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Juan Carlos I: la vida de un rey en tres actos

Le apodaron Juan Carlos el Breve. Pero, contra todo pronóstico, consiguió consolidarse. Paró un golpe de Estado. Su figura se engrandeció. Y años más tarde, con la aburrida normalidad, llegaron los deslices

Don Juan Carlos abraza a su hijo el día de la ceremonia de su abdicación, el 18 de junio de 2014. 
Don Juan Carlos abraza a su hijo el día de la ceremonia de su abdicación, el 18 de junio de 2014. JUAN MEDINA (REUTERS)
Antonio Jiménez Barca

El anuncio de Juan Carlos I de que renuncia este domingo a la vida pública ha vuelto los ojos a su figura. Fue proclamado Rey en noviembre de 1975. Muchos desconfiaban de que su reinado durara. Pero duró: el 2 de junio de 2014, hace cinco años, anunciaba su abdicación. Esta es su vida en tres actos.

1. El desastre

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Fue un sábado por la tarde de noviembre de 2012. Un viejo amigo de Juan Carlos I acudió a verle al palacio de la Zarzuela, después de que el Rey le llamara por teléfono. Lo encontró solo, en una habitación interior muy pequeña, tumbado boca arriba en una camilla, dolorido de la cadera, con el mando a distancia de la televisión en la mano, cambiando de canal. Sin mucho más que hacer. Sin nadie al lado. Hablaron de lo que hablan dos amigos que se conocen desde hace más de 40 años: de la mala salud, de los hijos, de que las cosas, como siempre, son imprevisibles. Recuerda la pena que sintió al ver al en otro tiempo popular e indiscutido Juan Carlos I, así, perdido en su propio palacio, zapeando, atendiendo las escasas llamadas de teléfono que recibía. El Rey tenía ese día 74 años. Y no estaba bien. Ni él ni la institución que encarnaba. La Monarquía atravesaba uno de sus peores momentos. 

Al final, resultó que fajarse con la Transición, lograr la amistad de un comunista como Santiago Carrillo o de un socialista como Felipe González, con ser difícil, resultó más fácil que soportar el desgaste del día a día desde la cima culminante del 23-F hasta ese feo sábado por la tarde. Fue más manejable pedir a los amigos más íntimos, los del colegio, que le ayudaran a organizar en los últimos años del franquismo reuniones secretas con personajes ajenos al régimen. Más sencillo echar a un presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, que creía tutelarle. Fue más fácil decidir sin género de dudas que la Monarquía no debía tener ningún poder político y respetar siempre ese compromiso. Fueron más manejables aquellos días revolucionados que la aburrida normalidad que vino después, cuando parecía que todo estaba ganado. La dulce velocidad de crucero fue lo que acabó en desastre.

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Resultó que lograr la amistad de un comunista como Carrillo fue más fácil que soportar el desgaste

Ocho meses antes de que ese amigo acudiera a visitarle, en abril, don Juan Carlos se había caído en una cabaña en el delta del Okavango, en Botsuana, rompiéndose una cadera ya de por sí maltrecha y triturada a base de operaciones. Estuvo toda una noche tumbado en el suelo, sin gritar, sin poder moverse, según relata el libro Final de partida, de la periodista Ana Romero. Todo se hizo público en pocas horas: el traslado urgente a un hospital de Madrid, la alarma médica, el haber estado cazando elefantes en una esquina exótica de África con su amante, Corinna zu Sayn-Wittgenstein, entonces de 51 años, y unos millonarios amigos saudíes. España, ahogada en la crisis económica, con una nueva generación de jóvenes indignados por su retroceso social y su falta de futuro, había dejado de admirar a ese Rey, desconectado de un mundo que había cambiado sin que él se diera cuenta.

Una periodista que lo acompañaba por esa época recuerda un tipo cascarrabias, que se enfadaba cuando tropezaba al caminar con el bastón o la muleta, cada vez más débil. Aún conservaba su entrenada capacidad de aguante: un día, según cuenta un alto cargo que trabajó en la Casa del Rey, en una audiencia con unos diplomáticos árabes, se le salió de golpe la prótesis de la cadera, pero él soportó el dolor a pie firme, sin quejarse, sufriendo en silencio, hasta que acabó el acto. Con todo, las amenazas eran demasiadas: su salud limitaba sus movimientos, su sordera alimentaba su desconfianza, y esa desconfianza engordaba su mal genio. Su popularidad y la de su familia bajaban mes a mes. Además, se había enamorado de Corinna y no estaba dispuesto a renunciar a ella, aunque esto significara coquetear con el escándalo, que acabó alcanzándole en África.

Don Juan Carlos pide perdón en el hospital San José de Madrid, en una alocución televisada, en abril de 2012.
Don Juan Carlos pide perdón en el hospital San José de Madrid, en una alocución televisada, en abril de 2012.PACO CAMPOS (getty images / POOL)

Para tratar de recuperar algo de la antigua popularidad, días después del episodio de la cacería pidió perdón en una insólita alocución televisada, rodada en un pasillo del hospital, apoyándose en la muleta: “Lo siento mucho. Me he equivocado: no volverá a ocurrir”. Miraba a la cámara con una expresión algo infantil en los ojos, de niño pillado en un renuncio. Pidió perdón por el episodio concreto de la cacería —sin especificarlo—, aunque, en realidad, el perdón podía hacerse extensivo a otras faltas, como los episodios de corrupción que habían afectado a uno de sus yernos, Iñaki Urdangarin, y salpicado a su propia hija, la infanta Cristina.

Un exministro que lo conoce bien divide su trayectoria en tres etapas: “La primera, la de sufrir y tragar, hasta que le nombraron Rey. La segunda, hasta el 23-F, la de su enorme contribución histórica, que nadie discute. La tercera, cuando cree que nadie le va a pedir cuentas nunca”. “Tal vez creyó que la Monarquía estaba ya consolidada para siempre, que funcionaba sola. Él seguía haciendo las mismas cosas de siempre, pero la sociedad había cambiado por la crisis”, sostiene el historiador Jordi Canal, autor del ensayo La monarquía en el siglo XXI. El aislamiento de La Zarzuela, la fatiga o simplemente la edad habían disminuido ese instinto político con el que supo, en los momentos difíciles, interpretar lo que quería la sociedad.

Días después de la cacería y la caída en África, pidió perdón en una insólita alocución televisiva

Muchos pensaron que debía echarse a un lado y dejar paso al príncipe Felipe. El mismo Juan Carlos, según afirma el emprendedor y escritor Diego Hidalgo, otro amigo de muchos años, se había prometido abdicar a los 70 años, convencido de que eso era lo mejor para él, para su hijo y para la institución monárquica. Y así se lo había confesado a Hidalgo. Pero una cosa es pensar eso a los 40 o los 50 años y otra seguir manteniéndolo a medida que llegas a esa edad. Un veterano ministro que compartió muchas horas con el Rey lo disculpa: “Es que lo difícil no es llegar, ni mantenerse. Créame: lo difícil es saber irse, descubrir que ha llegado la hora y hacerle frente”. Es difícil para los músicos, para los futbolistas, para los actores y para los políticos. Y es difícil también para los reyes. Un amigo, movido únicamente por el afecto y la fidelidad, le aconsejó que dejara el trono en aquellos días nefastos. Pero el Rey le contestó tajante: “Agradezco mucho que mis amigos me den consejos, pero hay temas que se pueden tocar y otros no”.

El 6 de enero de 2014, en la Pascua Militar, un día después de cumplir 76 años, cansado y aturdido, leyó un discurso en el que se trabó varias veces y en el que confundió bastantes palabras. Eso acabó por convencerle. Lo hizo tarde, pero no demasiado tarde. Nadie sabe qué habría pasado si hubiera esperado más. Sea como fuere, hasta ahí había llegado: no más días históricos; tampoco más sábados por la tarde siendo el Rey, viendo la tele en palacio. No era un buen final. Tampoco el más justo para Juan Carlos I. Pero no había otro disponible.

El rey Juan Carlos firma su abdicación en junio de 2014.
El rey Juan Carlos firma su abdicación en junio de 2014.ALBERTO MARTÍN

2. La llegada

“Le gusta la vida”, dice una persona que trabajó junto a Juan Carlos I en sus últimos años, y añade: “Siempre le gustó hacer cosas. Arreglar motores. No puede estarse quieto. No es un intelectual, no. Eso lo sabe todo el mundo. Pero estaba suscrito a revistas científicas, le gustan las cosas del espacio. Si no hubiera sido rey, habría sido ingeniero, de los de tocar cables”. No hubo oportunidad. Desde niño le convencieron —se convenció— de que era un tipo —privilegiado o no, según se mire— con un destino. Porque uno tiene un destino, pero también carga con él.

Tenía 10 años cuando fue enviado a educarse a España y, también, a servir de moneda de cambio entre su padre, don Juan, entonces exiliado en Portugal, y Franco. “Yo me sentía una pelota de pimpón entre ellos”, confesaría el Rey en 2014, en un documental titulado Yo, Juan Carlos I, de la productora francesa Cinétévé, que nunca fue emitido en España pero está disponible en YouTube.

Tenía 10 años cuando fue enviado a España y sirvió como moneda de cambio entre su padre y Franco

El trato era este: don Juan colocaba a su primogénito en Madrid. En contrapartida, Franco vigilaba de cerca al niño y posible heredero. En medio, un chico rubio y tímido que había nacido en Roma, que pronunciaba el español con un ligero acento francés y que iba a pisar por primera vez la patria de la que tanto había oído hablar a sus padres. Llegó una mañana helada de noviembre de 1948 a la solitaria estación de Villaverde en un tren procedente de Lisboa. En el apeadero le esperaba una severa y algo ministerial comitiva de cincuentones que asustó al chico. Ya había estado interno antes en Suiza. Pero esto parecía peor. “Tenía miedo. Nadie tenía más miedo que yo, con todos esos señores al lado”, recordaba en el documental citado. El colegio, improvisado y algo ortopédico, fue organizado a la carrera expresamente para él en una finca particular, Las Jarillas, situada a 17 kilómetros de Madrid, en la que en la actualidad se celebran bodas de lujo. La decena de alumnos reclutados para servir de compañeros de clase fueron escogidos por don Juan entre niños de su edad procedentes de familias aristocráticas. Uno de ellos era el futuro presidente del Banco Urquijo y senador Real, Jaime Carvajal Urquijo, entonces un niño un año menor que Juan Carlos. “La familia le llamaba Juanito. Nosotros, don Juanito”, recuerda. “Era simpático, alegre, deportista. Como estudiante era normal, aunque apretaba al final en los exámenes y hacía buen papel”, añade. Al evocar esos días, don Juan Carlos, en ese mismo documental francés, recordó, precisamente, los sábados por la tarde (más sábados por la tarde). Algunos de sus compañeros se marchaban a casa con sus familias. Él se quedaba siempre en ese caserón de estilo andaluz a pasar el fin de semana.

Don Juan Carlos, jugando al ajedrez en enero de 1949.
Don Juan Carlos, jugando al ajedrez en enero de 1949.Dmitri Kessel (The LIFE Picture Collection / Getty Images)

Comenzó a forjarse un carácter. “No se trata de si me gusta o no me gusta. Nací para ello. Desde mi infancia, mis maestros me han enseñado a hacer lo que no me gusta”, asegura en una cita recogida en el libro Juan Carlos, la infancia desconocida de un rey, de Juan Antonio Pérez Mateos.

La primera visita al Pardo llegó a los pocos días de bajarse del tren. El dictador tenía entonces 54 años, se encontraba en el apogeo de su poder. Juan Carlos, Juanito, seguía siendo un niño intimidado e impresionable. En un momento de la entrevista, Franco notó que el chico se distraía mirando hacia una esquina del despacho y le preguntó, algo intrigado, que qué le pasaba. El otro respondió con la franqueza de los 10 años: “Es que hay un ratón ahí abajo”. Al salir, Franco le regaló una escopeta. Desde aquel día se profesaron afecto. Franco le hablaba con metáforas algo raras, a base de parábolas ambiguas y de anécdotas de su propia vida. Juan Carlos por lo general callaba (“tú oye y calla”, le había aconsejado su padre). Este intercambio un poco esotérico de confidencias duró hasta los últimos días del dictador: cuando, en los años setenta, en alguna de las reuniones semanales que mantenían, el futuro rey planteaba preguntas, Franco le contestaba con su característico estilo evasivo: “No tengo la menor idea, alteza. Lo que en todo caso no va a poder hacer es lo que haría yo”.

Pasó por la Academia General de Zaragoza, por la Escuela Naval de Marín, y por la Academia General del Aire de San Javier, en Murcia. Durante estos años fue feliz, tal vez porque encontró en sus compañeros el espíritu de camaradería y el calor que le habían faltado durante todos esos años vividos hasta entonces en España, lejos de su familia: una soledad que le marcó para siempre y que resulta difícil de soportar para un adolescente, por muy entrenado a aguantar que estuviera. A muchos de esos compañeros de promoción les llamaría la tarde decisiva del 23-F.

En la universidad de Madrid estudió asignaturas sueltas de Economía, Historia y Derecho. Allí el recibimiento no fue como en el Ejército. Una mañana de 1961, al entrar en la Facultad de Derecho de la Complutense, en el vestíbulo, un grupo de falangistas, que menospreciaban al futuro rey por considerarlo una marioneta de Franco, comenzó a increparle gritándole “¡Fabiolo, Fabiolo!”, en alusión a la española Fabiola de Mora y Aragón, casada con el rey Balduino de Bélgica. El por entonces estudiante Antonio Álvarez-Couceiro (hoy empresario jubilado), que había conocido a don Juan Carlos la tarde anterior y que se encontraba en ese mismo vestíbulo, al oír los gritos, se ofreció a acompañarle hasta la clase. Aún son buenos amigos. El abogado y dirigente comunista Jaime Sartorius, que con el tiempo se convertiría también en buen amigo de don Juan Carlos, estudiaba también Derecho en esa facultad ese año. “Cada vez que entraba el futuro rey en la clase, nosotros, los alumnos de izquierda, nos levantábamos y nos íbamos, para que supiera que no queríamos saber nada de él. Él se limitaba a sonreír. Sin decirnos nada”, recuerda Sartorius.

Don Juan Carlos y Franco, en una ceremonia militar en Madrid en 1972.
Don Juan Carlos y Franco, en una ceremonia militar en Madrid en 1972.Universal History Archive/ UIG / Getty

Así, ninguneado por casi todos, Juan Carlos permanecía en medio, aprendiendo desde muy pronto por dónde pisaba y qué convenía hacer —y no hacer— para seguir adelante. Mientras, Franco controlaba todo lo relativo a su vida: “Un día”, relata Diego Hidalgo, “estábamos Juan Carlos y yo en la cafetería de la facultad y al pasar una estudiante vendiendo una revista universitaria quiso comprarla. Cuando buscó las cinco pesetas, comprobó que no tenía. Yo entonces saqué un duro y le compré la revista, pero me quedé mirándole, esperando a ver si quería darme una explicación”. Se la dio. Don Juan Carlos le contó que no tenía dinero porque unos meses atrás, de vacaciones en el sur de España, despistó a los escoltas y se fue a pasar la noche con una mujer que había conocido. Los escoltas, asustados al no encontrarle, despertaron a su jefe, que despertó a su jefe, que despertó al ministro, que despertó a Franco. Este, para evitar más sustos, a partir de entonces prohibió que llevara dinero encima.

Tras acabar los estudios, pasó a desempeñar una labor difusa, sin función concreta, en una especie de limbo institucional. Franco no acababa de decidirse a designarle príncipe y heredero. Mientras, proliferaban los chistes relativos a su pretendida estupidez. La ultraderecha le llamaba “el rey tonto” y la izquierda apostaba a su brevedad. A su capacidad de encaje añadió la del disimulo. Supo esconder sus cartas, esperar el momento, su momento, si es que llegaba.

Franco decidió nombrarle su sucesor en julio de 1969 sin que nadie lo hubiera anticipado. “Un día me anunció: ‘Le voy a nombrar heredero, con el título de rey. ¿Acepta usted?’. Yo me dije: ‘Esto ya va en serio”, dice don Juan Carlos en el citado documental. En una ceremonia con las Cortes cociéndose de calor y que pasó inadvertida para la mayoría de la población, más interesada aquel verano por la llegada del hombre a la Luna, juró fidelidad a los Principios Fundamentales del Movimiento, y declaró que recibía la “legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936”.

Lo hizo con el rechazo de su padre, que aún aspiraba a la Corona, y que le recriminó que se hubiera plegado así a las exigencias de Franco. Juan Carlos ya había prevenido a don Juan por carta años atrás: “Tú has jugado una carta; yo otra, por tu mandato. Sigue tú con la tuya y yo con la mía. Si gana tu carta, me descubro, chapeau, pero no lo veo probable”.

Coronación de Juan Carlos I, en 1975.
Coronación de Juan Carlos I, en 1975.Keystone- France / GETTY

Su padre se enfadó, la oposición le calificó de “príncipe del régimen”. En medio, como siempre, él, un hombre que ya tenía 31 años, que seguía estando bastante solo, como en la adolescencia, y que era consciente de que juraba unos principios pero que tenía otros, como en el chiste de Groucho Marx. Juan Carlos lo justificó así: “No fue fácil, pero, si no hubiera aceptado, ¿cómo podría haber hecho lo que hice?”.

Todo apuntaba al mismo objetivo. Pero solo él lo sabía. Años después, cuando ya era rey de España, le resumió a Santiago Carrillo toda esa época con una frase: “Durante 20 años tuve que hacer el idiota, lo que no es fácil”.

3. La cima

Se coronó con esa mala fama el 22 de noviembre de 1975. “Yo sabía que teníamos que hacer una democracia. ¿Pero cómo? Buena pregunta”, aseguraba en el documental. Y añadió: “Meses atrás, había visto en la plaza de Oriente el apoyo a Franco. Allí en el balcón yo me decía: habrá que hacer que todos estos cambien de lado. Pero es que había muchos”. La izquierda desconfiaba de él desde siempre. Los falangistas y el régimen, también. Todos lo consideraban manipulable. El presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, directamente, aludía a su mote, Juan Carlos el Breve.

La izquierda desconfiaba de él. Los falangistas y el régimen, también. Todos le consideraban manipulable

Y sin embargo, contra todo pronóstico, lo consiguió. En poco tiempo se despojó de la máscara que le habían atribuido. A los seis meses se deshizo de Carlos Arias tras aceptarle una dimisión que el otro le ofreció de farol convencido de que el joven Rey la rechazaría. “¡Le he echado!, ¡le he echado!”, le confesó, exultante, a un amigo por teléfono nada más ver salir a Arias por la puerta del despacho. Para sustituirle eligió, como apuesta personal y por la que soportó una lluvia de críticas, a un hombre de su generación, Adolfo Suárez, en el que se miraba buena parte de la población y con el que el Rey tenía varias cosas en común: ambos eran lo suficientemente jóvenes para no haber vivido la Guerra Civil. También eran optimistas, simpáticos, astutos y arriesgados. Imprimieron a las reformas un ritmo veloz sin frenazos, en la convicción de que para que no se cayera la bicicleta no había que dejar de pedalear. Los dos habían jurado también unos principios de los que abjuraron sin mucho problema de conciencia. Los dos sabían adónde iban.

El rey Juan Carlos y el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, en 1976.
El rey Juan Carlos y el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, en 1976.MARISA FLÓREZ

Un ejemplo: Jaime Carvajal Urquijo, el amigo que estudió con Juan Carlos I en Las Jarillas, cuenta que en 1973, en una visita a España, Henry Ford, por entonces presidente de Ford, buscaba un país del sur de Europa donde construir una planta de producción de automóviles. Y que se decidió por España tras entrevistarse con Juan Carlos, entonces Príncipe, debido a que éste le aseguró que el país sería una democracia y que estaría integrado en Europa. Tres años después se abría la planta de Almussafes. “Y esto no lo sé por el Rey, sino por Ford, que me lo contó años después, cuando yo era presidente de la compañía en España”, explica Carvajal.

El recientemente fallecido exministro socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, en una entrevista llevada a cabo hace un par de meses, apuntaba tres características de la personalidad de don Juan Carlos que resultaron determinantes en esos años: “Primero, es un tipo cercano, que te hace sentir bien. Y esto, tratándose de un rey, es importante. Segundo, es un tipo listo. Un superviviente, y se le nota. Es alguien que lo ha pasado muy mal. Hay que recordar su llegada a España cuando era niño. Ahí empezó a sobrevivir. Y eso le ha hecho un tipo listo, porque la gente obligada a sobrevivir agudiza el ingenio. Y tercero, es valiente: dirán que es fácil ser valiente cuando uno es jefe de Estado, pero no lo es”.

Don Juan Carlos y el príncipe Felipe, en 1977.
Don Juan Carlos y el príncipe Felipe, en 1977.DANIEL GLUCKMANN (GETTY IMAGES)

El 15 de diciembre de 1976 se votó y se aprobó el referéndum sobre la reforma política, en abril del año siguiente se legalizó el PCE, en junio se celebraron las primeras elecciones, y el 11 de mayo de 1978, horas después de que la Comisión Constitucional del Congreso aprobara el artículo del proyecto de Constitución que dictaba que la forma política del Estado español iba a ser la monarquía parlamentaria, el Rey, que se deshacía (“con alivio”, según aseguró) de los inmensos poderes heredados de Franco, entraba en un restaurante en el que había quedado con un grupo de periodistas y pedía: “Felicitadme: me han legalizado”.

El resto es conocido: la tarde del 23-F don Juan Carlos había quedado con dos amigos para jugar al tenis en el palacio de la Moncloa. Salían a la pista cuando les avisaron de que algo grave pasaba en el Congreso de los Diputados. Paró el golpe, que era un golpe algo chapucero, pero que podía haber triunfado, como triunfan tantas cosas chapuceras. De hecho, el mismo don Juan Carlos, al día siguiente, en una reunión en La Moncloa con los principales líderes políticos, resumió ante ellos lo cerca que estuvo todo de descarrilar con una expresión muy suya: “La cosa ha estado así, así”.

El rey Juan Carlos, durante el discurso televisado en la noche del golpe de Estado del 23-F.
El rey Juan Carlos, durante el discurso televisado en la noche del golpe de Estado del 23-F.

Esa noche marcó el cenit de ese Rey en el que casi nadie confiaba excepto él mismo, que accedió al trono sin muchos aliados y sin manual de instrucciones, pues, a diferencia de su hijo, él debió de aprender sobre la marcha un oficio que nadie le había enseñado. Esa noche se ganó el destino que llevaba cargando toda una vida.

Este sí sería un buen final. Un final justo para el rey Juan Carlos, del que a veces se olvidan muchas cosas. Pero en la vida de los hombres no se eligen los finales. Por eso el hombre que paró un golpe de Estado vestido de general en televisión era el mismo que, muchos años después, pedía perdón también por televisión en el pasillo de un hospital.

Lo bueno de la vida de los reyes es que su recuerdo no viene dado necesariamente por sus últimos días. Juan Carlos I lo sabe. Hace unos meses, le preguntó a un amigo:

—“¿Y cómo crees que pasaré yo a la historia?”.

El rey Juan Carlos recibe a líderes de los partidos parlamentarios (Xabier Arzalluz, Manuel Fraga, Landelino Lavilla, Adolfo Suárez, Felipe González, Santiago Carrillo, Miquel Roca y Leopoldo Calvo Sotelo) en 1982.
El rey Juan Carlos recibe a líderes de los partidos parlamentarios (Xabier Arzalluz, Manuel Fraga, Landelino Lavilla, Adolfo Suárez, Felipe González, Santiago Carrillo, Miquel Roca y Leopoldo Calvo Sotelo) en 1982.MARISA FLÓREZ

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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