente a la corrupción, pero una buena parte de las razones se concentran en exigir el cumplimiento integral de lo pactado, o rechazar el incesante asesinato de líderes sociales, indígenas y excombatientes. La ambigüedad en torno a la implementación tiene efectos letales en los territorios a los que aún no ha llegado el Estado. Las consignas contra Duque y el expresidente Álvaro Uribe, el más férreo opositor de los diálogos de La Habana, han sido una constante que refleja un nuevo clima de opinión pública. Un giro que ya insinuaban las encuestas, en las que el mandatario alcanza una desaprobación del 69 por ciento y su mentor político también aparece en números rojos desde hace ya algún tiempo.

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Duque, que atraviesa el momento más crítico de sus 15 meses en el poder, se proponía desde la campaña hacer cambios a los acuerdos sin llegar a “hacerlos trizas”, como piden las voces más intransigentes del uribismo. Pero ya como mandatario se ha estrellado con el respaldo a la implementación de la paz. Una de sus derrotas más significativas fue su apuesta por objetar aspectos de la justicia transicional –surgida de los acuerdos– que ya había superado el filtro de la Corte Constitucional. Al hundir sus reparos, el Congreso dejó claro que las mayorías legislativas estaban del lado de la paz.

Las elecciones locales y regionales de octubre, en las que avanzaron las fuerzas alternativas en ciudades como Bogotá y Medellín, asestaron un duro golpe al uribismo y fueron otra evidencia de que la confrontación entorno a los acuerdos está agotada. Duque escogió justamente a los alcaldes y gobernadores electos para iniciar el domingo un gran diálogo nacional como respuesta al malestar social. “Bogotá está lista para acordar ya la agenda anticorrupción, de empleo y juventud que la ciudadanía reclama”, fue la respuesta de Claudia López, la alcaldesa electa de la capital.

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