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¿Para quién el castigo?

ilustración de Mercedes DeBellard
Sara Mesa

Sonia, el personaje protagonista de ‘Crimen y castigo’, se revuelve contra su destino en esta relectura del clásico.

EL JOVEN estudiante Raskólnikov se arrodilla ante Sonia, la prostituta. Atormentado, implora secretamente un castigo para su crimen, pero ¿cómo va a lograrlo?: él sabe lo que ha hecho, ella no. ¿Por qué te arrodillas ante mí?, pregunta Sonia, avergonzada. No me arrodillo ante ti, responde él, me arrodillo ante toda la humanidad sufriente. Claro está: Sonia no puede entender de qué le habla, y Raskólnikov, por el momento, tampoco va a explicárselo —¡faltaría más!—. Luego le pide que se vayan juntos, que huyan de San Petersburgo, que empiecen una nueva vida más digna que la que tienen, tan pobre y degradante. Sonia está estupefacta. Ese muchacho no solo no tiene intención de contratar sus servicios, sino que además, sin conocerla de nada, le hace una loca proposición de… ¿amor? Sin embargo, a sus apenas 18 años, el sentido de responsabilidad de Sonia es intachable. ¿Cómo va a marcharse de allí? Si se prostituye es para mantener a su madrastra —viuda y enferma— y a sus tres hermanos, todavía niños de corta edad.¿Responsabilidad? Quizá cabría hablar de sacrificio, y hasta de inmolación: su vida por los suelos —el repudio, la mancha eterna— a cambio de un pedazo de pan para los otros. Sonia ha heredado los errores de su padre, un haragán que se pulía el sueldo en alcohol y que murió atropellado por un caballo, dejando a su familia en la miseria, y ahora tiene que reparar esos errores, uno a uno. No, no puedo abandonarlos, le dice. Ellos me necesitan. Yo también te necesito, insiste Raskólnikov. Pero ni por esas.

¿Qué hubiera pasado si Sonia dice sí y se larga? No parece un buen comienzo este: huir con un criminal, sin ni siquiera conocer su crimen, solo porque a él se le ocurrió de pronto. El resultado sería nefasto: tarde o temprano Sonia se enteraría de la verdad, tendría que cargar con las acusaciones correspondientes —¿complicidad, incluso?—, su reputación quedaría aún más hundida si cabe. Es el momento de aclarar que el crimen de Raskólnikov no es, ni mucho menos, pequeño: ha matado a hachazos a Aliona Ivánovna, una vieja usurera, y, como daño colateral, a su sobrina Lizaveta —simple y buena—, que apareció en el escenario en el momento equivocado. ¿Y todo para qué? ¿Por dinero? Bueno, no exactamente, pues si bien el asesino robó dinero y joyas, ha enterrado el botín sin hacer uso de él. La razón de fondo es, entonces, una razón moral: esa vieja no merecía vivir, con su fortuna podrían tirar para adelante personas mucho mejores que ella —como, por ejemplo, la familia de Sonia—; su desaparición de la faz de la tierra no solo no supone ningún mal, sino, al revés, es una bendición para la humanidad. Pero ¿quién decide que una persona sobra, quién tiene esa capacidad de redistribución —le quito a este para darle a este otro—? Oh, solo el hombre fuerte, el superhombre, el hombre llamado a las grandes Hazañas —con mayúsculas— de la Historia —ídem—. ¿Raskólnikov, por ejemplo? No, Raskólnikov no. Demasiado débil, demasiado inestable. ¡Si se arrodilla ante una prostituta cualquiera! He aquí el drama. En el fondo el muchacho está buscando la redención. La expiación. El castigo.

“Yo no represento a la humanidad sufriente. Me represento a mí misma, y solo a mí misma”

Sonia es una chica sumisa. Una chica obediente. No olvidemos que se hizo prostituta porque su madrastra la empujó a ello. Comprende, y acepta, su lugar en el mundo: la última de la cola y, además, escondidita tras la esquina, para no molestar a nadie con su presencia. Pobre Sonia. Imaginemos ahora a una Sonia más rebelde. Más inconformista. Más mala. Una Sonia que quiere saber, que exige saber, porque la propuesta de Raskólnikov le huele a chamusquina. ¿Para qué quieres que me vaya contigo? ¿Te has metido en líos y quieres meterme en líos a mí? O, mejor dicho, ¿te has metido en líos y, en tu intento de salvarte, no te importa meterme en líos a mí? Raskólnikov se levanta del suelo, la mira de reojo sin responder palabra. Vaya, esta jovencita licenciosa, tan frágil y mal vestida, tiene su pequeña porción de inteligencia, piensa. De pronto, se enamora un poquito más de ella. No le queda otra que admitir la verdad. Tienes razón, le dice. Me he metido en líos. Quizá tengas derecho a saber qué líos son, antes de cualquier otra cosa. Pero ¿estás segura de querer saberlo?

La vida de Sonia ha sido de todo menos fácil. Si de verdad Raskólnikov piensa que va a asustarse porque le confiese su crimen, es porque no entiende qué significa ser una prostituta pobre. ¡Si al menos fuese rica! ¡Si al menos pudiese elegir a sus clientes! Sonia hace un gesto con la mano, indicándole que se apresure, no tiene tiempo que perder en charlitas, ¿se lo cuenta o no? He matado a Aliona Ivánovna, confiesa él. A la vieja usurera, añade. Sonia retrocede unos pasos. La vieja egoísta —una garrapata, esa vieja— le da absolutamente igual, aunque ella no vaya a entrar en las disquisiciones filosóficas de Raskólnikov. Pero ¿y Lizaveta? ¿También él ha matado a la buena de Lizaveta? Raskólnikov agacha la cabeza, murmura para sí: sin querer. ¿Cómo?, pregunta Sonia. Sin querer, repite él, fue sin querer. ¡No se mata a alguien con un hacha sin querer!, protesta Sonia.

¿Asustada? No, no está asustada. ¿Sorprendida? Tampoco: hace mucho que dejó de creer en el ser humano. ¿Horrorizada? Un pelín, pero solo porque ha entendido que la muerte de Lizaveta fue una muerte casual, de refilón, un accidente, y… ¿hay algo más triste que morir así, con la importancia de una mínima y prescindible nota a pie de página? La tonta de Lizaveta era la única que no volvía la cara ante el paso de Sonia —a lo mejor entonces no era tan tonta—. ¿Qué espera Raskólnikov ahora? ¿Que ella se eche a llorar a sus pies, que lo perdone, que le ruegue que se entregue a las autoridades y que, cuando lo envíen a cumplir su condena a Siberia, lo acompañe como una María Magdalena por la tundra? No, nada de eso. La nueva Sonia no es ya tan abnegada como cabría esperar dada su trayectoria. Lizaveta era mi amiga, le dice. Mi única amiga, añade. Y una amiga —aunque la gente la considere corta de luces y más bien fea— es mil veces mejor que un estudiante que va matando a gente solo porque se considera superior al resto. Púdrete en la cárcel.

Crimen y castigo.

En la novela de Fiódor Dostoievski (Moscú, 1821), el protagonista, Rodión Raskólnikov, asesina a la vieja usurera Aliona Ivánovna convencido de que los fines humanitarios justifican la maldad. El crimen precipita al joven a una lucha contra su conciencia. La abnegada Sonia, una prostituta de 18 años, le acompaña en el tormento. Con una relectura sobre ella arranca esta serie de verano en la que autores homenajean a sus personajes favoritos.

Púdrete en la cárcel: la maldición es fruto del momento. En realidad, Sonia no quiere que se pudra nadie, y una parte de ella —una parte pequeña, en ese instante, pero que irá creciendo con el tiempo— comprende que el joven Raskólnikov debía de estar trastornado cuando cometió su crimen, además de bastante hambriento, y ya se sabe que el estómago vacío anula la razón y también la humanidad. Bien, Sonia está preparada —aunque aún no lo sabe— para perdonar a este tal Raskólnikov, y no se alegrará cuando lo manden al campo de trabajos forzados, pero de ahí a olvidar a Lizaveta e irse tras él y visitarlo en la cárcel día sí y día no, desperdiciando su juventud en pos de la redención de ese muchacho que, al fin y al cabo, no es nadie para ella, eso no, a eso no está dispuesta. ¿No se trataba de una tensión entre el crimen y el castigo? ¿De una relación lógica? Si ella accede a convertirse en su sombra, ¿no suaviza el castigo? ¿Y no se lo impone gratuitamente a sí misma, a ella que no ha cometido ningún crimen? El crimen ya sabemos de quién es, pero ¿el castigo? Querido, dice ella, el gran Fiódor escribió una novela espléndida, insuperable, sobre nosotros, pero yo lo pasé muy mal, sufrí muchísimo sin comerlo ni beberlo, y ahora no pienso repetirlo.

La humanidad sufriente, recuerda Sonia. Yo no represento a la humanidad sufriente, me represento a mí misma y solo a mí misma. Si te arrodillas ante mí —dicho sea de paso, en un fragmento bellísimo de unos de los libros más bellos de la lengua rusa—, que sea por mi persona, porque soy Sonia Semionóvna Marmeládova, 18 años, huérfana, pobre, prostituta. Presto mis servicios en los alrededores de la plaza del Heno, vivo en un cuarto alquilado donde las visitas tienen que sentarse en la cama —en la misma cama que…—, y tengo —tenía— una única amiga, Lizaveta, que murió de un hachazo por la maldita casualidad de aparecer donde no se la esperaba. ¿No me hacen merecedoras estas credenciales del suficiente rango como para que alguien se arrodille ante mí sin más rodeos? ¿A qué tanto teatro?

Raskólnikov está profundamente hipnotizado por las palabras de Sonia. Apenas puede tragar saliva por la vergüenza. Le invade la admiración, también, por esa chica —¡una niña!— que no se doblega tan fácilmente. He aquí mi verdadero castigo, piensa: me he enamorado de ella hasta las trancas y, antes siquiera de haberla besado, ya la he perdido.

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