La juventud entre cuatro paredes
La casa estaba vacía, porque la habían pintado antes de la última tentativa de alquiler, y cada centímetro del suelo les devolvió un recuerdo preciso
LOS DOS solían decir que nunca se habían gastado mejor una peseta.
Porque la compraron en pesetas, claro, hace más de veinte años, cuando nadie sabía lo que era una burbuja inmobiliaria. A pesar de eso, aquella compra fue un chollo. La constructora que había hecho la urbanización iba a cambiar de dueño, todos los socios empezaron a vender adosados por su cuenta y el exceso de oferta desplomó los precios. Entonces, cuando sus hijos eran pequeños, compraron esa casa, bordeada por calles peatonales de césped, con pistas de juego, una piscina enorme con zona infantil, la playa a dos pasos. Y comprendieron que no habrían podido hipotecarse mejor.
Después pasó la vida. Los niños crecieron, los adolescentes dejaron de serlo y, al otro lado de la universidad, reclamaron el derecho a pasar los veranos por su cuenta, cuanto más lejos de sus padres, mejor. La vida comunitaria, garajes comunes, jardines comunes, piscina común, la vida expuesta a los ojos de los vecinos que circulaban por las calles peatonales, perdió su encanto cuando dejó de haber fiestas infantiles que celebrar o a las que acudir. La red de información que permitía saber en un instante dónde estaba cada hijo, en qué lugar del pueblo había quedado, a qué hora de la madrugada había vuelto a casa, perdió al mismo tiempo su sentido, su eficacia. Y los dos empezaron a echar cosas de menos. La soledad de las casas aisladas. Las alegrías de un jardín propio, aunque fuera mucho más pequeño que las vastas extensiones que contemplaban. La privacidad de salir del baño desnudos sin haberse acordado previamente de cerrar las contraventanas. Y antes de que empezaran a buscarla en serio surgió otra oportunidad.
Y los dos empezaron a echar cosas de menos. La soledad de las casas aisladas. Las alegrías de un jardín propio
Al comprar una casa nueva, tuvieron que elegir entre vender la que ya tenían o volver a hipotecarse. La primera opción habría sido más lógica, pero le tenían tanto cariño al espacio en el que habían transcurrido los primeros veranos de sus hijos que eligieron la ilógica. Así, cerrando alrededor de sus tobillos la bola de otra hipoteca como la que creían que no tendrían que volver a pagar jamás, optaron por ponerla en alquiler y aquella propiedad tan querida empezó a convertirse en un engorro. Porque el agente que se ocupó de todo decidió que había que arreglar los baños, y se arreglaron. Luego insistió en que no se alquilaría bien sin aire acondicionado y, aunque en veinte años ellos apenas lo habían echado de menos, se puso aire acondicionado. Poco a poco, fueron aflorando defectos de los que ni siquiera eran conscientes, una baldosa rota, un cristal rajado, las duchas, antiquísimas, y así desfiló una pequeña legión de operarios que incrementaron el gasto de la comunidad de vecinos y los consumos mínimos. Hasta que la casa se alquiló, y todo fue bien durante un tiempo. Luego se quedó vacía y ya no hubo manera de volver a alquilarla.
La solución final resultó mucho más fácil. Más consoladora también, porque los compradores eran amigos muy queridos, y sin embargo, cuando volvieron a entrar en aquella urbanización, cuando volvieron a andar por el jardín, y escucharon voces infantiles en la piscina, y recorrieron las calles peatonales, y volvieron a abrir la puerta con su llave después de varios años, ambos experimentaron la misma especie, sonrosada y húmeda, de melancolía.
La casa estaba vacía, inmaculada, porque la habían pintado entera antes de la última tentativa de alquiler, y muy sucia, pero cada centímetro del suelo que pisaban les devolvió un recuerdo preciso, amigos que han muerto, niños que se sentaban a comer con el bañador mojado, días de calor, noches de San Lorenzo. Cada uno se guardó su nostalgia para sí, porque la casa seguía siendo un engorro, porque querían venderla para liberarse de su última hipoteca, porque ya no había marcha atrás. Y cuando entraron en su antiguo dormitorio, él hizo una broma. Os advierto que este cuarto es muy bueno para la vida sexual, dijo con un acento amable, risueño. Yo, por lo menos, la recuerdo mucho más abundante que ahora…
Todos rieron, ella también. Pero justo después, al mirarse, los dos escucharon el mismo inaudible sonido, el viejo latido de su juventud atronando entre esas cuatro paredes.
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