Impasible pescador de barracudas
De madrugada, un demente se dedica a desamarrar barcos que quedan a merced de la corriente, ante un testigo que no quiere ver ni oír lo que sucede
TÚ SABES, porque lo presenciaste todo desde el principio, que a mí no me despertó la sacudida del barco contra el pantalán. Me despertó el grito de mi pareja, mucho menos atronador que tu silencio.
A las cinco de la madrugada, como buen pescador, lanzabas el anzuelo en el puerto de Cabo de Palos. Viste que un demente nos desamarraba, que la corriente nos arrastraba en dirección al espigón; yo, una mujer en camisón y descalza, intentaba saltar desde el barco con una amarra en la mano que tú fingiste no ver; un hombre corría a arrancar el motor.
Nos aproximamos al noray más cercano, solo te inquietó que cortásemos la línea que tirabas y la recogiste. En el momento en que amarrábamos sin tu ayuda, un segundo barco a la deriva nos rebasó. Nosotros nos habíamos fijado en sus tripulantes unas horas antes, cenaban en la bañera: una caterva de niños con la piel de la frente tirante, la nariz enrojecida por el sol, atendidos por adultos solícitos, protectores. Todos ellos dormían a bordo de la embarcación, ajenos al peligro.
Salté, aún descalza, de piedra en piedra por el rompeolas, vociferando. Mi pareja se unió a mis gritos hasta que apareció una figura tambaleante en cubierta que tardó unos segundos eternos en comprender lo que sucedía. Igual que en las películas de serie B, el motor de su barco tardó en ponerse en marcha y el espigón cada vez estaba más cerca.
Mi pareja corrió a ayudarlos, no sin antes increparte. “¿Es que no ha podido echar una mano? Lo ha visto todo”. Un gruñido evasivo por respuesta. Aproveché para calzarme y secar la cubierta. Tú cambiaste el anzuelo. Sacaste uno de la cesta de tu bicicleta, apoyada contra una valla próxima.
Llegaron tripulantes del otro barco, dos. También te increparon. Llamamos a la policía, te pedimos que describieses al lunático que nos desamarró a un par de metros de ti. Te negaste. Primero dijiste que no te habías dado cuenta de nada: ciego y también sordo. Luego comenzaste a decir vaguedades que nos impacientaban. Confiábamos en que testificases a la llegada de los agentes. Tú dijiste que no, que no podías tener nada que ver con ellos. Al momento, te retaron a algo parecido a un combate entre caballeros, como regido por las normas del mismísimo marqués de Queensberry; fue cuando descubrimos tu condición de exboxeador con problemas con la justicia. Pensamos que ibas a huir cuando te encaramaste a tu bicicleta y te excusaste diciendo que te meabas, volverías en un momento.
Regresaste, pero no por nosotros. Regresaste por la pesca. Se avecinaba el cambio de luz. Volviste a lanzar el anzuelo un poco apartado y me acerqué: “¿Qué pica?”. Me respondiste que nada, pero que solías pescar barracudas. Y de pronto parecías un hombre apacible, un hombre que no se queda indiferente ante un indefenso en peligro. Un hombre que no es cómplice, por impasible, de la violencia.
Te miré a los ojos y, tras los gruesos cristales de tus gafas, vi el ojo muerto de la barracuda.
Paloma González Rubio es autora de 'Joäo' (Edelvives)
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