Robot-lución: el gran reto de gobernar y convivir con las máquinas
La rápida e imparable transición tecnológica exige un nuevo contrato social. Estados, sindicatos, trabajadores y empresas deben formar parte de la solución
La cuarta revolución industrial —con su combinación de digitalización, conectividad, automatización y robotización, e inteligencia artificial, entre otros elementos— ya está aquí. La transición hacia un nuevo modelo socioeconómico y tecnológico ha comenzado, subvirtiendo el orden establecido, tanto con nuevas oportunidades como retos. El contrato social dominante en Europa, y en general en Occidente, necesita una transformación no ya para un futuro lejano cuyos contornos desconocemos, sino para sacar provecho y reducir el coste de esta transición.
Esta revolución, además de deseable en muchos aspectos y preocupante en otros, es inevitable, imparable. Y rápida. La electricidad tardó a mediados del siglo XIX algo más de 45 años en entrar en un 25% de los hogares en Estados Unidos. Internet, menos de cinco. Por no hablar de los smartphones —que tienen sólo 12 años de existencia— o un juego como Pokémon, que llegó a millones de personas en cuestión de días. La primera revolución industrial en Inglaterra, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, tardó 70 años en permear y generar riqueza para el conjunto de la sociedad inglesa. ¿Cuánto tiempo se tardará esta vez? Incluso si son 20 años, son muchos.
La robot-lución está ya teniendo un impacto sobre el empleo —el número y el tipo de trabajos— y los salarios, y está vaciando las clases medias, algo que venimos detectando desde la Gran Recesión (que en parte tapó la entrada de esta nueva fase de la revolución tecnológica), como reconoce ya la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) en su reciente informe Bajo presión: la clase media exprimida. Con lo que esto supone para el auge de populismos y la desestabilización de las democracias.
Los estudios prospectivos difieren sobre el grado de automatización de los empleos, o mejor dicho de las tareas, desde un 10% hasta un 70% en los próximos 10-20 años. La media de muchos de estos estudios se sitúa en torno a un 38%. En España, entre un 21,7% (OCDE), un 36% (BBVA Research y Universidad de Valencia) y un 55,3% (Bruegel).
Estos serían los empleos o tareas que se destruyen. ¿Se crearán nuevos? Sí y posiblemente más. El Foro Económico Mundial (WEF) prevé una destrucción de 75 millones de empleos para 2022 (entre ellos contables, secretarios, trabajadores en fábricas) y la creación de 133 millones nuevos (científicos y analistas de datos, especialistas en inteligencia artificial, gestores, etcétera). Muchas de estas nuevas tareas no existían hace poco, y en estos momentos hay un déficit de un millón de trabajadores con estas pericias en la UE. De hecho, el WEF calcula que el 65% de los niños que entran en el colegio en estos años trabajará en tareas que hoy ni siquiera existen. ¿Destrucción creativa? No exactamente, pues un problema —y de ahí la necesidad de este nuevo contrato social— es que mucha de la gente que pierde su empleo por razones tecnológicas no estará capacitada para entrar en los nuevos, por lo que tendrá que ir al paro, o conformarse con trabajos de peor calidad y menor remuneración.
La idea de gravar a los robots es una medida que ayudaría a financiar la seguridad social de
los trabajadores
Es la transición que hay que gestionar, con un desacoplamiento en términos de perspectivas vitales, incluidos los cambios en los sistemas de trabajo que supone la creciente economía gig de autónomos, multitareas (antes se llamaba pluriempleo) y plataformas, que requieren nuevos tipos de protecciones y seguridades a través de redes que los sindicatos tradicionales no aportan. Hay que avanzar hacia una garantía laboral universal, que finalmente la Organización Mundial del Trabajo (OIT) no ha conseguido integrar en la declaración de su centenario.
Hay un peligro de llegar a una sociedad 30-30-40, en la que un 30% trabajará mucho y ganará bastante, un 30% trabajará mucho y ganará poco (en tareas esencialmente manuales) y el 40% resultará superfluo, la “clase inútil”, la llama el historiador israelí Yuval Noah Harari. A esto hay que sumar el problema de la brecha de género en cuestión de estudios tecnológicos y similares, y que en España va a peor. Superarla requiere un cambio cultural.
El economista John Maynard Keynes, en una conferencia pronunciada en la Residencia de Estudiantes en Madrid en 1930, ya habló de “desempleo tecnológico” y pronosticó que un siglo después el reparto del trabajo se basaría en una jornada laboral semanal de 15 horas, aunque advirtió contra los efectos del ocio y la abundancia en “la gente normal y corriente”, habituada durante mucho tiempo a “esforzarse y a no disfrutar”. ¿Es el reparto del trabajo la solución? De hecho, ya estamos en ello. Las horas trabajadas han venido decreciendo un 10% desde 1975 en toda la OCDE, incluso en el actual periodo de recuperación de las economías tras la crisis.
A ellos se suma, para los trabajadores de economías avanzadas, lo que Richard Baldwin llama la “competencia de la globótica”: cuando la tecnología permite que personas de todo el mundo tengan una presencia virtual en cualquier oficina. De nuevo, esto supone competencia entre clases medias de diversas zonas.
Objetivos y medidas del nuevo pacto
El presidente francés, Emmanuel Macron, y otros con él defienden la necesidad de “proteger a las personas, más que proteger los empleos”. Se trata de lograr una economía digital competitiva, pero también de suavizar la transición, de ir hacia una sociedad inclusiva en la que el conjunto se beneficie de esta revolución, y no sólo porque los aparatos y los servicios se abaraten. Que nadie se quede atrás. Una sociedad armónica y superinteligente, la “sociedad 5.0” según el concepto japonés que se abre paso en el G20.
La educación es básica para este nuevo contrato. Y será una tarea pública, pero también de las empresas. La educación antes y durante la vida laboral. El WEF calcula que para 2022 —mañana— todo el mundo tendrá que dedicar 101 días suplementarios al año para aprender. Si a ello se suma que el 80% del conocimiento que se aprende a partir de los 30 años se adquiere en el trabajo (según el Banco Interamericano de Desarrollo), el reciclaje, el aprendizaje permanente será responsabilidad de muchos actores.
Los países más robotizados en los últimos años son los que más empleo han creado, entre ellos los nórdicos, donde más avanzada está también la educación inicial y la permanente. Y allí también los sindicatos tienen más presencia en los consejos de administración de las empresas.
Ahora bien, si no hay trabajo suficiente la educación no puede ser la única solución en esta transición. El empleo ha sido el mecanismo básico de redistribución de la riqueza en la época industrial. Esto puede cambiar. Quizás haya que separar la seguridad financiera (salarios) de la seguridad social (protecciones). Habrá que pensar en el ya mencionado reparto del trabajo, que está ocurriendo vía mercado, o en rentas básicas (no necesariamente universales) o impuestos negativos sobre la renta.
Otra línea a seguir podría ser la marcada (modestamente) por la UE con su Fondo Europeo de Adaptación a la Globalización (FEAG), que ahora se abre al impacto de la automatización, con 150 millones de euros anuales entre 2014 y 2020, con lo que supone de apoyo a trabajadores (se han beneficiado unos 150.000 entre 2007 y 2018) para ayudarlos a formarse y a encontrar nuevos empleos, aunque su impacto está en discusión.
¿Debe el nuevo contrato social proteger también a las máquinas avanzadas? Estamos aún lejos de ello. Pero el Parlamento Europeo, anticipándose, ha aprobado estudiar una posible personalidad jurídica para los robots avanzados, con un seguro obligatorio. También la Comisión Europea está impulsando unos criterios éticos para la inteligencia artificial que habrían de seguir los diseñadores de estas máquinas (beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia, que van más allá de las cuatro leyes de la robótica de Isaac Asimov). Con los problemas añadidos de que la ética no se enseña en las escuelas de Ingeniería, de que es difícil incorporarla en la programación, y de que, crecientemente, las máquinas se programan a sí mismas a través de varias tecnologías, incluido el machine learning.
¿Cómo se paga?
La cuarta revolución industrial va a generar un marcado crecimiento económico. Pero su redistribución no está clara. Los Estados (y la UE) van a necesitar nuevas fuentes de ingresos. La parte de renta del trabajo en el PIB se mantuvo constante a lo largo de la era industrial, pero empezó a caer a partir de los años ochenta. Los rendimientos del capital crecen más que los del trabajo, tendencia que se puede disparar con los robots, que pertenecen al capital. Si a ello se suma la creciente desigualdad redistributiva del impuesto sobre la renta y la decreciente recaudación, en porcentaje, de impuestos sobre el capital y sus rendimientos (debido a la competencia global entre otros factores), la financiación del nuevo contrato social tiene graves problemas. Habrá que pensar en nuevas fuentes de ingresos.
Dada la competencia fiscal, una posible sería un impuesto sobre cifras de negocios más que sobre beneficios, o sobre “presencia digital significativa”, y lo que obtienen las plataformas digitales vía publicidad ¿y venta de datos? Esto es lo que se conoce como tasa Google que la UE aún no ha conseguido implantar, a la espera de que lo decida la OCDE y el G20. Es decir, se necesitarán acuerdos globales cuando menos europeos, aunque Francia ya ha dado unilateralmente el primer paso, y España lo contemplaba en los presupuestos frustrados para 2019.
También se ha manejado la idea de gravar a los robots, una medida que ayudaría a financiar la seguridad social de los trabajadores que reemplazan. Pero esto no dejaría de ser un nuevo impuesto sobre el capital. Además, es difícil definir qué es un robot: ¿una máquina?, ¿un programa? ¿Es un smartphone un robot?
Habrá que estudiar, como ya se está haciendo, la posibilidad de crear fondos soberanos, o fondos ciudadanos (subnacionales, estatales o, mejor aún, europeos) que inviertan de forma autónoma en empresas (de todo el mundo) para lograr beneficios que se pudieran utilizar para nutrir los presupuestos públicos.
En todo caso, la transición y la gestión del contrato social para este periodo incierto será compleja y será cuestión de todos: ciudadanos y consumidores, empleados, gigs y sindicatos, Estados y Unión Europea, y empresas.
Andrés Ortega es investigador asociado del Real Instituto Elcano, director del Observatorio de Ideas, y autor, entre otras obras, de ‘La imparable marcha de los robots’ (Alianza).
Los datos, ¿capital o trabajo?
Los datos se comparan a menudo a un nuevo petróleo, aunque esta es una forma antigua de verlos. En todo caso, sus emisores —los usuarios de los servicios— deberían poder beneficiarse de ellos en términos de ingresos para esta transición. Los propios usuarios generan valor para las empresas digitales a cambio de servicios a menudo formalmente gratuitos (y cómodos), que, además, suelen escapar a los impuestos tradicionales. Pero ya se sabe, si algo es gratuito, quiere decir que tú no eres el usuario, sino el producto.
Muchas empresas están viendo cómo monetizar, según se dice ahora, los datos para los usuarios, y para ellas mismas. Es algo de lo que habla a menudo el presidente de Telefónica, José María Álvarez-Pallete. Especialmente cuando son otros (Google, Facebook, etcétera) los que se benefician de la conectividad que aportan esta y otras compañías de telefonía. Y ante la explosión de datos —los actuales big data se van a quedar pequeños— que va a suponer el 5G no sólo para datos de las personas, sino para datos de las cosas cada vez más conectadas, de forma exponencial, entre sí. Un grupo de expertos en la UE está buscando modelos.
Claro que una cosa son los datos personales y otra los datos agregados. La acumulación de los primeros produce los segundos, aunque estos serían mucho más difíciles de monetizar para los usuarios individuales. Pero el usuario o cliente podría monetizar los datos que aporta a líneas aéreas, webs y marcas de compra de productos físicos y otras. Como con las tarjetas de puntos. Y se podrían usar también para políticas públicas, como la lucha contra la pobreza infantil.
De hecho, el economista Dennis Snower propone para salir de lo que llama la “esclavitud digital 2.0” un pasaporte de libertad digital, el equivalente digital de una cartera que contuviera piezas verificadas de la identidad digital de cada individuo, que entonces podría elegir compartirlas con quien quisiera, y llevárselas, de manera soberana, de un lado para otro. Esta portabilidad de los datos personales podría ser retribuida por las empresas que los recibieran.
Hay otra visión que se está abriendo paso: la de considerar los datos personales no como un producto o capital, sino como trabajo, una parte de cuyo valor debe poder volver a su propietario. Jaron Lanier, Imanol Arrieta y otros autores defienden que los datos no deberían resultar gratuitos para quien los acumula, ni tampoco verse como capital, sino que habría que tratar el mercado para los datos como un mercado laboral, tratar los datos como trabajo. Con lo que el valor generado por ellos debería revertir, al menos en parte, a sus propietarios. Claro que el valor de los datos individuales es relativamente bajo (salvo para algunas aplicaciones), mientras sube una vez agregados de forma masiva y tratados por medio de la inteligencia artificial. Estos autores consideran que deberían formarse “sindicatos de datos”, que negociarían con las grandes, y no tan grandes, empresas.
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