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Tras una semana 'verde total', odio mi coche diésel y comer carne me avergüenza. ¿Qué me pasa?

Sin plásticos y sin residuos, pero sobrado de humor. "¿Quién diantres se inventó las asas de las bolsas reutilizables?"

Hasta hace bien poco presumía de ser un consumidor comprometido con el medio ambiente. Reciclo todo lo que puedo, y soy de la clase de persona que, cuando recibe por correo una pegatina amarilla de la DGT con una "B" impresa, aunque en la carta adjunta ponga que es de uso voluntario, corre a pegarla en el parabrisas (poco después la hicieron obligatoria y me alegré de no haberla tirado a la basura). Pero, de un tiempo a esta parte, me invade un creciente sentimiento de culpa. Me maldigo cada vez que saco a pasear mi coche diésel, me reconcome usar utensilios de plástico (del móvil al táper) y me avergüenzo si compro un filete de vaca. Me siento insolidario y mala persona, aunque no hago nada ilegal: consumo productos que los gobiernos permiten que las empresas fabriquen. Aun así, he decidido purgar mis pecados mediante un acto de contrición: durante una semana (por algo hay que empezar) extremaré mi conciencia medioambiental.

Pido consejo a Patricia Reina Toresano y Fernando Gómez Soria, autores del libro Vivir sin plástico (Zenith, 2019): "Se puede empezar por donde a cada uno le resulte más cómodo e ir avanzando poco a poco", indican: "Lo importante es tomar conciencia del impacto que tiene nuestra forma de consumo. No se trata de hacerlo todo perfecto, sino de realizar pequeños cambios en nuestro día a día, sin agobios. Es un camino de largo recorrido". Arranco con el acto de la compra. Bajo al supermercado con la lista de siempre, dispuesto a elegir la versión eco de todo; encuentro café, bolsas de basura, conservas, vino, especias, zumos y yogures que aseguran haber sido producidos según criterios de sostenibilidad planetaria (¡también hay colchones y sartenes!). Los precios son más altos: el tomate en rama orgánico cuesta 3,70 euros el kilo, el doble que su variedad normal (1,89 euros). ¿Cómo es posible, si se supone que el primero es de cercanía y no es necesario traerlo en barco desde el otro extremo del mundo? ¿Es que los productos 'eco' son más beneficiosos?

"Los precios bajos se basan en condiciones laborales precarias y transportes de bajo coste", explica Luis Rico García-Amado, coordinador de Ecologistas en Acción. "Los productos ecológicos incorporan costes que los otros no tienen, como fertilizantes de origen animal –más caros que los sintéticos– o una mayor mano de obra, y se encarecen. Ese paquete de pechuga de pavo a un euro, que implica un proceso que contamina, con plásticos, al final tiene unos costes extra para la sociedad. El cambio climático provoca recortes en la economía, gastos en limpieza de residuos, en el sistema de salud…"

Pero a la hora de adquirirlos, hay que rascarse el bolsillo –no es un mito–; y complica la conversión de muchas personas a la militancia "verde" (en 2014, un estudio del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación sobre el perfil del consumidor de estos alimentos señalaba que el precio y la baja disponibilidad son las razones por las que mucha gente no los adquiere). Hay más: ni siquiera es ecológico todo lo que reluce. "La certificación oficial solo garantiza que ese producto se ha cultivado sin pesticidas, y entendemos que debería contabilizar también la cercanía y un tipo de producción que fomente la diversidad", subraya Luis Rico. Un mercado de productores cercano habría garantizado la regla sacra de todo ecofriendly que se precie: el consumo de proximidad.

Ya estoy en la caja del súper, y confieso que tengo un dilema con las bolsas. Descartadas las de plástico, invasoras del océano, recurro generalmente a las reutilizables que venden en las propias tiendas, maravillosas si no fuera por un pequeño detalle. La persona que las diseñó creyó que poner un asa corta y otra larga a ambos lados era una brillante idea, pero ocurre que cuando quiero levantar la bolsa del suelo agarro invariablemente un asa corta y otra larga, lo que produce una especie de corrimiento de tierras en su interior, y el contenido se vuelca y desparrama. La única manera de evitarlo es prestar máxima atención al gesto, algo que me disgusta, porque cuando la vida moderna obliga a acometer con precisión multitud de maniobras cotidianas (guardar un documento en el ordenador, poner el pie en una escalera mecánica, aparcar sin dar un golpe al de atrás), coger una bolsa constituía una de esas escasas acciones que podían llevarse a cabo alegremente, mirando a otro lado, con abandono. De hecho, a veces, por despecho, las castigo sin salir de casa y opto por bolsas de papel. Pero la textura rugosa de estas me evoca irremisiblemente árboles talados.

"El problema del plástico es que es imposible integrarlo en la economía circular", ilustra Rico, de Ecologistas en Acción: "Y una bolsa de papel, teóricamente, sí que podría integrarse en los ciclos de la naturaleza. Pero, sin duda, tiene más sentido usar las permanentes". Ah, y el reciclaje no te hace (mucho) mejor. "Hay tipos de plásticos que son muy difíciles de transformar", señala Fernando Gómez Soria, del blog vivirsinplastico.com: "La Comisión Europea tiene como objetivo que, para 2030, todos los envases que se pongan en el mercado sean reciclables o reutilizables. Mientras, reciclar debería ser considerada como la última opción y no como la solución. Es mejor rechazar, reducir y reutilizar".

El agua con limón no es lo mismo (ni los momentos en el baño)

El portavoz de Ecologistas en Acción clama contra el agua embotellada: "Si el agua del grifo es peor, es que las administraciones no están cumpliendo su papel. Tenemos capacidad para que en toda España se pueda beber agua del grifo de calidad. Pagamos por ese derecho". E inspirado por su comentario, introduzco un cambio en uno de mis hábitos. Generalmente, bebo agua del grifo, pero siento debilidad por una con sabor a limón que comercializa una conocida marca catalana. Debido a su envase de plástico, declino añadirla a mi carrito sostenible y decido preparla yo mismo.

Total, mezclar agua del grifo con un chorro de limón (y dejar flotando un trozo de piel, bien lavado) no debe de ser tan difícil. Me pongo manos a la obra tan ilusionado como avergonzado por no haberlo pensado antes. Meto el brebaje en la nevera, espero a que se enfríe y, ufano, me sirvo un vaso. Mientras bebo, una de mis hijas me mira extrañada: "¿Por qué pones cara de asco?", me espeta. No puedo decir que sepa mal, pero supongo que le falta ácido cítrico, edulcorantes acesulfamo k, sucralosa y aroma natural (pensaba que eso lo daría el limón). Fracaso total.

Me propongo reducir residuos, y así contribuir a que descienda la cantidad de los generados por persona en España (462 kilos al año, según Eurostat). Me doy cuenta de que no soy especialmente derrochador. Aunque mi silueta sugiera lo contrario, como poco y la mayoría de noches ni siquiera ceno. Pero hay un aspecto en el que, por lo que he hablado con otras personas, soy en exceso generoso: el papel higiénico, un desatendido recurso que abre las puertas hasta de los récord Guinness. Durante la semana en cuestión, utilizo la menor cantidad posible, lo que deriva en una especie de ejercicio cercano a la papiroflexia, por el cual procedo a acumular dobleces a fin de aprovechar centímetros útiles. Consigo bajar del medio rollo diario, aunque a cambio de ampliar mi tiempo de estancia en el receptáculo hasta los 45 minutos.

Tampoco soy de los que mudan de dispositivos electrónicos todos los años. Uso el mismo móvil desde hace tres, algo que ya me parece un milagro, teniendo en cuenta la obsolescencia programada, que acarrea que anualmente acaben en vertederos de Ghana 45 millones de toneladas de basura electrónica, según el informe Global E-waste monitor 2017. No tengo claro qué podemos hacer como consumidores, puesto que cuando nuestro móvil se escacharra no nos queda más remedio que comprarnos otro, convirtiéndonos en cómplices del proceso. Habla Luis Rico: "Lo mejor es la organización social para intentar modificar la legislación. Existen, por otra parte, alternativas como el fairphone, que tiene materiales mejores para el planeta y está fabricado en unas condiciones de trabajo dignas".

Como trabajo desde casa, puedo renunciar al coche, hasta que…

Me ponen una reunión a 21 kilómetros de mi vivienda. El resto de los días, caminar ha sido un placer para mi mente y mi silueta. Ahora, con esta cita en el centro (yo vivo a las afueras), la distancia me desanima. Podría moverme en bicicleta, pero debo de ser la única persona del mundo a la que se le ha olvidado montar. Trazo un plan maestro: cogeré el tren de cercanías y después uno de esos coches eléctricos que se alquilan a través de una app y que puedes aparcar gratis en la calle. ¿Qué puede salir mal? Para empezar, el tren aparece con mucho retraso (resulta que los horarios son orientativos), y paso más tiempo esperándolo que a bordo. Dentro ya del perímetro del carsharing, busco uno de estos vehículos. Luego, atasco (igualito que con el mío, pero nada contaminante, pues este es eléctrico) y tediosa búsqueda de aparcamiento. Llego 20 minutos tarde. No pierdo el trabajo, pero me miran mal.

Al término de la semana, concluyo que, al menos al principio, convertirse en el Capitán Planeta exige dedicar gran parte de tu jornada a planificar y buscar alternativas. Cuando le pregunto a Rico por los principales escollos del ciudadano de a pie para consumir con conciencia, enumera varios: "La falta de disponibilidad de una alimentación más sostenible: en las grandes ciudades, existe, pero en el mundo rural, que es precisamente de donde son estos productos, no. Y se debe a la ausencia de políticas públicas que los promocionen. Hay también una barrera social: una parte de la gente vive precariamente, por lo que recurre a productos muy baratos pero con alto coste medioambiental. Y un problema de tiempo: lo necesitamos para poder apuntarnos a un grupo de consumo, ir al mercado, cocinar…"

Al final, arañar minutos al reloj ha sido lo más arduo de mi reto. ¡Conseguido! Me anima a celebrarlo José Vicente de Lucio, profesor de Ecología de la Universidad de Alcalá (Madrid): "Las transiciones a la sostenibilidad ocurren cuando pequeñas experiencias puntuales de carácter demostrativo sintonizan con cambios de régimen a escalas mayores". Esto es: avanzar juntos o caer todos.

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