Cooperación: la reforma necesaria
La desatención y los recortes hacen necesaria una transformación de la cooperación española desde sus cimientos. El nuevo Gobierno debe dar respuesta
La desatención continuada y los mayúsculos recortes han llevado a la cooperación para el desarrollo en España a una situación crítica, con instituciones debilitadas y un presupuesto que la pone al borde de la irrelevancia. Todo ello ha tenido consecuencias en términos de destrucción de capacidades internas y daño a la imagen de España en el exterior. Es normal, por tanto, que desde diversos sectores se reclamen del nuevo Gobierno señales claras de cambio. Una cierta “terapia de choque” que haga ver, de manera inequívoca, que se entra en una nueva etapa, con la cooperación ascendida en el orden de las prioridades de la política pública. Se reclama, con urgencia, mayores recursos, fortalecimiento de los equipos de gestión y respaldo a algunas iniciativas que vuelvan a situar a España como socio confiable en la escena internacional.
Ahora bien, la terapia de choque no basta: los problemas de la cooperación española son de alto calado y exigen una reforma seria del sistema en su conjunto. Culminar ese propósito requerirá un marco temporal que trasciende el horizonte de una legislatura; pero es necesario iniciar ya el proceso, debatiendo el modelo de cooperación que se desea y generando los consensos que lo hagan posible.
Hay dos poderosas razones que hacen inaplazable esa tarea. La primera alude a las severas deficiencias del sistema actual. Constituye una convicción compartida por actores sociales y buena parte del arco parlamentario que el sistema español de cooperación para el desarrollo, tal como hoy está configurado, no funciona (y no puede funcionar). Los problemas que acumula remiten a una arquitectura institucional fragmentada y desordenada, un diseño deficiente de algunos instrumentos, una inadecuada dotación de recursos técnicos y humanos y un marco de regulación administrativa claramente inapropiado. Este juicio compartido acerca de las actuales deficiencias debiera ser un poderoso estímulo para el cambio.
Es necesario afrontar la reforma de la cooperación financiera, un ámbito que está adquiriendo creciente relevancia entre los donantes
La segunda razón apunta a la profunda transformación que se está produciendo en el sistema internacional de cooperación para el desarrollo, más allá de nuestras fronteras. El mundo de hoy es muy diferente de aquel en que nació la ayuda internacional. La complejidad de la agenda, la diversidad de situaciones en la que se encuentran los países en desarrollo, las nuevas modalidades de financiación del desarrollo y la ampliación del número de actores que operan en este campo (con presencia emergente de nuevos proveedores oficiales de Sur y de un sector privado más activo) obligan a la cooperación para el desarrollo a hacer un profundo replanteamiento de su configuración y tarea.
El pretérito sistema de ayuda basado en la relación vertical entre donante y receptor, protagonizado por los países de la OCDE y basado en financiación altamente concesional ha perdido vigencia; a cambio, se reclama un sistema más coral e incluyente, basado en relaciones más horizontales entre los socios, dotado con un amplio repertorio de instrumentos con capacidad para apalancar recursos adicionales (no solo públicos) y orientado a la búsqueda de respuestas innovadoras a problemas compartidos. Ese cambio en el contexto está obligando a muchos donantes —y España no debiera ser excepción— a repensar sus respectivos sistemas de cooperación. La ambición de la Agenda 2030 convierte esa exigencia en más perentoria.
Un primer paso en ese proceso puede ser la reforma a la que está emplazada la AECID como consecuencia de la derogación de la ley 28/2006 de Agencias Estatales: una oportunidad que debe aprovecharse para pensar qué modelo de institución se necesita para el futuro. El punto de partida no semeja muy ilusionante: pese a la existencia de buenos profesionales en su seno y del potencial que le brinda su capilar presencia en los países en desarrollo, la AECID semeja una institución esclerótica y ensimismada, sumida en una gestión administrativa absorbente y con rutinas de trabajo poco actualizadas. Abrir las ventanas al cambio es, por tanto, obligado; pero interesa definir bien el modelo al que se aspira.
Sería un error ceder a la inercia y reproducir el modelo de agencia al que trataba de responder la AECID en el pasado, como institución especializada en la provisión y gestión de proyectos de desarrollo. Lo que hoy se pide es algo distinto: transferir experiencias en el diseño de políticas, promover capacidades institucionales y técnicas, identificar soluciones innovadoras a los problemas de desarrollo y construir alianzas entre actores que las hagan posible. En suma, se demanda que las agencias operen como una suerte de broker social, con la misión de articular esfuerzos y movilizar capacidades disponibles, allí donde existan, para ponerlas al servicio de las estrategias de cambio en los países en desarrollo. Responder a este modelo supone hacer de la AECID una institución con mayores recursos técnicos, estructurada por áreas de trabajo (más que por regiones), mucho más abierta a la sociedad y con procesos de decisión más descentralizados.
Ahora bien la AECID es solo una parte —aunque crucial— del sistema de cooperación. Es necesario acompañar la reforma de la AECID con un rediseño de la arquitectura institucional del conjunto. Ello supone, en primer lugar, preguntarse si el modelo dual hoy vigente, con una institución planificadora (la DGPOLDES) y otra ejecutora (la AECID), es el más apropiado para el futuro. Con frecuencia, la dualidad mencionada ha sido fuente de distorsiones y de estériles rivalidades.
Al tiempo, es necesario ordenar el campo de la cooperación técnica, un espacio en el que proliferan instituciones públicas, en ocasiones con mandatos superpuestos. Junto a las dos instituciones de mayor peso, la AECID y la FIIAPP, operan la Fundación Carolina, el Instituto Cervantes y una amplia relación de agencias de desarrollo (o unidades equivalentes) de las comunidades autónomas. Todo ello configura un panorama fragmentado, en el que rigen muy limitados niveles de coordinación. Ordenar este ámbito es una tarea pendiente.
Los problemas de la cooperación española son de alto calado y exigen una reforma seria del sistema en su conjunto
Más allá de la cooperación técnica, es necesario afrontar la reforma de la cooperación financiera, un ámbito que está adquiriendo creciente relevancia entre los donantes de nuestro entorno. España dispone de dos instituciones con competencias en ese ámbito (COFIDES y AECID), pero el resultado agregado es penoso. Pese a su mandato legal, COFIDES ha tendido a dedicar limitada atención a criterios de desarrollo en su ejecutoria, lo que le otorga un perfil peculiar entre las instituciones financieras de desarrollo europeas (EDFI, por sus siglas en inglés). Por su parte, FONPRODE, gestionado por AECID, sufre las consecuencias de un marco regulatorio inadecuado y de una debilidad extrema en su estructura de gestión. Es hora de poner fin a este sinsentido y plantearse si se quiere disponer de un instrumento financiero potente que permita a España operar en los ámbitos de la transición energética, creación de infraestructuras o apoyo al sector privado en los países en desarrollo; y, si es así, debe establecerse la normativa y el diseño institucional adecuado para que funcione. La opción de crear un banco de desarrollo, al estilo de lo que otros donantes están haciendo, podría ser una alternativa útil; pero, si esa opción se rechaza, es necesario consolidar un marco institucional integrado que gestione la cooperación financiera para el desarrollo, rompiendo con la actual segregación de instituciones que ha impuesto la rivalidad entre ministerios.
Más allá del diseño institucional, es importante también revisar el marco regulatorio con el que opera la cooperación para el desarrollo. Los gestores del sistema se enfrentan a unas rígidas normativas –referidas a la ley de contratos de sector público, a la ley de subvenciones o a procedimientos presupuestarios- que están pensados para otros contextos, pero que dificultan que la cooperación española haga aquello que otros donantes de nuestro entorno realizan (contratación ágil, financiación a agentes internacionales, compromisos presupuestarios plurianuales, etc.). Sería bueno revisar esas normas y decidir si, como sucede en otros países, la cooperación merece un esfuerzo de adaptación normativa en la regulación administrativa en aras a garantizar su eficacia.
La identificación de las deficiencias del sistema suscita amplio consenso, pero los niveles de claridad y acuerdo menguan cuando se alude a las alternativas de futuro. Una razón más para no demorar el ejercicio de reflexión y fundamentación de propuestas sobre el modelo de cooperación para el desarrollo que necesitamos para los próximos tres lustros.
José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada de la UCM y es miembro del Committee for Development Policy de Naciones Unidas.
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