El modelo juancarlista
La Monarquía ha estado profundamente ligada a su figura. Mantuvo la Corona estrictamente unida a la Constitución. Quedaba pendiente afianzar la institución
La Monarquía española funcionó durante todo el reinado de Juan Carlos I prácticamente como un asunto confiado a la persona del Rey, sin que los sucesivos Gobiernos ni los Parlamentos tomaran medidas para asegurar que la institución encontraba su propio arraigo. Posiblemente, la actitud de don Juan Carlos, muy celoso de su papel y su enorme popularidad, desanimó a los Gobiernos a desarrollar las normas necesarias para asegurar esa institucionalización de la Monarquía, pero eso no quita responsabilidad a quienes fallaron en su obligación de velar por la estabilidad en la Jefatura del Estado.
Sea como sea, lo cierto es que cuando la Monarquía atravesó su primera gran crisis se encontró falta del entramado institucional adecuado. El caso Nóos coincidió, además, con un periodo de deterioro físico del Monarca, sometido a varias operaciones quirúrgicas que le mantuvieron inactivo durante meses. Todo ello, junto con una hasta entonces casi desconocida atención mediática a la vida privada del Rey colocó a la Jefatura del Estado, y a la institución monárquica, en una inédita posición de debilidad.
La monarquía juancarlista en crisis
Precisamente, una de las pocas instituciones que habían logrado no verse contaminadas por la abrumadora pérdida de prestigio de órganos y poderes fundamentales del Estado, ocurrida en los años dos mil, fue la Monarquía. Sin embargo, entre 2011 y 2014, la Monarquía fue la institución que sufrió mayor desgaste. En el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de octubre de 2011, obtuvo, por primera vez, una valoración por debajo del aprobado: un 4,89.
La evidente erosión que sufrió abrió un debate sobre las características propias de la actual Monarquía española y su peculiar vinculación a la persona de Juan Carlos de Borbón, así como de la conveniencia o no de proceder lo antes posible a un relevo en la Jefatura del Estado. El historiador Santos Juliá (La erosión de la Monarquía, EL PAÍS , 2 de febrero de 2014) mantuvo que proceder a un relevo en la Corona con el Monarca en vida tendría grandes beneficios para la institución porque, desvinculándola de su excesiva dependencia de la figura de don Juan Carlos, se podría proceder a una democratización interna y a mejorar los índices de confianza.
Para buena parte del Gobierno y de los dirigentes de la oposición, sin embargo, la abdicación de don Juan Carlos no debía producirse en medio de una crisis económica y política, sino que, de realizarse, debía posponerse hasta lograr una mayor estabilidad y, sobre todo, hasta que estuvieran implantadas nuevas normas de transparencia en el funcionamiento de la Casa Real y aprobada la ley orgánica que regulase, entre otros asuntos, el supuesto de abdicación.
Nadie negaba, sin embargo, que la imagen de la Monarquía española estaba muy vinculada a la persona de don Juan Carlos y que esa circunstancia se había acentuado en lugar de diluirse durante su reinado. Sin duda, el intento de golpe de Estado de febrero de 1981 y la actuación del Rey tuvieron una importancia decisiva, pero no fue la única circunstancia que influyó.
El concepto que tuvo don Juan Carlos de su figura, y del papel de la Monarquía, fue también relevante. Don Juan Carlos basó su éxito, y el de la institución, en su capacidad para mantener alejada la Corona de la contienda partidista y escrupulosamente ligada a la Constitución de 1978. El Rey vigiló personalmente ese equilibrio político, pero, de la misma manera, actuó de forma prácticamente independiente a la hora de programar su relación con la sociedad española, centrada en una intensa agenda de viajes, audiencias oficiales, actos públicos y entrevistas privadas, suficiente como para satisfacer a la opinión pública respecto de la eficacia de la Monarquía.
El Rey basó su éxito en su capacidad para mantener alejada la Corona de la contienda partidista
La debilidad de este planteamiento residía en que cualquier parón en su propia actividad institucional, como el provocado por la caída sufrida en Botsuana en 2012, y sus sucesivas operaciones quirúrgicas, implicaba una reducción sistemática de sus funciones como jefe del Estado y del concepto de eficacia que había construido don Juan Carlos. Y dado que el príncipe heredero no disponía de un estatuto que regulase sus funciones, nadie estaba en condiciones de echarse a la espalda la institución y suplir esas carencias.
Según la Constitución Española, las funciones del Rey como jefe de Estado no pueden ser realizadas por el heredero o heredera, de manera que cuando el Monarca está de viaje nadie le puede reemplazar en territorio español. Y si son los herederos los que viajan al exterior en representación oficial, no disponen de ningún estatus especial, por lo que en cada ocasión es necesario que el Gobierno dicte un decreto por el que le asimila, al menos, a la función de embajador.
El estricto control ejercido por don Juan Carlos sobre cualquier iniciativa que afectara a su autoridad sobre la institución monárquica pareció quedar avalado, durante décadas, por su gran popularidad. Cuando estalló el caso Nóos, la institución carecía de mecanismos adecuados para frenar el impacto del escándalo. Además, la estrategia del Rey fue insuficiente. Pero lo más elocuente fue que el Gobierno no participó en su diseño ni parecía interesarse por lo que sucedía, como si afectaran a una institución ajena y no a la Jefatura del Estado.
Logró algo que no era nada obvio: desvincular la idea de la libertad y del progreso de la memoria de la República
La caída del velo
La imagen pública de la Monarquía se vio favorecida durante muchos años por un pacto implícito, nunca expreso, entre los medios de comunicación y la Casa del Rey, por el que la ejemplaridad que se requería del Monarca se limitaba a su vida pública y no a la privada. El Rey fue extraordinariamente estricto en lo público y mucho menos en lo privado. No era importante porque las relaciones sentimentales extramatrimoniales de don Juan Carlos no despertaron en aquella época la atención mediática. No era nada excepcional en Europa, donde las monarquías y los presidentes de las repúblicas han estado protegidos del escrutinio popular hasta hace relativamente poco. El caso más llamativo es el del Reino Unido, pero lo mismo sucedía en Holanda, donde el esposo de la reina Juliana tuvo dos hijas extramatrimoniales, sin provocar escándalo. En Francia, el presidente Hollande no recibió un trato semejante al que obtuvo el presidente Mitterrand.
El control personal que ejercía don Juan Carlos en la imagen externa de la Monarquía fue despertando alguna inquietud, según se observaba el cambio que se estaba produciendo en otros países europeos. Primero, porque cada vez parecía más complicado, también en España, el equilibrio entre la popularidad que necesita la Monarquía y el peligro de una excesiva exposición. Segundo, porque cada vez fue más patente la dificultad de los miembros de la Casa del Rey, elegidos y cesados libremente por el Monarca, para hacerse cargo de las nuevas exigencias de la sociedad española, especialmente las relacionadas con la transparencia y el control del presupuesto de la Casa Real, algo que solo se puso en marcha, inmediatamente, con el nuevo Rey.
Cuando estalló el caso Nóos, el Gobierno actuó como como si afectara a una institución ajena
Don Juan Carlos logró algo que no era nada obvio cuando asumió la Jefatura del Estado: desvincular la idea de la libertad y del progreso de la memoria de la República. La opinión sobre la república ha mejorado sustancialmente, sobre todo entre la población joven, pero aún no aparece como una alternativa clara, quizá porque los españoles son capaces de imaginar un presidente de la República implicado en luchas electorales o de fuerte significación partidista, mientras que están seguros de la neutralidad de la Monarquía, esa neutralidad que Juan Carlos asumió como un compromiso fundamental.
Extracto actualizado de un texto publicado en la revista ‘Claves’.
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