La cordura en medio del caos
Con el final de la Segunda Guerra Mundial no acabó la violencia en Europa. Las mujeres fueron las principales víctimas en un continente que ha tardado mucho tiempo en ajustar cuentas con su pasado. Este es un fragmento del nuevo libro Una lección olvidada, Viajes por la historia de Europa
Un testimonio refleja mejor que ninguno lo ocurrido aquellas semanas de 1945 cuando las tropas soviéticas entraron en Berlín al final de la Segunda Guerra Mundial; es un relato de supervivencia e ignominia, pero también de vida. Cuando alguien puso en duda su autenticidad, Antony Beevor escribió una carta a The New York Times en la que defendía que no era una falsificación y aseguraba que era "el testimonio personal más impresionante que ha surgido de la Segunda Guerra Mundial". Se trata de Una mujer en Berlín (Anagrama) y su autora es anónima (aunque su nombre ha circulado ampliamente después de su fallecimiento, e incluso cuenta con una entrada en Wikipedia, prefiero respetar su voluntad: nunca quiso firmar ese libro). Ian Buruma también lo considera "el mejor y más desgarrador testimonio" del sufrimiento de las mujeres alemanas en los meses finales del conflicto y de un aspecto que quedó oculto durante décadas: las violaciones masivas perpetradas por el Ejército Rojo, a las que Stalin dio el visto bueno cuando afirmó que, tras una campaña tan dura, "los soldados tenían derecho a entretenerse con mujeres". La propia historia de la publicación del libro, además, expone de forma ejemplar la dificultad de lidiar con la memoria después del nazismo. El libro parte de las anotaciones de un diario realizadas entre el 20 de abril y el 22 de junio de 1945, durante la batalla de Berlín y las primeras semanas de la posguerra (la guerra en Europa acabó el 8 de mayo). La autora, según cuenta Hans Magnus Enzensberger en el prólogo, era una periodista con experiencia que abandonó su oficio cuando los tentáculos de Goebbels no dejaron ya un solo resquicio. Conocía a Kurt W. Marek, otro periodista que acabó como prisionero de los Aliados y que después de la guerra se fue a vivir a Estados Unidos con el dinero que le proporcionó el libro Dioses, tumbas y sabios, que publicó con el seudónimo de C. W. Ceram. Este recibió el manuscrito y logró que se editase en Estados Unidos en 1954, con un prólogo suyo. "Así fue como Una mujer en Berlín apareció primero en versión inglesa, a la cual siguieron traducciones al noruego, italiano, danés, japonés, español, francés y finlandés", escribe Enzensberger. Y prosigue:
"Tuvieron que pasar cinco años más para que el original en alemán viera la luz, e incluso entonces no fue a cargo de una editorial alemana, sino de Kossodo, una pequeña editorial suiza con sede en Ginebra. Obviamente, el público alemán no estaba preparado para enfrentarse a ciertos hechos desagradables. Uno de los pocos críticos que lo reseñó se lamentó de lo que dio en denominar 'la desvergonzada inmoralidad de la autora'. Nadie esperaba que las mujeres alemanas hicieran mención a la realidad de las violaciones, ni que presentaran a los varones alemanes como testigos impotentes cuando los rusos victoriosos reclamaban a sus mujeres como botín de guerra".
Stalin afirmó que, tras una dura campaña, “los soldados tenían derecho a entretenerse con mujeres”
La autora se negó a que su libro fuese reeditado mientras viviese, pese a que las cosas empezaron a cambiar durante los años sesenta, pero en 2001 Enzensberger recibió una llamada de la viuda de Marek, asegurando que ella había muerto y que, por tanto, el libro podría ser reeditado. Inmediatamente se convirtió en un gran éxito. Poco después se publicó el libro de Beevor sobre la batalla de Berlín, que fue un best seller internacional, en el que también se describían las violaciones masivas perpetradas por los soviéticos en su avance hacia Berlín y durante la ocupación de la ciudad. En Budapest y Viena había ocurrido lo mismo; pero era un asunto que tampoco había sido estudiado a fondo. Los datos que proporcionaba el historiador británico —100.000 mujeres violadas solo en la capital, de las que un 10% murieron como consecuencia de las agresiones— ocuparon los titulares de la prensa internacional. Tony Judt escribe en Postguerra (Taurus), su obra maestra sobre la historia de Europa tras la Segunda Guerra Mundial: "Los alemanes habían infligido un daño terrible a Rusia; ahora les tocaba a ellos sufrir. Sus posesiones y sus mujeres estaban ahí a su disposición. Con el consentimiento tácito de sus comandantes, el Ejército Rojo quedó libre de campar por sus respetos entre la población civil de las tierras alemanas".
No era, ni mucho menos, la primera vez que la violación se utilizaba como arma de guerra, es más bien una constante en todos los conflictos de la historia. Goya dedica varios de sus Desastres de la guerra (1810-1814) a la violencia contra las mujeres: 'Amarga presencia', 'No quieren' o 'Ya no hay tiempo', aunque el más conocido es 'Ni por esas', en el que se ve a dos soldados a punto de violar a unas mujeres junto a las que hay un bebé llorando. Fue algo que practicó el Ejército de Franco en la Guerra Civil, incitado por llamamientos como el de Queipo de Llano, quien arengó a sus tropas desde Radio Sevilla: "Es totalmente justificado, porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen", aunque en España es una de las atrocidades de la Guerra Civil que no han sido suficientemente debatidas y estudiadas. El trato que el Ejército japonés dio a las esclavas sexuales coreanas es un asunto que todavía provoca tensiones entre los dos países. En Ruanda, en Bosnia, en el Congo se convirtió en una rutina y es considerado un crimen contra la humanidad por la renqueante justicia internacional. Sin embargo, en el caso ruso, los que habían cometido esa atrocidad eran los buenos, los que habían librado al mundo del nazismo. Otros ejércitos aliados, como el francés o el estadounidense, también cometieron violaciones, aunque los datos disponibles no hablan de un carácter tan masivo ni sistemático.
El libro anónimo 'Una mujer en Berlín' es de una crudeza y sinceridad implacables
Una mujer en Berlín es un libro de una sinceridad implacable. Pocas veces he leído unas memorias narradas con tanta crudeza, en las que la protagonista no oculta ningún dato, ni trata de endulzar la verdad. Su historia es el relato de alguien que intenta sobrevivir entre las ruinas y las bombas, que escribe en los refugios, esperando que todo acabe pronto sin imaginar que luego vendrá algo peor. Este pasaje representa una muestra de su estilo, de su soberbia capacidad narrativa, de su voluntad de no ocultar nada:
"Sí, la guerra viene arrollando sobre Berlín. Lo que ayer era tan sólo un retumbar lejano es hoy un redoble constante. Se respira fragor de mortero. El oído, ensordecido, ya sólo percibe los disparos del calibre más grueso. Hace ya mucho que dejó de distinguirse su procedencia. Vivimos en un cerco de cañones que se va estrechando con cada hora que pasa. De vez en cuando hay horas de un silencio inquietante. De pronto se le pasa a una por la mente que es primavera. A través de las ruinas calcinadas del barrio sopla vaporosamente el aroma de las lilas desde jardines sin dueño. (...) Por el portal de casa vi pasar tropeles de soldados. Iban arrastrando cansinamente los pies. Algunos cojeaban.
—¿Qué sucede? —les grito—, ¿hacia dónde van?
Nadie responde. Uno gruñe unas palabras ininteligibles. Otro dice con claridad hablando para sí: "El Führer ordena, nosotros le seguimos hasta la muerte". Todas esas figuras dan mucha pena. Ya no son hombres. Una sólo puede compadecerse. Ya no se espera nada de ellos, ni pueden crear ninguna expectativa. Producen un efecto de cautivos, de derrotados. A nosotras, que estamos en el bordillo de la acera, nos miran con apatía, sin vernos. Por lo visto, nosotros, pueblo o civiles o berlineses, o lo que seamos, les somos indiferentes, incluso molestos".
Cuando creen que lo peor ha pasado, llegan entonces los soldados rusos y comienzan las violaciones indiscriminadas. Aunque señala algún acto de heroísmo, muestra muchas veces la ruindad que surge en los momentos más insospechados, un rasgo de descarnada humanidad propio de cualquier situación de lucha por la supervivencia. Cuando alguna trata de resistirse, a menudo se encuentra con una respuesta masculina demasiado pragmática: no nos metas en problemas, déjate hacer. Salir a la calle es un peligro, pero no puede quedarse en su vivienda, que comparte con una viuda, porque necesita víveres y agua. Al final toma una decisión práctica: buscar una relación estable con un oficial, que mantenga al resto de los soldados a distancia. Ese es uno de los motivos por los que fue más criticada la autora. Sin embargo, es una decisión imposible de juzgar en tiempos de paz. Mientras todavía se escuchan disparos en la calle y se producen combates por todos lados, pasan las noches aterrorizadas, escrutando cualquier ruido en la escalera por si son rusos que puedan tirar la puerta abajo. Sin embargo, lo inevitable ocurre, incluso dentro del domicilio. Así describe, por ejemplo, un asalto:
Los rusos que cometían atrocidades eran aquellos que habían derrotado a los nazis
"El sábado al mediodía, a eso de las tres, había dos soldados golpeando la puerta principal con los puños y las armas. Uno de ellos me agarra, me lleva a la habitación que da a la calle después de quitar de en medio de un empujón a la viuda. El otro se planta junto a la puerta principal, tiene a la viuda en jaque, sin decir palabra, amenazándola con el fusil sin tocarla. El que me empuja huele a aguardiente y a caballo. Cierra la puerta tras de sí accionando cuidadosamente el picaporte. Al no encontrar ninguna llave en la cerradura, arrastra el sillón contra el entrepaño de la puerta. Parece no ver para nada a la presa. Tanto más terrible así el empujón con que la arroja al lecho. Cerrar los ojos, apretar fuertemente los dientes. Ni un sonido. Sólo cuando se desgarra la ropa interior con un crujido, mis dientes rechinan involuntariamente. Eran las últimas bragas intactas. De pronto siento unos dedos en mi boca, olor pestilente a jaco y a tabaco. Abro los ojos de golpe. Hábilmente, esas manos extrañas me tienen inmovilizada la mandíbula abierta. Cara a cara. Entonces, el que está encima de mí deja caer lentamente en mi boca la saliva acumulada en su boca. Me quedé petrificada. No era asco, sólo frío".
Aquella mujer anónima no quiere ocultar ningún detalle, quiere contar lo que ocurrió, seguramente no con voluntad de permanencia, sino porque solo enfrentándose a los hechos será capaz de asimilarlos. Una de las grandes lecciones de la Segunda Guerra Mundial es la capacidad de resistencia de los seres humanos, y también la fuerza y la cordura que mostraron algunas personas en medio del caos y de la violencia más absoluta. La narradora de Una mujer en Berlín es sensata en casi todas sus decisiones, pragmática, solidaria (salvo cuando su propia vida está en peligro), pero sobre todo es una superviviente. Y eso es algo que Enzensberger, en su prólogo, aplica también a otras mujeres en la sangrienta decadencia del Tercer Reich: "Fueron ellas quienes mantuvieron una apariencia de cordura en un entorno de caos creciente. Mientras los hombres combatían en una guerra devastadora lejos de casa, las mujeres resultaron ser las heroínas de la supervivencia entre las ruinas de la civilización. En la medida en que existió un movimiento de resistencia, fueron ellas quienes atendieron a su logística, y cuando sus maridos y novios volvieron desmoralizados, envueltos en harapos y anonadados por la derrota, fueron ellas las primeras en despejar el terreno".
En La guerra alemana (Galaxia Gutenberg), Nicholas Stargardt relata muchas historias del sufrimiento cotidiano de las mujeres, como la novelista Hertha von Gebhardt, que se encontró en la calle los cadáveres de cinco mujeres destrozados por un impacto de artillería, todavía con las bolsas medio vacías a su lado. Su obsesión era que nadie tratase de defender la casa en la que vivía: convenció a los vecinos para que se mudasen al sótano, tras buscar lo que quedaba de comida y, sobre todo, registrar las viviendas en busca de cualquier elemento militar que pudiese llevar a los soldados a destrozar la vivienda y matar a sus habitantes. Poco después comenzó una lluvia de cohetes Katiusha, los llamados órganos de Stalin. El 27 de abril, Berlín se encontraba totalmente rodeada y entonces comenzaron los saqueos. Cuando escucharon disparos en la calle, supieron que ya habían llegado los Ivanes, apodo que recibían los soldados rusos. "Cada vez que un soldado ruso entraba en su sótano, Hertha von Gebhardt esperaba que se llevase a otra mujer e intenta ocultar a su hija Renate con su propio cuerpo", cuenta Stargardt. Las violaciones se producían sin distinción de edad y muchas veces en presencia de hijos, maridos y vecinos. La anónima narradora cuenta maliciosamente que los soviéticos preferían las mujeres gruesas, lo que era para ella una pequeña venganza: las que habían logrado no perder peso solían ser privilegiadas. Las violaciones eran además, en numerosas ocasiones, colectivas: otra testigo, Ursula von Kardorff, cuenta cómo una amiga, que se había escondido en una pila de carbón, fue denunciada por una vecina que quería salvar a su hija. Fue forzada por 23 soldados y acabó en el hospital. Sobrevivió, pero dijo que nunca más quería tener a un hombre cerca en su vida. En Alemania, año cero, la película de Roberto Rossellini, no se habla de las violaciones, aunque son las mujeres las que logran que las familias sobrevivan, mientras los hombres añoran el Tercer Reich, se muestran egoístas e insolidarios o siguen ahogados en su derrota. Ellas, en cambio, sufren otro tipo de violencia sexual: se ven obligadas a prostituirse. Sin embargo, todos esos relatos tardaron mucho tiempo en ser asimilados, al igual que se tardó mucho tiempo en comenzar a perseguir a los culpables: muchos antiguos SS, guardias de campos de concentración o de exterminio y dirigentes nazis volvieron a sus antiguos trabajos como si nada hubiese pasado. No solo era incómoda la memoria de la derrota, sino también la de los crímenes.
En mayo de 1945 llegó el final de la guerra, pero no de la violencia para muchos europeos, y no solo para las mujeres de Berlín. Europa quedó partida en dos, una parte recuperaría la libertad, pero otra quedó atrapada durante cuatro décadas al otro lado del telón de acero. Unos 13 millones de alemanes étnicos fueron expulsados de las tierras en las que vivían desde hacía generaciones. Los Sudetes, en Checoslovaquia, es el caso más famoso, aunque también fueron expulsados de Hungría, Yugoslavia, Polonia y la Unión Soviética. La mayoría se asentaron en Alemania Occidental. La Europa en la que diferentes pueblos compartían el mismo país dentro de unas fronteras políticas y no étnicas, ese mundo de ayer que refleja la obra de Stefan Zweig, desapareció al final de la guerra. "La historia de la posguerra de Europa es una historia ensombrecida por los silencios; por la ausencia. El continente europeo fue antaño un intrincado tapiz de lenguas, religiones, comunidades y naciones entremezcladas", escribe Tony Judt. El reputado historiador no pretende idealizar esa Europa, en la que estallaban pogromos y enfrentamientos muy a menudo, pero es un hecho que existió y que fue borrada del mapa. Siguieron existiendo países formados por tapices entrelazados de nacionalidades, como la Unión Soviética, Yugoslavia (que estalló en los noventa), Bulgaria (con la mayor minoría turca de la Unión Europea) o Rumania (donde las tensiones llegaron hasta la década de 2000), y ciudades que personifican ese mundo diverso, como Trieste, pero en 1945 una Europa desapareció. Las ruinas de Berlín que retrató Rossellini representan el estado moral y físico del continente. De todas las ausencias, una era especialmente profunda e irreversible: la de los judíos. Comunidades milenarias habían sido borradas del mapa por los nazis, que contaron con la ayuda de la población de los países a los que pertenecían los perseguidos. Los supervivientes se encontraron con que el antisemitismo no se había extinguido. Incluso en Polonia, el país que más judíos había perdido y donde estuvieron situados los campos de exterminio nazis durante la ocupación alemana, las persecuciones continuaron. "Si el antisemitismo en Hungría era pavoroso después de la guerra, fue aún peor en Polonia. Era con mucho el país más peligroso para los judíos", escribe Keith Lowe en Continente salvaje (Galaxia Gutenberg), una historia de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Los judíos comenzaron a huir muy rápidamente hacia países que consideraban más seguros, como Francia, Reino Unido y Estados Unidos. La creación de Israel les proporcionó un lugar adonde ir, pero la huida había empezado antes. Toda esa violencia, todo ese horror que continuó tras el final del conflicto ha sido prácticamente borrado de la memoria colectiva, y solo ha comenzado a ser estudiado seriamente después de la caída del telón de acero. Más que ninguna otra ciudad, Berlín representa el continente que ha logrado lidiar con esos fantasmas (o que continúa lidiando con ellos, con tensiones soterradas pero no extinguidas en los Balcanes y con países que han lanzado ofensivas contra el Estado de derecho, como Hungría o Polonia). Construir una memoria colectiva nunca es fácil, y en eso Alemania ha sido ejemplar. No fue algo inmediato, sino un proceso de décadas, pero llegó un momento en el que los alemanes pudieron enfrentarse a lo que habían hecho sin que eso fuese contradictorio con lo que habían sufrido. Pero siempre han reconocido su culpa, algo que en otros países sometidos a una violencia atroz por un régimen fascista, como España, deberíamos aprender. Exceptuando a unos pocos, y muy minoritarios, grupos de ultras, han sabido construir una memoria común, un trabajo en el que tuvieron un papel destacado escritores como Martin Walser, Heinrich Böll, Günter Grass o aquella escritora sincera y subyugante que nunca quiso que su nombre fuese conocido.
'Una lección olvidada. Viajes por la historia de Europa' (Tusquets), de Guillermo Altares, acaba de llegar a las librerías.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.