Los pueblos que se inventó Franco
Entre 1940 y 1970 la dictadura creó 300 poblados en 27 provincias españolas. 55.000 familias iniciaron una migración interior que las llevaría a ser propietarias de casas y tierras de regadío, pero bajo el férreo control del régimen. Nuevas iniciativas apuestan ahora por revitalizar su legado arquitectónico y urbanístico. Esta es su historia.
CUANDO Juan Antonio Altozano llegó a los 12 años a Villalba de Calatrava (Ciudad Real) de la mano de sus padres, lo que más le pesaba en el equipaje eran las secuelas de una infancia de hambre y penurias en su Puertollano natal. En aquel 1964, su familia decidió mudarse a este municipio, fundado en 1955, para labrarse un futuro. Hoy Juan Antonio sigue viviendo en la misma casa donde se instalaron, una de las dos que permanecen habitadas de entre el centenar que se construyeron promocionadas por el régimen de Franco. No todos los llamados “pueblos de colonización” han sufrido el mismo destino: algunos siguen creciendo. Pero en esta tierra verde de encinas, solo medran los recuerdos. “Cuando llegamos aquí fue como soñar despierto”, rememora este agricultor jubilado, sentado en su salón junto a Virtudes, su esposa. Se le saltan las lágrimas. “Había un cuarto de baño, con su taza y su lavabo. ¡Y en aquellos años eso no lo tenía nadie!”, exclama. “Era muy chiquitico, pero tener algo así era fuera de serie”.
Como la de Juan Antonio, 55.000 familias protagonizaron entre 1940 y 1970 un movimiento migratorio interior. De la nada, la dictadura erigió en esos años hasta 300 poblados en 27 provincias, la mitad en Andalucía y Extremadura. Muchas veces eran tierras expropiadas a latifundistas, que se lucraron con la transacción. Se concibieron como centros de trabajo donde aliviar las estrecheces derivadas de la devastación de la guerra a través de la conversión del secano en regadío, una transformación agraria cuyo planteamiento se remonta a la Segunda República. Por eso, muchos de estos enclaves se levantaron en las cuencas de los grandes ríos. Fue también una suerte de experimento utópico-totalitario. Allí se forjaría el arquetipo del nuevo hombre español: rural, trabajador y devoto. Para erigir estos enclaves, ocupados en buena medida por personas procedentes de poblaciones cercanas, el franquismo recurrió a arquitectos novatos que, con el tiempo, acabaron por revelarse como nombres clave del siglo XX. En la actualidad, existen iniciativas que intentan poner en valor su legado arquitectónico y urbanístico.
Hace años que Juan Antonio y Virtudes reformaron su casa, y hoy el baño cuenta con comodidades como una ducha. Pero aún se conservan vestigios de lo que fue esta vivienda. Las robustas paredes siguen vestidas de blanco. En el interior, los techos ya no son abovedados, pero fuera resiste el corral, de unos 300 metros cuadrados, que se usaba para guardar animales y aperos y hoy hace las veces de patio. Al lado duerme un tractor, en un espacio que en su día estaba reservado para el carro. Además de la vivienda, a los colonos se les otorgaba una parcela, de entre cuatro y ocho hectáreas, situada a varios kilómetros. El diseño de estos edificios y localidades de nuevo cuño, así como el modo en que los colonos tenían que trabajar la tierra, siguió unas directrices comunes, impuestas por el Instituto Nacional de Colonización (INC), organismo que, junto al Servicio Nacional de Regiones Devastadas y Reparaciones, se constituyó para paliar los estragos de la guerra.
A los lotes de vivienda y parcela se optaba por sorteo. Una vez instaladas las familias, se debía labrar siguiendo a rajatabla las instrucciones del INC, encarnado en la figura del mayoral, que ejercía una “tutela” directa sobre los colonos durante un periodo de cinco años. “El de Villalba se llamaba Pepe”, apunta con cariño Juan Antonio. A este le supervisaba un perito, y en lo alto de la pirámide se hallaba el ingeniero agrónomo, que fijaba un plan de explotación anual para cada zona. De los rendimientos que obtenían de los animales y el campo, los colonos reintegraban un porcentaje al Estado, que dependía del producto que se diera en pago. Por ejemplo, Juan Antonio entregaba un tercio de su grano. “De 3.000 kilos, pagabas 1.000”, ilustra. “Y si ocurría algún imprevisto y no se podía entregar nada, no te ponían ningún problema. Tú pagabas a razón de lo que cogías”. Pasado el lustro de prueba, en el que uno podía ser expulsado por no cumplir las reglas, las casas se podían adquirir a lo largo de 40 años y las tierras en plazos de entre 15 y 25 años. A partir de ese momento los colonos se convirtieron en propietarios, aunque aún hoy siguen sin poder dividir los terrenos para venderlos. “En mi caso, tras abonar un 20% inicial, pagaba entre 16 .000 y 18.000 pesetas cada año. En total, la casa y la tierra me costaron 286.000”, recuerda Juan Antonio, que aún siente que aquello “fue un regalo”.
Independizados los hijos y con apenas un par de vecinos, de aquel porvenir brillante que aguardaba en Villalba ya solo queda el rastro de las palabras. Las escuelas están a punto de derrumbarse. La iglesia abre en raras ocasiones. Por las coquetas calles de entramado en forma de panal de abeja no pasean más que las moscas. Nadie se fija en el mural de formas y colores mutantes que arropa el frontispicio del templo. Y eso que todos estos elementos fueron concebidos por estrellas. José Luis Fernández del Amo (1914-1995) diseñó el pueblo; el pintor informalista Manuel Hernández Mompó (1927-1992), el mural de la iglesia. Dentro se puede admirar, amputado, un conjunto escultórico de Pablo Serrano (1908-1985). “Aún me pregunto sobre la reacción de la gente ante ese arte tan moderno”, conjetura Fernando de Terán, el actual director de la Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid). Autor de dos poblados en la provincia de Sevilla, Setefilla y Sacramento, él fue uno de las decenas de arquitectos recién licenciados que trabajaron para el INC, todos a las órdenes de José Tamés. Destacan en la lista maestros como Antonio Fernández Alba (a quien se debe la estación de tren de Salamanca) y los desaparecidos Carlos Arniches (Hipódromo de la Zarzuela), Alejandro de la Sota (Gobierno Civil de Tarragona), Martín Domínguez Esteban (edificio Focsa en La Habana) y el propio Fernández del Amo.
Creador de Villalba de Calatrava y otros 13 pueblos, este último fue, además de funcionario del INC, impulsor y director del Museo de Arte Contemporáneo (hoy Museo Reina Sofía, en Madrid) entre 1952 y 1959. Dentro de su círculo de influencia, y en su propia casa, se formó el grupo El Paso, colectivo integrado por creadores de la vanguardia de la posguerra como el citado Pablo Serrano, además de Manolo Millares, Luis Feito, Manuel Rivera y Rafael Canogar. Protegidos por Fernández del Amo, hombre espiritual y de un entusiasmo y sensibilidad apabullantes, todos participaron con sus obras de arte en este proyecto. Aquellos retablos, esculturas, vidrieras y pinturas, tan rompedores que aún hoy cuesta imaginarlos en su contexto bajo la dictadura, se encuentran olvidados. “Realicé una pintura para una iglesia, pero dudo de si aún existe y no recuerdo el nombre”, explica Rafael Canogar. “Es una lástima que no se hayan estudiado más estos poblados porque fueron diseños muy bellos”. En uno de los escasos reportajes que existen sobre este arte —Artistas infiltrados. Rojos, ateos y abstractos en los pueblos de Franco—, escrito en 1983 por Enriqueta Antolín, recoge varias anécdotas sobre la feroz censura a la que se vieron sujetas estas creaciones. Abominadas por las élites eclesiásticas, algunas piezas, como un retablo de Manolo Millares, fueron retiradas de los templos o destruidas.
Los jóvenes arquitectos que los diseñaron usaron el lenguaje del movimiento moderno
En su día, el goteo de visitas de Franco a Villalba de Calatrava fue constante: su afición por la caza le llevó en numerosas ocasiones a Encomienda de la Mudela, un castillo situado a dos kilómetros, que servía de base de operaciones para las batidas de perdices. Esa presencia habitual del poder, que prosiguió con Juan Carlos I, quizá haya hecho de esta zona un lugar en cierto modo permeable al relato más nostálgico de la dictadura, una tendencia que algún vecino de los alrededores compara con la resignación de Los santos inocentes. “Yo prefiero la vida de antes, porque había un compañerismo y un respeto que ya no existen”, se reafirma Juan Antonio, poniendo de relevancia una clave que se repite en otros pueblos: la de la generación de una comunidad segura y cohesionada. “Yo lo veo de una manera, cada uno que lo vea como quiera: yo he vivido con Franco como no vivo ahora”.
En La Bazana, Badajoz, el dictador solo estuvo una vez. Y de paso. Nicolás Rivera, que llego aquí “a los 17 o 18 años” con su padre, se acuerda de aquel acontecimiento con escaso entusiasmo. En su memoria se ha quedado grabada la dureza de las faenas del campo. La extenuante siembra del algodón, el maíz, los pimientos, cultivos que nunca antes habían trabajado en la zona. Las imposiciones a su juicio a veces absurdas de los dos mayorales, hermanos, que llegaron de Murcia sin demasiada idea de cómo se labraba la tierra en esta área. La asfixiante falta de libertades. “Éramos unos esclavos”, resume a sus 85 años. Según su recuento, el reembolso que debían hacer al Estado era del 60% de lo que obtenían. “Te pagaban lo que querían por las cosechas, y luego llegó un punto en que dejaron de comprarlas, porque los portes desde Badajoz eran muy caros”. Con la mano en el corazón, asegura que nada de lo que obtuvo le fue regalado. Más bien todo lo contrario. Dependiendo de a quién se le pregunte, la vida en los pueblos de colonización fue salvación, limbo o penitencia.
El pueblo de La Bazana, uno de los más destacados de Alejandro de la Sota, está compuesto por cinco plazas, todas iguales y en hilera. Están cercadas por una decena de viviendas y cada una está presidida por una fuente. En este caso todas distintas, a cual más peculiar. De paseo por las calles desiertas de este municipio de 332 almas, Nicolás y otros vecinos coinciden en señalar su sorpresa por la atención que reciben últimamente. La asociación Europan convoca cada dos años un concurso en el que jóvenes talentos del continente remiten sus propuestas para mejorar la vida de ciertas localidades a través de la arquitectura y el urbanismo. Junto a ciudades de la talla de Barcelona y Madrid, La Bazana fue seleccionada este marzo por un proyecto, La Bazana Go, con el que se plantean soluciones para generar empleo dentro de una economía circular. Desde entonces, muchos estudiantes y expertos han visitado las plazas gemelas, con sus fuentes de formas surrealistas y sus casas rodeándolas.
El pasado mes de abril, Badajoz acogió el X Congreso de Docomomo Ibérico, una fundación dedicada a la documentación y conservación de la arquitectura del movimiento moderno en España y Portugal. Uno de los temas que trataron fue los pueblos de colonización. Varias decenas de los 61 que existen en Extremadura (que esperan que su iniciativa sirva para que se adhieran otros municipios del Estado) firmaron una declaración institucional por la que se comprometieron a poner en valor y revitalizar este patrimonio. Ante el riesgo de despoblamiento, se trata de un primer paso para potenciar un legado que en el imaginario colectivo carga el lastre de haber sido engendrado bajo el signo del franquismo. “Estos pueblos se hicieron con medios reducidísimos y mano de obra sin experiencia”, alaba Celestino García, vicepresidente de Docomomo. “Con ellos, los jóvenes arquitectos que los diseñaron usaron el lenguaje del movimiento moderno y descubrieron el racionalismo que buscaban, siempre con respeto por lo popular y adaptándose a las circunstancias topográficas, climatológicas…”.
A partir de una circular del Instituto Nacional de Colonización, los arquitectos debían ceñirse a un ideario común
Uno de los poblados más conocidos y admirados es Vegaviana, construido en 1956 en Cáceres. Obra de Fernández del Amo, obtuvo gran reconocimiento cuando fue presentado en un congreso en la URSS en 1958. En 1961, recibió la medalla de oro de la Bienal de São Paulo. Y en 1998 el Ministerio de Fomento lo situó entre las principales obras de arquitectura nacionales. “Es su pueblo más famoso, pero el mejor es Cañada de Agra (Albacete), que era también del que más orgulloso estaba mi padre”, reivindica Rafael Fernández del Amo, su hijo y también arquitecto. A partir de una circular del INC con 10 puntos, los arquitectos debían ceñirse a un ideario común para todos los proyectos. Las normas fueron redactadas por José Tamés, jefe en el INC, quien se inspiró indirectamente en experiencias como las de las ciudades del Agro Pontino italiano levantadas por Mussolini o los kibutz israelíes. Pero, más allá de esas bases compartidas, todo el mundo coincide en que Tamés fue un hombre que dejó hacer a sus empleados. “Él solo era estricto en una cosa”, apunta Fernández del Amo, “que llegaran puntuales”.
En los mejores casos, el resultado de esa libertad creativa fue una arquitectura racionalista, hecha a medida de las personas, ajustada a las condiciones y materiales disponibles, eficiente para el individuo y el colectivo. Para estos conjuntos, una declaración de bien de interés cultural (BIC) implica la obligación de solicitar autorización para realizar cualquier tipo de obra. De ahí el rechazo del Ayuntamiento de Vegaviana a obtener este estatus, a pesar de que el proceso se ha incoado dos veces. Con la firma institucional en el Congreso de Docomomo en Badajoz, otros municipios intentarán, por el contrario, reivindicar y legislar su patrimonio histórico. En primer lugar, para evitar “aberraciones” como las que ya se han cometido con construcciones y reformas de gusto dudoso. “Además, tenemos muy poco turismo, y eso es algo que hace falta potenciar desde el punto de vista arquitectónico y paisajístico”, subraya Víctor Merino, alcalde de Entrerríos, de 780 habitantes. Para eso, dice, hace falta “difundir, divulgar, enseñar”. También, “sacudirse los estigmas”. “Hoy la gente aquí no piensa en Franco, sino en Entrerríos”, sentencia este joven regidor del PSOE. “Este pueblo no es eso: aquí el franquismo estuvo de paso, como en toda España”.
Arrellanada en un banco de la plaza porticada, con la camisa que le regalaron por su 95º cumpleaños, a Amelia Hernán no le faltan palabras ni gestos para mostrar su acuerdo. “Se murió Franco y se acabó el franquismo”, zanja. “Mi marido era socialista y estuvo cinco años en la cárcel tras la guerra”, relata sobre la época en la que se trasladó a Entrerríos, en 1956, cuando llegó con nada más que su hija “y un somier y colchón” bajo el brazo. “Convivíamos socialistas y fachas. Y, como en la viña del Señor, donde hay de todo, aquí también con unos nos llevábamos bien y con otros no”, comenta sentada en un banco junto a la estatua que Entrerríos dedicó a don Antonio, su particular y muy querido “cura obrero” (lo fue entre 1960 y 1973), a quien la Guardia Civil interrogó en más de una ocasión por las actividades culturales y reuniones que organizaba en su casa, donde atesoraba una biblioteca con títulos nunca vistos por los lugareños. La historia de Amelia es parecida a la que se oye en otras localidades: tras la guerra, y en un ambiente de miseria, estos núcleos albergaron a personas de todos y ningún bando. Y, de un modo u otro, se generaron comunidades unidas y con un fuerte sentimiento de identidad. Víctor, el alcalde, lo denomina “la cohesión de la necesidad”.
En estos pueblos, los vestigios de otro tiempo a veces habitan puerta con puerta con lo moderno. En otros casos, la historia es desplazada por las fuerzas del presente. Así ocurre en las calles de Entrerríos, que han sustituido las placas de José Antonio o de Ruiz de la Serna por las de Dulce Chacón o Clara Campoamor. A Amelia, que siempre ha vivido en la calle de José Antonio, le preocupa que si tiene que llamar a la ambulancia no vayan a saber encontrar su casa. Por lo demás, los vecinos han asumido el cambio con “cierta simpatía”, como dice su alcalde. Desperdigados por la Península, aún existen sin embargo pueblos de colonización con nombres ditirámbicos como Llanos del Caudillo. En 2014, esta pedanía ciudadrealeña tuvo sus 15 minutos de gloria al votar que preferían quedarse con el apellido en vez de eliminarlo. Aunque ya existen iniciativas que intentan revertir esta y otras situaciones similares en cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica, lo cierto es que todavía figuran en los mapas Villafranco del Guadiana (Badajoz) o Queipo de Llano (Sevilla).
Para el arquitecto Antonio Fernández Alba, "fueron pueblos cerrados como cortijos, pero eso provocó el encuentro"
¿Qué esperan del futuro estos pueblos del pasado reciente? En Villalba de Calatrava, donde solo resisten dos familias, lo tienen claro: su salida pasa por el alojamiento vacacional. Construidas sobre solares de entre 250 y 600 metros cuadrados, aunque las casas son modestas los corrales tienen espacio suficiente para construir piscinas. Algunas están a la venta por más de 50.000 euros. En La Bazana confían en que el interés despertado por iniciativas como Europan se materialice en proyectos que revitalicen el tejido económico y rejuvenezcan el vecindario. La firma de la declaración institucional del Congreso de Docomomo es otra esperanza para poblados como Entrerríos, que desean conservar e impulsar un patrimonio capaz de atraer el turismo. Dos de los artífices de aquellos pueblos, Fernando de Terán y Antonio Fernández Alba, aportan sus conclusiones sobre aquella experiencia: “Fueron una especie de sanatorios para curar la culpa, porque las consecuencias económicas y psicológicas de la guerra fueron terribles”, dice Fernández Alba. “Fueron pueblos que estuvieron cerrados como cortijos”, apunta De Terán. “Pero eso provocó el encuentro humano”.
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