El verano en mi nevera
La primera semana de julio es el orden, la armonía. Para agosto está llena de cacharros, uno con boquerones, otro con queso…Y tartas, siempre más de una.
De un año para otro olvido la experiencia, las sensaciones del verano anterior, y la nevera vacía me parece un símbolo de la desolación, una devastadora amenaza del desierto. Una compra masiva no la llena del todo, pero la primera semana de julio es el orden, la armonía. Organizo las provisiones con la rigidez prusiana que sólo destino a las cosas importantes y contemplo con satisfacción los botes y las botellas, los envases originales y los que yo he rellenado, la fruta y la verdura, cada paquete en su balda, cada cosa en su cajón. Hasta que empieza a pitar el teléfono, ¡hola!, ¿estáis por aquí? ¡Ya hemos llegado!
La cuestión no es el tamaño de la casa, sino el de la mesa. Y la de mi jardín es muy grande. Desde que la estrenamos, sus dimensiones redactaron por sí solas una ley no escrita, el acuerdo tácito de que las cenas y las comidas de más de seis personas no podrían celebrarse en otro lugar. Yo celebro esa costumbre, para la que tengo ciertas aptitudes. Siempre me ha gustado mucho cocinar, pero además en Rota tengo un huerto, tan minúsculo como productivo, tomates, pimientos de cuerno de cabra —los mejores para freír—, unos pocos calabacines, unas pocas berenjenas. Otros veranos, con eso he salido muy bien del paso, pero este año en julio no ha hecho nada de calor y el huerto se me ha quedado en la mitad, tomates maravillosos y pimientos muy tardíos. Sin embargo, para comprender plenamente los afanes de mi nevera hay que valorar sobre todo la calidad de mis amigos y, especialmente, de mis amigas.
Tengo la suerte de estar rodeada de mujeres inmejorables, entusiastas, emprendedoras y muy, muy generosas. Tanto que en sus virtudes empiezan mis problemas.
Tengo la suerte de estar rodeada de mujeres inmejorables, entusiastas, emprendedoras y muy, muy generosas. Tanto que en sus virtudes empiezan mis problemas. Voy a hacer una paella, una cena, una barbacoa, confirmadme cuántos sois. Las primeras veces no escribo nada más que eso. Voy a la cooperativa de pescadores, al supermercado, a la bodega, calculo cantidades, caprichos, hago memoria para no incurrir en las desapetencias de cada cual y acometo el menú con entusiasmo. Cuando empieza a sonar el timbre, resulta que una ha traído una pata de pulpo que acaba de cocer, otra un poco de jamón buenísimo recién cortado, otra una tortilla de patatas porque sabe que le gustan mucho a mi marido y, de propina, una tarta, aspecto en el que coincide con otra que no se había enterado de que no hacía falta traer postre. Así, de la cena medida, calculada, bien planificada, sobra la mitad, y, casi siempre, de las aportaciones espontáneas, un poco más.
No pasa nada, me digo, y se lo digo. Vamos a hacer otra cena para comernos las sobras, no traigáis nada, por lo que más queráis… Antes reorganizo la nevera, saco, meto, cambio, confino en envases propios los restos de comida desconocida que ya no sé quién ha traído, y hago lo mismo con las botellas, vino blanco, vino tinto, manzanillas, olorosos de marcas familiares, y otras sin etiqueta, de alguna bodega de los alrededores, que vaya usted a saber de qué son. Llega la noche de la cena de las sobras, y cuando quiero darme cuenta tengo la mesa de la cocina llena de cosas con las que no contaba, que si un salchichón porque es buenísimo, que si una ensaladilla de gambas porque nunca viene mal, que si unos boquerones en vinagre porque esto se come sin sentir… Y las tartas, por supuesto, siempre más de una. Cuando estrenamos agosto, mi nevera ya está llena de cacharritos diminutos, uno con cuatro boquerones, otro con seis cuñas de queso, otro con unos trozos de chorizo frito que alguien ha guardado porque me van a venir muy bien para hacer unos macarrones. Nunca llego a hacer macarrones, nadie llega nunca a comerse los seis trozos de tartas distintas que se han ido acumulando sin piedad, y sigo haciendo cenas, y más cenas, y otras cenas de sobras que se multiplican dentro de mi nevera como los panes y los peces de los milagros de Jesucristo. Y eso sin contar con que todos los veranos, un par de veces al menos, mi nevera deja de producir cubos de hielo, harta de la inmisericorde presión de cien vasos que insisten una y otra vez por más que no caiga nada en su interior.
Así son los veranos de mi nevera.
Sé que ella odia a mis amigas, pero yo las quiero tanto que les dedico este artículo.
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