El mapa de la desigualdad
El recorte fiscal en EE UU responde a la perfección al paradigma de la desigualdad creciente: apenas beneficia a los más pobres y favorece al 0,1% de los más ricos
Con la reforma fiscal de Donald Trump llueve sobre mojado en una de las sociedades más desiguales entre los países más ricos del planeta, en la que el 1% de los más ricos acumula el 20% de los ingresos, mientras que la mitad de la población tiene que conformarse con el 12,5%. Presentada esta reforma con el anzuelo de un recorte de impuestos que favorecerá a las clases medias, lo único cierto de la legislación aprobada esta semana por el Congreso y el Senado es que llenará los bolsillos de las empresas, especialmente inmobiliarias, y de las rentas más altas, y dañará en cambio la reforma sanitaria de Obama, la escuela pública e incluso los programas de inversiones de infraestructuras, que se verán constreñidos por un incremento en el déficit presupuestario de 1,3 millones de dólares en los próximos 10 años.
La fiscalidad trumpista encaja con el paradigma de la desigualdad creciente que funciona desde hace algo más de tres décadas en el mundo más desarrollado. Terminó una excepcional época de equilibrio en la riqueza y en los ingresos, producto del Estado de bienestar europeo, la generalización de la educación, la alta fiscalidad y las fuertes inversiones públicas. La propaganda de la Casa Blanca habla del mayor recorte de impuestos desde Ronald Reagan, precisamente el presidente que inauguró la actual época de creciente acumulación de riqueza en manos de unos pocos, reforzada ahora por los efectos de la reforma de Trump, también por su incidencia negativa en las políticas que más contribuyen a disminuir la desigualdad. El debate parlamentario en Washington sobre la reforma fiscal ha coincidido con la publicación del primer estudio sobre la evolución de la desigualdad en el mundo desde 1980, realizado por un centenar de economistas, entre los que se encuentra Thomas Piketty, autor de uno de los mayores best sellers de la historia de la literatura económica como es El capital del siglo XXI, de 2013. Este nuevo estudio —que recoge datos de 70 países de todos los continentes— ratifica para el conjunto del planeta el funcionamiento del paradigma de la desigualdad observado en el polémico libro. El 1% de las personas más ricas del mundo ha capturado en estos casi cuatro decenios un tercio de los ingresos mundiales, mientras que el 50% de los más pobres solo ha ingresado el 12%. Las clases medias mundiales, al contrario de lo que dictaba el tópico, son las que han visto más estancados sus ingresos y las que menos han ganado con la globalización.
El estudio no establece una pauta universal ni una regla de comportamiento homogéneo. Las distintas velocidades de crecimiento de las desigualdades en el mundo subrayan el papel de las políticas nacionales y de las instituciones de gobierno. Pero en todos los casos se corrobora la tesis de Piketty sobre la regla capitalista que, a falta de políticas públicas que corrijan la tendencia, conduce indefectiblemente a la acumulación creciente y sin freno de la riqueza en manos de una élite cada vez más exigua.
El Informe sobre la desigualdad global 2018, además de ofrecer una imagen del incremento de la desigualdad mundial, permite observaciones comparativas entre países y continentes, y levanta un cierto mapa geopolítico de los desequilibrios de riqueza y de ingresos. Las cifras, ordenadas por este centenar de economistas, ayudan a comprender la evolución política del mundo desde el final de la Guerra Fría e incluso a establecer algún tipo de correlaciones con la crisis de la democracia representativa, el surgimiento de los populismos y las dificultades de gobernanza mundial. Rasgan, en cierta forma, el velo de una visión ingenua de la globalización y permiten pensar en un inquietante horizonte de inestabilidad mundial si sigue el crecimiento desenfrenado de las desigualdades entre países y dentro de ellos.
Un mundo más desigual es un mundo más inestable. El mapa de las desigualdades presenta correspondencias también con el mapa de la violencia, sea en forma de guerras civiles, sea en forma de violencia política o urbana. Tal como ha señalado Martin Wolf, el incremento de la desigualdad que estamos experimentando a nivel mundial “es un pésimo augurio, no para la paz social, sino incluso para la supervivencia de las democracias estables basadas en el sufragio universal que emergieron en los siglos XIX y XX en los países actualmente de mayor renta” (Financial Times, 19 de diciembre).
El colmo de la desigualdad, como cualquier observador puede intuir, se halla en Oriente Próximo, donde el desnivel de riqueza es doblemente sangrante, entre los países petroleros del Golfo y el resto; y dentro, entre los ciudadanos de los países del Golfo y los trabajadores sin ciudadanía que hacen funcionar sus servicios y su sistema productivo. Solo en Brasil y Sudáfrica se encuentran unos niveles de desigualdad comparables. No es extraño que Oriente Próximo sea ahora mismo la región del mundo con más zonas de guerra y mayor flujo de refugiados.
El mapa de las desigualdades señala a Estados Unidos y Asia como las regiones de mayor crecimiento en estas cuatro décadas, a pesar de que es también en Asia, y especialmente en China, donde más personas han salido de la pobreza y donde las clases medias mayor provecho han sacado de la globalización. Donde ha crecido la desigualdad con más moderación ha sido en Europa, que sigue siendo el continente más igualitario, en el que se mantiene lo esencial del Estado de bienestar construido en la posguerra mundial. Este es el territorio donde el 10% de los más ricos acumula menos riqueza, el 37%, en comparación con Oriente Próximo, donde se quedan casi con el doble, el 61%. Siguen India y Brasil, con el 55%; África Subsahariana, el 54%; EE UU y Canadá, el 47%; Rusia, el 46%, y China, curiosamente la más próxima a Europa, el 42%.
No hay Gobierno sin estadísticas ni hay Gobierno democrático sin debate público a partir de las estadísticas. Y eso es particularmente cierto cuando las estadísticas tratan sobre la distribución de la riqueza y, por tanto, afectan a las políticas de redistribución, es decir, a los sistemas fiscales, a la educación y a las inversiones públicas en infraestructuras. Los trabajos de Thomas Piketty nos anuncian un futuro muy próximo en el que el procesamiento y el análisis de los datos estadísticos globales, gracias al big data, abrirán caminos al conocimiento que ahora ni siquiera sospechamos, especialmente sobre la distribución de ingresos y patrimonios.
Son cifras para el conocimiento, pero también hay cifras para la propaganda. El primer resultado que busca la reforma fiscal de Trump es precisamente que las cifras demuestren los supuestos beneficios sobre las clases medias que predica la propaganda republicana. El presidente sabe que las buenas cifras —que no necesariamente serán buenas para sus intereses— no llegarán hasta 2019 y ya no podrán influir en la campaña electoral para las elecciones de medio mandato de noviembre de 2018. Tendrá que limitarse, por tanto, a la propaganda. Luego llegarán los investigadores que fácilmente podrán demostrar cómo Trump refuerza con sus políticas —al igual que hizo Reagan hace 40 años— la tendencia a la acumulación de riqueza en pocas manos inherente a las economías de mercado.
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