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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Señoritismo subido

Javier Marías

Los medios privados suelen tener accionistas y dueños, como es natural: por eso son privados. Cada uno es dueño de contratar a los colaboradores que desee

HE CONOCIDO A GENTE ASÍ. Siempre ha habido gente así. Lo que es más nuevo es que haya tanta gente así. Que el mundo esté plagado de individuos insatisfechos a los que nunca nada les parece bien, y, sobre todo, nunca les parece bastante. Como nada les parece bastante, tampoco tienen nunca nada que agradecer. Lo que se les da, regala o concede, los favores que se les hacen y el buen trato que reciben, todo lo consideran minucias porque, según ellos, todo les es debido. Hace poco hemos visto una acabada encarnación de estos sujetos que hoy proliferan en uno de nuestros dirigentes, Pablo Iglesias. Durante la reciente campaña le dio por denunciar y atacar a los medios de comunicación, a los que acusó de estar sometidos a accionistas, empresarios, políticos y banqueros. Los medios privados suelen tener accionistas y dueños, como es natural: por eso son privados y no estatales. Cada uno es libre de contratar a los colaboradores que desee, por su calidad, por su afinidad ideológica o intelectual, también por su rentabilidad: si alguien es muy visto o leído y crea controversia, seguramente compensa contar con su presencia o su firma, independientemente de la afinidad. Durante todos los años de existencia de Podemos, esta formación ha tenido a su servicio, como caja de resonancia, como altavoz, a una cadena televisiva, la Sexta. Todavía es así. Da la impresión de que los responsables de sus informativos dispongan de teléfono rojo o línea permanente con Iglesias, su pareja y demás acólitos. Uno cae en esa cadena y es raro el momento en que no estén en pantalla uno o varios de ellos, con preferencia por el caudillo. Cada acto o declaración suyos son cubiertos generosamente. Se suceden larguísimas entrevistas con él o ella o los subalternos. Nunca TVE ha favorecido de manera tan descarada a ningún Presidente del Gobierno, ni del PSOE ni del PP. Que yo sepa, sólo se le aproxima TV3 con sus loas y monográficos sobre la Generalitat y su procés, sobre los presos y los “exiliados”, más bien emigrantes privilegiados, mantenidos por las asociaciones independentistas y quizá la propia Generalitat. ¿De qué, si no, viven en Suiza —país caro donde los haya— Marta Rovira y Anna Gabriel? ¿Quién paga mensualmente el palacete de Waterloo, más comidas, viajes, personal, luz, calefacción, teléfono, agua, wifi y demás?

Iglesias no se limitó a arremeter contra los medios, sino que señaló, entre otros, a Atresmedia, a la que pertenece precisamente la Sexta. Algunos profesionales de esta cadena se le revolvieron, con razón, y, con palabras más suaves, lo tildaron de ingrato. A lo que Iglesias respondió muy desaho­gado y crecido que él no tenía nada que agradecerles, que algún provecho habrían sacado ellos de su presencia —escandalosamente continua— en sus pantallas. Sí, he conocido a gente así. Si alguien se porta bien conmigo o me ayuda, es porque eso le beneficia, porque yo hago subir las audiencias. Hay estudios que demuestran que, al menos hoy, es al contrario: cuando aparece Iglesias en la Sexta, muchos espectadores se van a otro canal. Pero a la gente así no se la convence con la realidad. Una vez traté a un editor —quizá el personaje más egocéntrico y envanecido del mundo literario, y miren que los autores no solemos distinguirnos por nuestra humildad— que creía que, si un escritor triunfaba y gozaba de éxito crítico y comercial —y de paso le reportaba prestigio y dinero—, no era por su talento sino gracias a él: por haber recibido el honor de ser publicado en su sello mágico. Que esos mismos escritores siguieran cosechando éxitos en otras editoriales —o los aumentaran— nunca lo disuadió de su engreimiento y su folie des grandeurs.

Pocos días más tarde, Iglesias reiteró su falta de agradecimiento, esta vez al Gobierno, el cual había satisfecho con presteza su petición de que le pusieran vigilancia a las puertas de su famoso chalet, porque grupos de detractores merodeaban y armaban bulla. “Si el Gobierno cree que debo agradecerle que cumpla con su obligación y con la ley, no tiene ni idea de su función”, vino a decir. Ignoro lo que estipula la ley al respecto, pero en todo caso la solicitud de protección partió de él. Qué más da: él es tan importante que ni las gracias ha de dar, aún menos a los sufridos guardias que velan por la seguridad de su familia. Hoy es frecuente esta actitud, la comparte un porcentaje alto de la sociedad, aquejado de un señoritismo subido. Recientemente un colega y amigo se disculpó en público por haber declinado educadamente la petición de hacerse una foto en un momento en que le venía mal. Los peticionarios se lo habían reprochado por carta como si él debiera estar a su permanente disposición. Hace nada rechacé una invitación a dar charlas en dos ciudades francesas, explicando por qué no me era posible. Me respondieron con quejas y riñas veladas (“tenía la corazonada de que era usted un tipo de persona que…”), sin pararse a pensar que no tengo por qué aceptar nada, aún menos si embarcarme en compromisos y viajes me impide escribir lo que trato de escribir. Demasiada gente se cree única o que lo suyo merece prioridad. Y que jamás hay que dar las gracias por nada, claro está. 

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