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Talla de dibujos en dientes de cachalote: el arte que muere

Alberto G. Palomo

John van Opstal es el último superviviente de un ancestral oficio en las Azores: el 'scrimshaw'

CAMBIAN LAS COSTUMBRES, mueren los oficios. Como el arte del scrimshaw. La extinción de esta modalidad de talla de dibujos en dientes de cachalote se debe al transcurrir de los tiempos, pero también a la falta de aprendices y al fin de la materia prima ­fundamental: el marfil de los ­cetáceos. En la isla de Faial, en el archipiélago portugués de Azores, rinden homenaje a esta destreza. Horta, la capital, fue su mayor ­exponente durante los siglos XIX y XX. Floreció al albur de los pescadores balleneros y de los marineros que atravesaban el Atlántico y efectuaban aquí su primera parada. Un contexto que inmortalizó Herman Melville en Moby Dick, donde algunos adivinan ecos de ­locales como el Peter Café Sport, mítico establecimiento frente al puerto de Horta.

Su planta de arriba es un museo que atesora centenares de piezas de scrimshaw. Algunas instrumentales, como las agujas o los dedales para costura, y otras con una simple función ornamental. “Era habitual encargarlas como recuerdo o amuleto”, explica Sonia Rosa, guía de 29 años. Desconoce la técnica. “Apenas la han desarrollado unos pocos. Se enseñaba de padres a hijos. O la aprendían durante las travesías en barco. Antes, el Ayuntamiento organizaba algún taller. Ahora, nada”, señala su compañero Flavino Costa, de 56 años.

Apuntan estos trabajadores que en la actualidad aún existe un maestro en Faial. El último. Vive en dirección opuesta al lugar más transitado: la playa de Porto Pim, evocada por Antonio Tabucchi en uno de sus relatos. Se llama John van Opstal y es holandés. Nacido en Rotterdam en 1938, se estableció en Horta hace 35 años. Le convencieron las ganas de abandonar un empleo de comercial, el afán por mejorar sus facultades pictóricas y “una mujer bonita”.

“Nada más llegar empecé a fijarme y preguntar a otros. Cada día hacía un diente”, rememora Van Opstal. Pronto ganó pericia. Y le cayeron sus primeros encargos. “De repente, era famoso. Venía gente de todo el mundo a por mis obras”, comenta. Por esta casa en lo alto de una loma han pasado —según sus cálculos— más de 30.000 personas. Una pequeña estancia exhibe parte de sus reliquias, que pueden costar centenares e incluso miles de euros, dependiendo del tamaño o del diseño. Lucen principalmente retratos o su escena favorita: la imagen de un bote, una ballena y el mar. “Pero si quieres, cabe un vida entera”, explica.

Con la adhesión portuguesa a la Comunidad Económica Europea en 1986 se detuvo la pesca de cetáceos. Y con ella, el futuro de este arte. “Permanecerá como algo de culto”, advierte Van Opstal, “y eso que la inversión es mínima: una aguja, tinta y la pieza”, lamenta. Aquejado por la edad y una movilidad reducida, su actividad ya es residual. La última creación, no obstante, anda fresca: la acabó hace tres semanas. “El scrimshaw ha muerto”, concluye sin pena, “como lo haremos nosotros y como pasa a diario con tantos oficios. Lo normal”.

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