Pablo Ibar. Caso reabierto
Fue condenado a muerte en Estados Unidos por un triple asesinato. Lleva 24 años entre rejas. Siempre ha defendido su inocencia. Pero este español nacido en Florida, sobrino del famoso boxeador vasco Urtain, ha logrado que se revise su sentencia y se celebre un nuevo juicio. En octubre comienza el último acto de una epopeya judicial que arrancó en 1994.
CUÁNTAS COSAS caben en una vida desde julio de 1994 hasta hoy? En el escenario de aquel mes Conchita Martínez ganó Wimbledon y Brasil el Mundial de Estados Unidos, aquel del que Maradona fue expulsado por positivo en cocaína. Ese mismo verano Carlos de Inglaterra admitía haber sido infiel a Diana de Gales mientras esta se iba de cena y los expolicías Amedo y Domínguez lograban su primer permiso penitenciario tras haber sido condenados por el caso de los GAL. ¿Cuántas cosas han sucedido desde entonces y hasta este instante? ¿Cuántos cambios, logros, vivencias, anécdotas hemos acumulado? En la vida de Pablo Ibar, cero. Desde ese lejano mes ha visto su existencia reducida a las paredes de una celda de dos por tres metros. “Mi vida se paró en 1994. Soy un chico de 22 años encerrado en el cuerpo de un hombre de 46”, resume el propio Pablo.
El 14 de julio de 1994 este hijo de emigrante vasco nacido en Florida fue detenido. Desde aquella mañana ha dedicado su existencia a intentar demostrar su inocencia. Una pelea que dura ya 24 años y que, en los próximos meses, podría conocer por fin su desenlace.
“Yo no era un ángel, frecuentaba malas compañías y me creía el rey del mundo. Lo admito. Pero no soy un asesino. Jamás lo he sido”, repite Pablo Ibar
La negra historia de Ibar comenzó —asegura él— con una carambola. Aquel día acompañó a unos amigos colombianos a casa de una familia al norte de Miami que, por culpa de unos trapicheos con cocaína, les debía dinero. La visita acabó entre sirenas de policía y arrestos. Pablo fue trasladado a una comisaría de la ciudad. “Yo no era un ángel, frecuentaba malas compañías y me creía el rey del mundo. Lo admito. Pero no soy un asesino. Jamás lo he sido”, repite Ibar en cada conversación.
Desde el momento en el que se vio en aquella comisaría y hasta hoy nunca ha vuelto a experimentar lo que es la libertad. Al cabo de pocos días, una imagen borrosa y en blanco y negro de un sospechoso de triple asesinato llegó a las manos del detective Paul Manzella, el mismo que había detenido a Pablo. Aquella imagen contenía el rostro de una persona muy parecida a Ibar (según la versión de la fiscalía se trata del propio Pablo). “Te tengo”, le dijo el policía. Pablo fue acusado de un delito que, en Florida, se castiga con la pena de muerte.
El juicio no se celebraría hasta el año 2000 (seis años de espera entre rejas), momento en el que la pesadilla cristalizó: el jurado dictaminó, con nueve votos a favor y tres en contra, que Pablo era culpable. El juez decretó la pena de muerte. Pablo ingresó en el corredor de la muerte, enfundado en un mono naranja, y, cuando venció a la depresión en la que había caído, comenzó su carrera por lograr un recurso, por conseguir que repitieran el juicio. En su pelea hubo dos golpes: en 2006 le rechazaron la primera petición de recurso y en 2012 volvió a padecer una respuesta negativa. En 2016, finalmente, el Tribunal Supremo de Florida admitió repetir el juicio. Era la última oportunidad para Pablo, la última apelación a la que tenía derecho.
“¿ESTÁS SENTADA?”
Ocurrió el 4 de febrero, jueves. El Tribunal de Florida siempre se pronuncia ese día de la semana acerca de los recursos, de modo que Pablo llevaba cuatro años conteniendo la respiración cada jueves, sabiendo que el disparado era el último cartucho que le quedaba para salvar la vida. También su familia agarrotaba su existencia ese día: nunca se sabía qué jueves iba a llegar la noticia ni tampoco si esa noticia iba a suponer por fin una esperanza o iba a abocar a Pablo a la inyección letal. En esa respuesta se contenía una lucha que ya duraba, por entonces, 22 años. Sí o no a un nuevo juicio después de 22 años encerrado. Un fonema de un segundo que decide una vida.
En 2016, la justicia de Florida admitió celebrar un nuevo juicio. Ibar se enteró a través del conducto del aire de su celda. Se lo comunicó otro preso
“Yo estaba en casa de una paciente, sentada, tomándole la tensión”. Habla Tanya Ibar, enfermera y esposa de Pablo. Empezaron a salir cuando ella tenía 17 años y, al cabo de unos meses, Pablo fue arrestado. Desde entonces ha estado a su lado. Se casaron en la cárcel en 1997 separados por una mampara y con un funcionario de prisiones tirando al aire un puñado de confeti gastado. Durante los 16 años que Ibar pasó en el corredor, Tanya ha ido a visitarlo cada sábado. Casi ocho horas de trayecto semanal, ida y vuelta, desde su casa hasta el corredor del penal de Raiford. “Ella es todo para mí, el sentido de mi vida y el motor para seguir”, dice Pablo en una frase despojada de sentido romántico y que se torna literal en su situación. Tanya retoma: “Como cada jueves, yo tenía cierto nerviosismo, sensaciones. De pronto sonó mi móvil. Vi que era Benji [Benjamin Waxman, el abogado de Pablo] y me dio un vuelco el corazón. Salí al jardín de la paciente y Benji me dijo que en un rato habría una respuesta, que estuviera atenta al móvil”. Cuando Tanya regresó al interior de la casa, la paciente pudo ver cómo le temblaban las manos y la voz. Le preguntó si estaba bien. Tanya asintió y se fue. En el coche, con la cabeza apoyada sobre el volante, esperó la llamada.
“¿Estás sentada?”. Fue lo que Benjamin le preguntó en primer lugar cuando la llamó. La última vez que le habían preguntado eso había sido en 2012, como preámbulo a una mala noticia. Esta vez, por primera vez, la historia concedía un respiro: “Hemos ganado, nos han dado otro juicio”, escuchó Tanya. El coche se inundó de gritos y lágrimas. Tanya llamó a Cándido, el padre de Pablo y hermano de José Manuel, Urtain, el fallecido boxeador vasco (Pablo es su sobrino). Cándido también iba al volante y tuvo que pararse en la cuneta a llorar. El hermano de Pablo, Michael, recibió la noticia mientras trabajaba. Más lágrimas. En 22 años de combate contra la muerte lograban, por primera vez, un golpe a favor.
Pablo se enteró de que la vida le daba una nueva oportunidad a través del conducto del aire de su celda. Se lo comunicó otro preso. Después de tantos años de disgustos y golpes bajos, prefirió no creerlo y mantener la cabeza fría hasta la comunicación oficial, que tuvo lugar al día siguiente por teléfono. “Ya jamás me hago ilusiones, no podría soportar más decepciones. Esta situación me ha convertido en una persona fría, con una coraza protegiéndome”, explica Pablo.
El juicio arrancará en octubre. El jurado partirá de cero y dictaminará si Pablo es inocente o vuelve a ser condenado a muerte. La diferencia con respecto a su primera condena es que, esta vez sí, cuenta con una defensa a la altura. La virtual ausencia de abogado en su primer proceso en los años noventa fue el factor clave para entender por qué Ibar fue condenado a muerte.
“Ya no me hago ilusiones. No podría soportar más decepciones. Me he convertido en una persona fría, con una coraza protegiéndome”, confiesa Ibar
SIN EVIDENCIAS FÍSICAS
El caso por el que Pablo fue condenado tuvo lugar al amanecer del 26 de junio de 1994 en Miramar, una ciudad del área metropolitana de Miami. Ese día, dos individuos con la cara cubierta entraron en el salón de Casimir Sucharski, un hombre de 48 años con antecedentes penales y amenazado por un narcotraficante por una deuda. Casimir estaba tomando una copa con Sharon Anderson y Marie Rogers, dos jóvenes de 25 años que había conocido esa misma noche en el Casey’s Nickelodeon, la discoteca de la que Sucharski era propietario.
Los asaltantes irrumpieron con pistolas en la escena. Primero golpearon con violencia a las tres víctimas. Se ensañaron con especial crueldad con el hombre, a quien, al parecer, trataron de sacarle algún tipo de información. Toda la secuencia fue recogida por una cámara de seguridad que el propio Sucharski había instalado en su salón semanas antes. Fue de esta grabación, borrosa y en blanco y negro, de donde la policía sacaría, posteriormente, el retrato robot con el que acusarían a Ibar.
En concreto, el retrato nace de un momento en el que uno de los intrusos se quita la camiseta que envolvía su rostro, se seca el sudor con ella y la arroja al suelo. Minutos antes, y tras media hora de golpes, las tres personas habían sido ejecutadas a sangre fría. Uno de los asaltantes disparó un tiro a cada víctima. El otro los remató un instante después. Los dos asesinos cogieron el coche de Sucharski y se fueron.
Los investigadores encontraron la camiseta en la entrada de la casa y la enviaron al laboratorio. Pero el ADN resultante del análisis no era el de Pablo Ibar, a estas alturas ya detenido tras la discusión en la casa de los colombianos. Tampoco eran de Pablo las huellas, ni el pelo, ni las pisadas halladas en la escena del crimen. Ni una evidencia física que le vinculase al asesinato. Igual de endeble resultó el testimonio del único testigo, Gary Foy, un vecino que aseguró haber visto a dos jóvenes en el coche de Sucharski a través de un cristal tintado y por espacio de unos segundos. No importó: la policía se aferró a la imagen del vídeo, al parecido de esa captura con Pablo, y lograron la acusación de la fiscalía. Una fiscalía que, cuando arrancó el juicio, no tuvo rival.
Kayo Morgan era el nombre del abogado de oficio asignado a Pablo. A los pocos meses de arrancar el proceso, Morgan fue diagnosticado de sinusitis crónica y se enganchó a los ansiolíticos. Acabó detenido por una pelea con su esposa. Pablo llegaría a cruzárselo un día en la corte: Ibar entraba y Morgan salía; ambos iban esposados. “De esta no salgo vivo”, pensó entonces Pablo.
El juez denegó la petición de cambio de abogado y Morgan siguió al frente de una defensa absurda: acudía a las vistas empapado en sudor, ido y sin contratar a un experto facial que refutara el vídeo, a pesar de que varios expertos afirmaban que existían evidencias de que no se trataba de Pablo. El resultado fue que la fiscalía logró la condena contra pronóstico en un caso sin pruebas físicas. El vídeo fue suficiente.
El panorama hoy es distinto. El letrado de Pablo, Benjamin Waxman, es uno de los abogados más reputados de Florida. Su elevado caché está siendo pagado gracias al Ministerio de Exteriores español, el Gobierno vasco y lo recaudado por la Asociación contra la Pena de Muerte Pablo Ibar. Por primera vez existe optimismo, aunque contenido. El año 2018 puede ser en el que Ibar salga libre. Si lo logra, habrá pasado 24 encerrado por un crimen del que siempre se ha declarado inocente.
El libro En el corredor de la muerte, de Nacho Carretero (Espasa), se publica este mes de septiembre.
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