Un sonajero une a una madre fusilada y su hijo 83 años después
Es un objeto "único" entre todas las fosas de la Guerra Civil, dicen los antropólogos
Hace 83 años, una madre de cuatro hijos llamada Catalina Muñoz Arranz estaba frente al pelotón de fusilamiento. En uno de sus bolsillos conservaba un sonajero de colores chillones que hacía tan solo unos días había estado en las manos de Martín, su hijo más pequeño, de ocho meses. A Catalina la fusilaron al alba del 22 de septiembre de 1936 y la enterraron con el juguete de su hijo. Ayer, 83 años después, Martín recobró aquel juguete y, con él, la historia de su madre, de la que no tenía recuerdos.
“Si mi madre estuviese aquí le diría que la quiero y que me da mucha alegría”, dijo Martín el viernes sentado en el salón de su casa de Cevico de la Torre (Palencia), el mismo pueblo en que vivió su madre y en el que él ha pasado casi toda la vida sin apenas hablar de lo que sucedió para no herir los sentimientos de su padre. La familia nunca supo dónde habían enterrado a Catalina y la familia solo ahora ha conocido la historia del sonajero. Martín sostenía entre sus manos el juguete y apenas encontraba palabras para expresar sus sentimientos. “Qué tiempos aquellos”, alcanza a decir, y añade, a preguntas de su hija, Martina, que nada de lo que sucedió debía haber pasado.
“Este sonajero es un objeto excepcional, primero porque ayudó a identificar el cadáver de Catalina, porque se sabía que tenía un hijo de ocho meses, y segundo porque no se ha encontrado ningún otro en ninguna fosa de la Guerra Civil”, resalta Almudena García-Rubio, antropóloga de la Sociedad de Ciencias Aranzadi. “Es un objeto muy simbólico, los colores vivos junto a los huesos color tierra recuerdan una maternidad que se truncó y que en parte representa todo lo que pasó en la Guerra”, añade la científica.
En 2011, esta antropóloga se encontraba excavando las sepulturas de decenas de asesinados por el bando sublevado enterrados en el cementerio viejo de la capital palentina. Los huesos de los represaliados aparecieron debajo de columpios y juegos infantiles, pues sobre las tumbas se construyó un parque público, La Carcavilla. Ponciano Quintero, uno de los voluntarios de la excavación, fue el primero en ver asomar un objeto que parecía sacado de otra época, rosa, amarillo, verde, con forma de flor, un juguete infantil al lado de un cadáver acribillado. García-Rubio excavó con cuidado el objeto y lo llevó a un etnólogo que confirmó que podía perfectamente ser de 1936. “Debido al aplastamiento por la presión de la tierra, le falta la canica o bolita que, batiéndolo, producía el sonido característico de estos objetos”, señaló el etnógrafo en su informe.
Este viernes, García Rubio sacó los restos de Catalina de su caja e intentó recomponer su cráneo, quebrado por los disparos. El objetivo es poder unir la parte posterior de la calavera con los huesos del rostro. Esto, junto con una fotografía de juventud de Lucía, la hija de Catalina que tenía 11 años cuando detuvieron a su madre en 1936 y que es la única que tiene algún recuerdo de ella —”tenía mucho genio, como yo”, dice—, va a servir para realizar una reconstrucción del rostro de Catalina y suplir así la falta de fotos de la fallecida, que obsesiona a Martín y al resto de la familia.
Para entender por qué mataron a Catalina el 22 de septiembre de 1936 hay que retroceder hasta el 3 de mayo de ese año. “Pasadas las 10 de la noche, Máximo Inclán y un amigo, ambos falangistas, volvían en su carro hacia su pueblo después de haber pasado la tarde en las fiestas de Cevico, donde Inclán tiene una novia de nombre Luisa Merino”, explica Pablo García Colmenares, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Valladolid . "Un grupo de vecinos del pueblo les espera a la salida, los paran y empieza el enfrentamiento entre los falangistas y los miembros de la Casa del Pueblo. Inclán y su acompañante sacan pistolas y hay disparos. Inclán acaba recibiendo varias puñaladas y se refugia en la casa de un vecino de su novia, donde muere. Su compañero, también herido, consigue escapar a otro pueblo y denunciar la agresión”, relata el historiador, que también es vocal de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Palencia (ARMH). “Unos días después detienen a Tomás de la Torre, marido de Catalina. Los hechos probados de la sentencia, del 4 de julio, atribuyen el asesinato a Tomás, que es condenado a 17 años de cárcel. Esa sentencia probablemente le salvó la vida, pues estar en la cárcel le libró de ser ajusticiado o paseado una vez que empezó la Guerra”, añade.
A Catalina la detuvieron en agosto, ya en plena Guerra Civil. Según recuerda su hija Lucía, de 94 años, Catalina iba corriendo con Martín en brazos y se cayó en una zanja cuando la intentaron detener. Al niño no le pasó nada. Catalina se lo dio a unas vecinas y se la llevaron presa. Lucía recuerda que su madre llevaba un pañuelo de pico negro y un delantal con bolsillo. El alcalde de Cevico y otros testigos acusaron a Martina de ir a manifestaciones y defender ideas de izquierdas. También se la acusa de lavar sangre de la ropa de su marido tras el asesinato de Inclán. Ella niega todo menos que fue a manifestaciones. A Catalina ya no la juzga un juez dentro de un sistema democrático, sino un consejo de Guerra en una provincia, Palencia, donde no hubo combates por la guerra, solo represión, pues el levantamiento franquista triunfó desde el primer día. El sumario del juicio recoge un momento escalofriante. En un principio se pide para Catalina cadena perpetua por rebelión militar. Unos días después, sin mediar argumentación, la condenan a muerte
Cuando desenterraron a Catalina en 2011 la tierra en torno a su cadáver sin ataúd conservaba manchas de cal viva. Ella es la única mujer víctima de la represión franquista juzgada en todo Palencia, al resto las asesinaron sin juicio. Gracias a eso existe un registro del cementerio que identificaba el lugar de su sepultura, con lo que se pudo identificar el cadáver sin recurrir al ADN de los familiares. Catalina medía 1,54 y presentaba heridas de bala en cráneo, vértebras cervicales, clavícula y costillas, dice el informe forense. Junto a sus restos se hallaron botones de nácar, corchetes, y las suelas de goma de sus zapatos del número 36 perfectamente conservadas. El sonajero estaba situado junto a la cadera izquierda, como si efectivamente lo llevara en el bolsillo del mandil.
Martín no recuerda nada de su madre ni de aquel juguete. A él lo crió una tía en Cevico. Cuando el padre de Martín salió de la cárcel se fue a trabajar a Bilbao. Muchos años después, ya jubilado, volvió a Cevico y vivió allí los últimos ocho años de su vida. Nunca hablaron de lo sucedido y Martín no le preguntó nada sobre su madre por no despertarle recuerdos dolorosos. En la familia apenas se habló de este tema y nunca se enteraron de que habían desenterrado a Catalina en 2011.
“El corazón se me encogió cuando supe la noticia de dónde estaba enterrada mi abuela, fue un momento de de alegría y tristeza a la vez”, explica Martina, hija de Martín, de 56 años, para quien la recuperación de la historia de su abuela ha sido incluso más emocionante que para su padre. Tras conocer la historia de Catalina y el sonajero en mayo, ella y sus primas, hijas de Lucía, reclamaron los restos. Hoy, tras un homenaje a Catalina organizado por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Palencia y la Sociedad Aranzadi que se celebra en el parque de La Carcavilla a mediodía, los restos serán enterrados en Cevico de la Torre junto a los de su marido Tomás. Martina quiere conservar el sonajero en una urna para que sus hijos y nietos, si los llega a tener, conozcan su historia.
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