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IDEAS | ENSAYOS DE PERSUASIÓN
Columna
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La crisis de los 20 años

Es la hora de las democracias de baja intensidad. No sabemos cuánto durarán

Escultura satírica de Erdogan, Putin, Trump, Kaczynski y Orbán, en el carnaval de Düsseldorf en 2017.
Escultura satírica de Erdogan, Putin, Trump, Kaczynski y Orbán, en el carnaval de Düsseldorf en 2017.PATRIK STOLLARZ (AFP/ Getty Images )
Joaquín Estefanía

El historiador británico E. H. Carr publicó en 1939 un libro que tituló La crisis de los veinte años. En él describía el largo periodo de inestabilidad que se inició al final de la Gran Guerra, en noviembre de 1918; ahí está desarrollado el ambiente de descontento social, conflicto geopolítico internacional, estancamiento económico, etcétera. El desengaño ciudadano contribuyó a crear un pesimismo creciente, un profundo sentimiento de fin de siècle, de final de una era. A pesar de las claras distancias entre un momento y otro, cómo no recordar a Carr cuando se lee, por ejemplo, el siguiente párrafo del VII Informe Foessa, editado por Cáritas (sobre cuyo contenido habrá que volver): “Vivimos en un momento de clara mutación social. Un cambio sin precedentes en el camino que parecía seguir nuestra sociedad desde el último cuarto del siglo pasado. Un tiempo donde las brechas que se están produciendo como la desigualdad, la debilidad de los sistemas de gobernanza globales, la erosión de las instituciones públicas, la gestión insolidaria de las crisis, el ascenso de los particularismos y las actitudes reactivas y xenófobas que consolidan el individualismo posesivo están hipotecando nuestro futuro. Cambios a escala planetaria que alcanzan los aspectos más esenciales de nuestro ser”. Al menos es así para los que se han quedado por el camino.

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Superada la fase aguda de la Gran Recesión, ahora se viven sus consecuencias estructurales. En los años más duros, cuando se establecían las analogías con las décadas de los años veinte y treinta del siglo pasado, se decía que los avances logrados impedían que volviesen a repetirse las desgracias de antaño. Entre esos avances se citaban los cuatro siguientes: se había aprendido del pasado y no se cometerían parecidos errores (por ejemplo, los bancos centrales actuaron rápidamente, en lugar del laissez faire de la Reserva Federal durante la Gran Depresión); en una parte importante del planeta se había desarrollado un Estado de bienestar antes desconocido (pensiones, sanidad, educación, seguro de desempleo, negociación colectiva…) que protegía las debilidades del ciudadano; se había profundizado la globalización (sobre todo financiera y de bienes y servicios; mucho menos la del libre movimiento de personas), lo que hacía mucho más dificultosos los retrocesos; por último, no había un sistema alternativo al capitalismo, al que los más osados pretendían tan sólo embridar y regular. El comunismo y los fascismos habían tenido ya sus 15 minutos de gloria.

Tiempo después, con el planeta ya en crecimiento, es preciso hacer una revisión de aquellas seguridades. Se aprendió, pero no tanto; las políticas de austeridad expansiva han dado lugar a tales quebrantos que incluso son criticadas por parte de quienes las practicaron o las facilitaron. En lo que se refiere al Estado de bienestar, está sufriendo ataques espasmódicos en forma de recortes de sus principales partidas y de desocialización de las condiciones en el seno de la empresa. La globalización está en trance de detenerse, no solo por sus desequilibrios propios, sino por la presencia cada vez más amplia de políticas de perjuicio al vecino (guerras comerciales), que parecían olvidadas para siempre. Y de nuevo, lo más significativo: no es tiempo de comunismos ni de fascismos clásicos, pero en la politología ha aparecido un nuevo concepto, el de “democracia iliberal”, que progresivamente se puede aplicar a más países y personajes. Es el tiempo de los Trump, Putin, Erdogan, Orbán, etcétera, etcétera. Este último, el húngaro Viktor Orbán, declaró en el año 2014, cuando inventó su propio partido, que el objetivo de éste era “crear un Estado iliberal, un Estado no liberal que no rechaza los principios fundamentales del liberalismo tales como la libertad, y podría listar unos cuantos más, pero que no hace de esta ideología el elemento central de la organización del Estado, sino que, en cambio, incluye un enfoque diferente, especial, nacional”. Es la hora de las democracias de baja intensidad. No sabemos cuánto durará esto y si será otra crisis de 20 años.

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