De faroles y de tahúres
Sánchez abre las negociaciones en una posición de ventaja y con la bala de plata de las elecciones
Las conversaciones de la investidura entre tahúres tendrían que pactarse con los puños remangados. Se trata de evitar los naipes escondidos, aunque semejantes precauciones no previenen del recurso del farol: amagar con una jugada extrema para sugestionar al contrincante.
Vox, por ejemplo, amenazaba con entregarle los Gobiernos a la izquierda si no se les sentaba a la mesa. Parecía una bravuconada, pero ha funcionado el ardid. La amnesia de Ciudadanos respecto a los cordones sanitarios no solo ha facilitado un encuentro más o menos clandestino con Rocío Monasterio. También ha predispuesto un acuerdo explícito para alojar al partido ultra en la Mesa de la Asamblea de Madrid. Es de suponer que Valls agota sus últimas horas en Ciudadanos. Y es de recibo preguntarle a Rivera cuántas veces va a repetir la foto de Colón. Seguramente lo hará hasta que se agote el carrete.
Ha cuajado la alianza del tripartito en el espejo convexo de Andalucía, poniendo el ventilador a la bandera de España, aunque no se antoja sencilla la convivencia de los patriotas, tanto por la extorsión oscurantista de Vox como porque Casado y Rivera van a disputarse a susto o muerte el liderazgo de la oposición.
Semejante rivalidad no contradice el consenso y la tregua armada que requieren evacuar al PSOE de los Gobiernos autonómicos y municipales. El antisanchismo identifica el pedigrí del buen opositor. Y contradice que Sánchez pueda recaudar la abstención del PP o de Ciudadanos en la ceremonia de su investidura. Han sido ellos los destinatarios accidentales del farol que les ha propuesto el ministro Ábalos: o hay pacto, o se repiten las elecciones.
El razonamiento sería una perogrullada si no fuera porque prevalece el propósito de estimular a los cómplices de la investidura. Empezando por Unidas Podemos, cuya obstinación en incorporarse al Ejecutivo no forma parte de las intenciones de Sánchez —más allá de la ambigua fórmula de un Gobierno de cooperación— ni forma parte de los intereses de Iglesias un adelanto electoral, por mucho que amenace con provocarlo si el camarada socialista se resiste a entregarle la cuota de los ministerios “sociales”.
Introducir a Iglesias plenamente en el Ejecutivo —otra cuestión es la pedrea de las secretarías— reviste todos los inconvenientes de un pacto de Gobierno y ninguna de las ventajas. La alianza no garantiza la mayoría que justificaría el desgaste político. Y sí predispone la inestabilidad que implica alojar un espía doble en el Consejo de Ministros, más todavía cuando Iglesias representa una abierta discrepancia al enfoque del problema catalán.
Pedro Sánchez ha demostrado mayor énfasis que nunca en distanciarse del soberanismo. Ha trazado una línea separación que aspira a conmover el patriotismo de las señorías constitucionalistas. No es sencillo que terminen absteniéndose. Y sí es probable que Iglesias acabe capitulando de sus pretensiones cuando exponga su órdago al abismo de unas elecciones anticipadas, pero Sánchez también sabe que el PSOE se las puede permitir.
Las ganaría aún con más margen, exterminaría a Unidas Podemos —sería la segunda vez que Iglesias frustra un Gobierno de Sánchez— y otorgaría oxígeno al bipartidismo —el PP recuperaría votos de Vox y de Cs—, pero se antoja una frivolidad y una irresponsabilidad trasladar a los ciudadanos las obligaciones de los políticos arremangados.
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