El modelo Bezos
Se cumplen 25 años del nacimiento de Amazon. Desde entonces, tenemos vidas más dependientes y controladas
GLORIA, GLORIA, hosanna y esas cosas: se cumplen 25 años de uno de los grandes momentos más inútiles de la historia reciente. Ya tiene un cuarto de siglo la empresa que hizo al hombre más rico del mundo el hombre más rico del mundo. Aquel día de julio del 94, un tal Jeffrey Preston Jorgensen, treintañero de Nuevo México, que había elegido llamarse Bezos por el apellido del cubano segundo esposo de su madre, empezó su compañía. Se le había ocurrido hacer algún negocio en Internet, esa red que crecía, y se encontró con que allí muy pocos vendían libros. No sabía nada particular sobre el asunto, pero le pareció una buena idea; quiso llamarlo Cadabra, como en abracadabra, hasta que alguien le dijo que olía a muerto. Entonces lo llamó Amazon, sabemos, porque sonaba caudaloso y empezaba con a, lo cual lo ponía al principio de las listas.
El señor Bezos tuvo una idea y la llevó adelante y le fue bien con ella. Su historia de éxito es un desmentido perfecto para esos que defienden a los riquísimos diciendo que mejoran el mundo, que le agregan. El señor Bezos no creó nada —más que nuevas formas de consumir. Lo que hizo, en síntesis, fue ir concentrando el consumo que muchos hacían en muchos lugares en uno solo, más supuestamente cómodo, más barato, más poderoso, más intruso. Lo que hizo, también, fue empezar a moldearnos vidas más dependientes, mucho más controladas.
Hace cinco años, el señor Bezos tenía, además de la mitad del mercado online americano y uno de los diarios poderosos del mundo, 30.000 millones de dólares [cerca de 28.000. millones de euros]; el año pasado, el señor tenía casi 90.000 millones de euros; ahora, el señor tiene 134.000 millones. Hay algo raro en un mundo en el que una persona gana en un año lo que 50.000 trabajadores europeos promedio ganan en toda su vida. Algo raro y algo obsceno.
Pero la pornografía funciona, siempre funcionó, y necesita actores. Los reyes se han vuelto personajes un poco decepcionantes: no tienen mucho poder, algunos ni siquiera tienen dinero —y si después lo tienen, prefieren no tener que explicar cómo lo consiguieron. Así que los fascinadores de estos tiempos son los megarricos.
Es curioso: se podría pensar que preferiríamos detestarlos. No es difícil entender que si alguien tiene mucho, muchos van a tener poco. Es lo que algunos amargados llamamos concentración de la riqueza, desigualdad, esas pamplinas. Que no parecen importarnos demasiado: hemos desarrollado un maravilloso síndrome de Estocolmo que nos permite fascinarnos por lo que hacen quienes acaparan lo que debería repartirse. Lo nuestro, digamos, por decir.
El síndrome funciona incluso para incentivar ciertas conductas: “Porque nos sirve de inspiración y porque ver casos de tanto éxito en el mundo del ecommerce nos puede motivar a luchar por lo que siempre hemos soñado…”, dice un artículo como tantos, Estocolmo a tope.
Recuerdo una columna que escribí hace décadas, henchido de optimismo: vivía en Argentina y decía que los sindicatos de izquierda debían llevar a sus trabajadores a Punta del Este —el balneario caro de la costa uruguaya— para que, al ver esas mansiones, esos coches, esas siliconas, esos precios, los obreros se llenaran de sacrosanta indignación de clase y reaccionaran. Y recuerdo que alguien me contestó que, si los llevaban, quizás el resultado sería que muchos insistirían en admirar y desear esos sitios, esas vidas.
Quizá tenía razón. Para eso sirven los Bezos de este mundo: te ofrecen la ilusión de que puedes ser así. Lo malo no es siquiera que no es cierto; lo peor es que te convencen de que eso es lo que vale la pena querer, que esa es la meta. El negocio es redondo: si muchos quieren ser como ellos, ellos podrán seguir siendo como ellos sin parar.
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