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El palacio medieval que renace como centro cultural y jardín botánico

La maleza cubre parte de la fachada principal del antiguo convento y casa-torre de Santa Catalina, cerca de Vitoria.
La maleza cubre parte de la fachada principal del antiguo convento y casa-torre de Santa Catalina, cerca de Vitoria.gonzalo m. azumendi

El paisajista Eduardo Álvarez de Arcaya visualizó la resurrección de este paraje enigmático que llevaba años abandonado. La casa-torre de la Edad Media renace como centro cultural y parque estelar, proporcionando empleo a personas en riesgo de exclusión

EN SANTA CATALINA, un jardín botánico a 12 kilómetros de Vitoria, en las estribaciones de la Sierra Brava de Badaya, hay tres microclimas: umbría, fondo de valle y solana. Hay hoteles para insectos, que tratan de mantener el equilibrio ecológico. Hay unas 1.200 especies de plantas de los cinco continentes: enebro autóctono, araucarias de Chile, un olivo viejísimo, helechos arbóreos de Nueva Zelanda, cactus de Argentina. Hay figuras de madera a tamaño natural de animales nativos y también unas ruinas que nos ayudan a entender cómo se ha ido consumiendo el tiempo. Fueron residencia de un señor feudal en el medievo, convento de los agustinos y refugio de las tropas carlistas en el siglo XIX. Tras la derrota de los conservadores en su lucha por el trono de España, hubo un incendio. Y después, la nada: la hiedra se fue abrazando a los restos del monasterio y hasta trasladaron a otro lado una talla de un Cristo “milagroso” al que los vecinos de algunos pueblos recurrían cuando había escasez o abundancia de agua.

A finales de los noventa, sin ­embargo, cuando el dedo de los acontecimientos parecía haber dictado sentencia de muerte, el paisajista Eduardo Álvarez de Arcaya visualizó la resurrección de este paraje enigmático donde antiguamente los lugareños se colgaban las piedras fósiles del cuello, como amuleto, para combatir los males desconocidos, y donde colocaban hachas de ofita en los tejados, con el filo hacia arriba, para cortar los rayos en las tempestades. “La recuperación fue complicada porque no había caminos”, explica Javier Martínez, alcalde del municipio. Durante la puesta a punto, se dio trabajo a varios desempleados, los más veteranos enseñaron los secretos de la cantería al resto y se reforzaron los puntos débiles de las ruinas del monasterio. Actualmente, gracias a la Comisión Ciudadana Antisida, el mantenimiento está a cargo de personas en riesgo de ser excluidas. La Asociación de Amigos del Jardín Botánico suele organizar talleres de fabricación de jabones, cine, yoga, exposiciones y conciertos. Y cuando el sol se apaga tras el horizonte, lo que se enciende es el firmamento: Santa Catalina se ha convertido en el primer parque estelar de España certificado por la Fundación Starlight, una entidad sin ánimo de lucro de Canarias que apuesta por el “derecho a la luz de las estrellas” y la “defensa del cielo nocturno” como una manera de promover la ciencia y atraer el turismo.

Pero la belleza no está solo en una oscuridad diáfana que hipnotiza a adultos y a niños. Desde el mirador —en lo más alto de la espadaña—, uno se siente en la casa-torre que tenían los Martínez de Iruña en el siglo XIV para controlar una buena parte de sus dominios. En lo que una vez fue el claustro, uno se imagina a los monjes que cobraban 40 reales de vellón por celebrar 20 misas por el alma de los difuntos. En los aljibes aún hay peces. En algunos rincones huele a lavanda, y en otros, a romero, violeta o tomillo. Hay una cueva minúscula donde dicen que los religiosos hacían sus penitencias y rezaban rodeados de enjambres de mosquitos. Casi hay una historia para cada pedrusco en Santa Catalina.

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