Comerse la vida
Existe un tipo de ansiedad que empuja a las personas a comer de forma compulsiva alimentos hipercalóricos, ricos en hidratos de carbono o en grasas y muy sabrosos. Si esa ansiedad no se trata, difícilmente se solucionará el mal hábito
HACE TIEMPO que en nuestro entorno el acto de comer dejó de tener como objetivo principal la supervivencia. Ha pasado a ser un hábito nutricional cotidiano, un acto de celebración o un recurso lúdico. Muchas personas tienen bien establecidas las rutinas alimentarias, pero otras no solo comen bajo el estímulo del hambre. Se trata de personas a las que les cuesta discernir dónde acaba el apetito y empieza la ansiedad, particularmente ante situaciones de estrés, desengaño, apatía o en momentos vitales de incertidumbre. En este sentido, la hiperfagia ansiosa (HA) supone una alteración de la forma de comer y está considerada como un trastorno del comportamiento alimentario (TCA) de gravedad muy variable.
Incluso los sujetos más saludables han perdido alguna vez el apetito por razones emocionales. El dolor profundo de una pérdida o el éxtasis emocional en las primeras fases del enamoramiento nos cierran el estómago. Sin embargo, existe un tipo de ansiedad que nos empuja a comer de forma a veces compulsiva, incluso a personas sanas. Si buscamos el elemento común que subyace en esos casos, lo más probable es que encontremos uno: la duda. ¿Qué pasará? ¿Aprobaré? ¿Se solucionará? Cientos de situaciones en las que hay sensación de ansiedad, pero un trasfondo de incertidumbre. Estados que parecen pasar más deprisa o que duelen menos comiendo.
Hay otros TCA, como la bulimia nerviosa (BN), en los que el paciente realiza ingestas de grandes cantidades de comida preferentemente en situaciones de ansiedad, pero no son exactamente lo mismo que la HA. En estos casos, el acto de comer, aunque compulsivo, suele ser más consciente. La persona intenta resistirse, pero llegado un punto el impulso la supera, pierde el control y se da un atracón. En la HA el paciente come en exceso solo cuando tiene ansiedad; suele abusar del picoteo de forma constante y sin apenas darse cuenta. No obstante, quien tiene HA es también más propenso a los atracones que la población con hábitos nutricionales sanos y rutinas bien establecidas.
A diferencia de lo que sucede con otros TCA, la preocupación por el peso o la imagen corporal no suelen ser prioritarios en la HA. Estos pacientes pueden tener un peso normal, con fluctuaciones más o menos intensas según su momento vital. No buscan necesariamente disminuir su peso. Sin embargo, si el episodio se mantiene durante un tiempo prolongado, pueden aumentarlo sin apenas darse cuenta de que se les ha ido de las manos. Probablemente empiecen entonces una dieta, pero el problema no habrá comenzado con la dieta, sino que acabará en ella.
La hiperfagia como hambre excesiva —a veces incluso compulsiva— es un síntoma que podemos observar en diferentes enfermedades, normalmente endocrinas o neuroendocrinas: pacientes con dificultades para reconocer la sensación de saciedad o que sienten hambre cuando realmente el cuerpo no necesita la ingesta. También puede presentarse en situaciones específicas de desajuste hormonal, como sucede en los días previos a la menstruación.
Pero la hiperfagia a la que hacemos referencia, la hiperfagia “ansiosa”, tiene un componente psicológico fundamental. En ella, el problema nuclear es la ansiedad, y si esta no se trata, difícilmente se solucionará el (mal) hábito.
No todos los alimentos sirven para paliar esa ansiedad. Los que los pacientes consumen suelen ser hipercalóricos, ricos en hidratos de carbono —ya sean dulces o salados— o en grasas. Y casi siempre muy sabrosos.
Tomar conciencia de que se paga con la comida un estado de ansiedad puede ser el inicio de la solución al problema
En los pacientes con HA subyace la presunción de que son capaces de conseguir que lo que los altera y les produce displacer puede pasar a un segundo plano si lo rellenamos con algo que es anónimo, que no pertenece a nadie: una sustancia en la que no existen las huellas de los demás, que solo nos produce a nosotros tranquilidad y disfrute. Es casi un acto de autoerotismo. No hay decepción posible. La culpa, de llegar, se producirá más tarde, cuando el maltrato se haga evidente. Solucionar este problema en soledad es difícil. Un nutricionista, un psicólogo o un médico pueden aportar algunas estrategias conductuales si el problema es leve. Por ejemplo, no tener alimentos hipercalóricos a nuestro alcance, masticar despacio, beber agua, comer siempre sentados a la mesa y colocar todo lo que vayamos a ingerir en un plato, o consumir preferentemente alimentos muy sabrosos pero hipocalóricos, como pueden ser los boquerones o los pepinillos en vinagre. Hay muchos trucos.
Cuando los síntomas son más serios, lo ideal es consultar con un psicoterapeuta. Buscar el problema subyacente y solucionarlo. Es frecuente que, sabiendo qué pasa, nos resulte mucho más fácil controlarnos. Concienciarnos de que estamos pagando con la comida un estado de ansiedad puede ser el comienzo de la solución.
Las personas con HA pueden acabar teniendo problemas de peso, incluso graves. En esos casos, es recomendable un tratamiento combinado y multidisciplinar, con endocrinólogo, nutricionista, psicólogo y, a veces, psiquiatra. Hay medicaciones que pueden ayudar a controlar la HA si la situación es desesperada.
La vida no está hecha para comérsela. Al menos no textualmente.
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