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IDEAS
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Socialismo milenial en EE UU

En Estados Unidos el temido término 'socialista' ya no es tabú entre los jóvenes. Son críticos con la brecha de desigualdad y el 'statu quo' y han encontrado su voz en Alexandria Ocasio-Cortez

Diego Quijano
Fernando Vallespín

Una de las mayores fracturas políticas actuales, junto con la de campo/ciudad, es la generacional. Y, más que en otros lugares, esto se hace visible en el mundo anglosajón. Si se hubiera escrutado únicamente el voto de los menores de 25 años en las últimas elecciones legislativas británicas, el Partido Conservador no hubiera obtenido ni un solo escaño en la Cámara de los Comunes. El voto de los jóvenes, que ya había sido mayoritariamente contrario al Brexit, fue en masa al Partido Laborista, que había emprendido un acercamiento a sus bases desde el siempre impredecible liderazgo de Jeremy Corbyn. En las lecciones de 2017 supo cortejar con acierto las ansias de movilidad ascendente frustradas por la crisis económica.

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A pesar de sus muchas diferencias, en Estados Unidos encontramos una tendencia parecida. Y aquí lo más relevante es observar cómo los mileniales, la generación nacida entre los años 1981-1996, han conseguido romper el tabú del calificativo de “socialista” en dicho país. Un sondeo de Gallup muestra cómo el 51% de los jóvenes tiene una visión positiva del socialismo.

Este último dato aparece en un amplio artículo de The Economist —amplificado desde su misma portada— donde se aprecia cierta perplejidad ante el fenómeno. El semanario británico hace una llamada de atención ante muchas de estas posiciones por su “ingenuidad” en lo que se refiere a su conocimiento de la realidad de la economía y la política fiscal, pero es comprensivo con estas actitudes dada la desigualdad galopante, la asimetría en el reparto de las oportunidades y los problemas ambientales. A mi juicio, sin embargo, la condescendencia crítica de la publicación respecto a las posibles soluciones políticas que ofrece el nuevo socialismo estadounidense yerra el objetivo. Aún estamos lejos de saber si tiene algo así como un “programa”, o si responde más a elementos expresivos que a otra cosa. La gran pregunta que hay que hacerse no es si existe una nueva sensibilidad izquierdista entre los jóvenes —algo que parece confirmado—, sino en qué se concretará.

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Dejemos ahora de lado lo que pueda ocurrir en otros países democráticos, sujetos también en parte a la misma dinámica, y concentrémonos en el fenómeno tal y como se presenta en Estados Unidos, porque es precisamente ahí donde encontramos sus rasgos más interesantes. Hay que pensar que es el único país desarrollado donde no ha existido nunca una tradición socialista propiamente dicha, y donde el izquierdismo se aglutinaba en torno al difuso calificativo de “liberal”, más o menos equivalente a nuestro “progresista”. Quienes iban más allá y defendían una mayor ruptura con el statu quo eran tachados de “radicales”, sin mayor especificación. El que ahora se recurra a otro epíteto, “socialista” o “demócrata-socialista”, como les gusta calificarse a personajes como la joven congresista Alexandria Ocasio-Cortez, es, pues, algo más que una anécdota. Expresa un intento de explorar nuevos territorios de acción política, no adscribirse sin más al socialismo histórico de estirpe marxista.

Aquí es donde hay que ir a buscar su originalidad, el dar la espalda al izquierdismo estadounidense tradicional —o al europeo— y el tratar de abrirse camino por otros derroteros. Cuáles sean estos es la gran cuestión. Y no tiene una respuesta simple. Entre otras cosas, porque tampoco está construyendo un relato propiamente dicho al que poder enhebrar una praxis política. Construye desde las ruinas del frustrado proyecto de Obama o el del mismo Bernie Sanders, que lo volverá a intentar en las primarias del Partido Demócrata. Pero tampoco se erige desde la nada. El movimiento Occupy Wall Street dejó tras de sí toda una plétora de nuevas publicaciones, sitios o comunidades de activistas en la Red, que siguen en funcionamiento y haciendo ruido y que aún ocupan una buena parte del espacio público.

Sanders o el movimiento Occupy han vuelto a politizar la desigualdad. Ya no se ve como inevitable

Lo único cierto es que el socialismo estadounidense comparte las tres premisas fundamentales de la izquierda del Partido Demócrata: a) una crítica sin paliativos a la desigualdad social creada por la economía neoliberal y las medidas fiscales adoptadas en los últimos años a favor de los que más tienen; b) la acusación a los hiperricos y a las grandes empresas de haber desatendido sus obligaciones comunitarias y de transformar su ingente poder económico en continuos privilegios políticos; y c) la exigencia de subvertir este estado de cosas en programas sociales expansivos que vayan mucho más allá del derecho a una sanidad universal. Si se quedaran aquí, sin embargo, a los socialistas mileniales habría que identificarlos sin más con el ala socialdemócrata de dicho partido. Pero sus objetivos parecen más amplios.

El hecho diferencial

Para la mayoría de quienes se sienten identificados con dicho rótulo, la semántica de lo que sea “socialismo” no se deja reducir exclusivamente a la dimensión convencional. David Graeber, un anarquista confeso, autor del libro Trabajos de mierda (Ariel, 2018), al ser preguntado por lo que para él significa este socialismo milenial lo tenía claro: “Yo lo compararía a lo que ocurrió con el feminismo y el abolicionismo en su día. De lo que se trata es de cambiar las percepciones morales de la gente”. Por eso, no puede dejar de lado las cuestiones identitarias: “Socialismo es feminismo, socialismo es antirracismo, socialismo es LGTBI”. Recordemos que esta necesidad de porfiar sobre lo identitario y la diversidad —las cuestiones divisivas por antonomasia— fue donde intelectuales como Mark Lilla vieron la explicación del triunfo de Trump. La otra identidad, la blanca, se sintió también interpelada y, al final, pasó lo que pasó.

El socialismo milenial, siguiendo el camino trazado por políticos como Sanders o movimientos como Occupy, ha vuelto a politizar la desigualdad, que ya no se ve como una externalidad inevitable. Es más, los jóvenes estadounidenses viven cotidianamente el endeudamiento derivado de las altas tasas universitarias y el pago de los seguros sanitarios. Para conseguir el objetivo hay que apuntar a las grandes fortunas, a las que Ocasio, por ejemplo, querría imponer un tipo fiscal del 70%. Aquí la clase media, cuyos salarios apenas se han movido en términos relativos desde hace cuatro décadas, debería ser también parte de la coalición. La opresión no se articula solo a partir de criterios económicos: abandonar en su nombre la lucha por el reconocimiento de determinadas minorías queda del todo excluido.

El socialismo milenial no debe prescindir de la espontaneidad, pero necesita a las instituciones

Hoy habría, además, nuevos desafíos que hipotecan nuestro futuro y exigen una acción política inmediata. El más urgente es, desde luego, el cambio climático. El Green New Deal sería el instrumento para hacerlo. No queda más remedio que reestructurar la economía para alcanzar dos fines al mismo tiempo: eliminar las emisiones de efecto invernadero y aprovechar a la vez este impulso de reorganización de las políticas económicas para crear mayor prosperidad para todos, una nueva redistribución de los recursos. Y están también los nuevos desafíos sobre el empleo derivados de la robotización y la aplicación masiva de la inteligencia artificial. En contraste indudable con la sensibilidad estadounidense mayoritaria, hablar de algo como una renta básica de reinserción ha dejado de ser tabú. Si muchos jóvenes caen rendidos ante esta nueva forma de “socialismo” esto se debe en gran parte a que las cuestiones y los retos del futuro han encontrado al fin un hueco en la agenda de la política cotidiana.

Teoría y praxis

La experiencia acumulada de todo el izquierdismo muestra que el mundo real no se deja impresionar por quienes tratan de ponerlo en cuestión. Deben pasar al primer plano las disputas relativas al “¿qué hacer?”, y la estrategia necesaria para traducir los objetivos en políticas efectivas. Y aquí es donde el socialismo milenial se encuentra con los mayores problemas. Porque, de un lado, no puede prescindir —lo lleva en su ADN generacional— de la creatividad y espontaneidad que permiten las redes. Pero de otro, como se vio con el propio Occupy, sin una conexión efectiva con las instituciones de la democracia formal todo puede quedar reducido al final a meros fuegos de artificio. Sin incorporarse a las instituciones no hay cambio, pero quedar encajado en sus dinámicas, pace Obama, nos condena a la frustración.

Por ahora no se ven, empero, como caminos excluyentes, juega en ambas dimensiones. Y con bastante éxito. Ocasio vuelve a ser un ejemplo interesante porque ha conseguido que su presencia en el Congreso acapare todas las miradas. No en vano, transmite los detalles de lo que allí acontece a través de sus cuentas de Twitter e Instagram, acercando al gran público los detalles de la vida parlamentaria, hasta ahora opacos. A la vez, eso no le impide mostrar una profesionalidad intachable, como pudo verse en su riguroso interrogatorio al exabogado de Trump Michael Cohen.

El desafío para este nuevo autoproclamado socialismo está en trasladar a esas mismas instituciones las energías democráticas que se encuentran en su activismo de base. El proyecto tiene y tendrá sentido en la medida en que pueda articularse en torno a una matriz de organizaciones locales, debates online, diferentes fórmulas de activismo o experimentos que conecten la autoorganización de grupos con los fines públicos, algo así como la creación de compañías tipo Uber o Airbnb de propiedad social de los que habla Graeber. Queda mucho por hacer, pero que The Economist ande preocupado muestra a las claras que se trata de algo más que un mero impulso utópico.

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Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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