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Rosa Esteva: “Yo tengo huevos de oro y de lo que se come se cría”

Jordi Adriá
Anatxu Zabalbeascoa

Más que una empresaria de la restauración, esta mujer luchadora e inclasificable parece una filósofa. Fue educada para ser la perfecta ama de casa de la burguesía catalana. Pero se rebeló contra el destino, creó el mítico local barcelonés Mordisco y hoy está al frente del Grupo Tragaluz, una compañía con 20 restaurantes y 900 empleados. Lenguaraz, directa y de ideas claras, hasta los hermanos Roca le han dedicado un plato, llamado ‘Huevos de oro’: “Porque yo tengo huevos de oro”.

HOY SE LA LLAMARÍA emprendedora. Rosa Esteva (Barcelona, 1942) era ama de casa cuando se metió a cocinera para sacar adelante a sus cuatro hijos. Consiguió montar un imperio hostelero, el Grupo Tragaluz, con 20 restaurantes y 900 empleados entre Barcelona y Madrid. Es la Benetton española, solo que en lugar de ponerse a tejer para alimentar a sus vástagos, como la matriarca italiana, montó un pequeño restaurante. Mordisco se convirtió en el favorito de la Barcelona preolímpica. Y Esteva pasó de ser una mujer intuitiva y burguesa a convertirse en una empresaria autodidacta, segura de lo que quería: tratar a los demás como quiere que la traten a ella.

Nerviosa, impaciente por demostrar cómo es y orgullosa de lo que ha conseguido, recibe en el restaurante de su, todavía, hotel Omm (está a punto de traspasarlo), que ocupa un vestíbulo convertido en salón junto al paseo de Gràcia de Barcelona. Durante horas, contesta con la vista vigilando la coreografía de clientes y camareros. Asegura que ha aprendido más como comensal en los restaurantes que trabajando en las cocinas.

“Emprender es una carrera de obstáculos. Este país no fomenta que la gente se haga empresaria. Hay muchos funcionarios que hacen que las cosas no funcionen”

¿Más comiendo que cocinando? Llegué a la conclusión de que en mis restaurantes tenía que actuar como clienta, no como dueña. Ese es mi truco, adelantarme. Pero nunca me han llamado para contar mi caso en las escuelas de negocios.

¿La intuición se puede enseñar? Todo se aprende si uno se fija. Pero emprender es una carrera de obstáculos. Este país no fomenta que la gente se haga empresaria. Hay muchos funcionarios que hacen que las cosas no funcionen. Consigues dinero endeudándote y lo pierdes en años, ¡años!, de espera para poder abrir un local. Necesitamos otra lógica. Un 60% se lo lleva el Estado. Y si viene poca gente, nadie te compensa. El de la hostelería es un mundo que debe profesionalizarse. Quien exige trato serio debe empezar por ofrecerlo.

En España es barato el despido y cada vez se indemniza menos a los trabajadores… Pero el empresario sigue ahogado. Aquí es casi imposible aspirar a cobrar más de 30 euros por comensal. Mientras que restaurantes como los nuestros en París o Londres cobrarían 120 euros por persona. El Estado podría ayudar a la gente que hace bien las cosas: creando trabajo o utilizando materia prima procedente de granjas saludables. Pero no, al empresario lo están matando.

¿De dónde saca entonces la fuerza para abrir más restaurantes? De mi ego.

¿Siempre ha creído en sí misma? Yo no era nadie en mi casa. Mi hermano Jacinto [el desaparecido arquitecto y cineasta Jacinto Esteva, cinco años mayor que ella] hacía tonterías sin parar. Era mi ídolo. Con él crucé el desierto. Me decía: “Tírate por esos zarzales” y yo lo hacía. Cuando estaba cayéndome me decía: “¡No! Era para ver si eres valiente”. Me enviaba a robar un conejo de nuestros masoveros, en Vilafranca, y yo, con siete años, lo hacía. No soy cobarde. En la vida no quiero participar, quiero ganar.

¿Cómo conseguirlo? Uno mismo es su mejor guía. ¿Qué quiero? Comida más sana, un techo más alto, una mesa más larga, un ambiente más agradable. Lo mejor que tengo es el sentido común. Al final, casi todo consiste en hacer que la espera para que sucedan las cosas sea agradable. No hay mucho más.

Mueve la cabeza como si fuera un radar. ¿Está nerviosa? Siempre estoy nerviosa y cómoda a la vez. Mi carácter es que estoy aquí pero no puedo dejar de mirarlo todo. Hablo contigo y veo que una flor está mal puesta, que un cliente está intranquilo, que aquella luz debería estar encendida. Veo cosas. No solo malas. Y corrijo o anoto. Delante de quien sea. Como si viene el Rey. De hecho, han venido los dos. El actual, de joven. Al padre le dije que estaría más cómodo en mi casa.

¿En su casa? Es que vivo arriba. He residido toda la vida en el ático y me hice un hotel debajo de casa. Queda cursi decirlo así, pero es la realidad.

Rosa Esteva, en el restaurante Mordisco, con el chef Rubén Plaza (izquierda) y Dinky, maître del local.
Rosa Esteva, en el restaurante Mordisco, con el chef Rubén Plaza (izquierda) y Dinky, maître del local.Jordi Adrià

Se descubrió como empresaria cuando se separó, con 40 años y cuatro hijos. Llevaba años mentalmente separada. Me casé con 19 porque o te casabas o no te podías meter mano. Una chica de mi época para sentir algo tenía que casarse. Y con 23 ya tenía cuatro hijos. Pero a mi marido lo mantenía yo. Le alquilé un piso para poder separarme. Y le llevaba la cena todas las noches.

¿A qué se dedicaba él? A nada. Hacía negocios que no eran negocio. Vendí parte de mi patrimonio para pagar sus deudas.

O sea que, a pesar de ser burguesa y de que su padre amasó una fortuna, usted sí empezó de cero. De menos cero. Lo que me puso las pilas no fue mi separación, sino que mi madre murió de cáncer. Papá era mayor y jamás imaginó que ella moriría antes. Yo tenía 30 años. Estuve cinco viajando por el mundo con ella. Mi padre era el dueño de la farmacéutica Carlo Erba, que inventó la chemicetina [una pomada con corticoides], pero lo vendió todo para tratar de curarla. Viajamos a Cleveland, a Nueva York… Le dieron cuatro meses y vivió tres años. Se lo gastaron todo. Yo fui testigo de ese amor y eso te destroza porque es casi imposible encontrar algo así.

En su primer restaurante, Mordisco, se puso de cocinera. No solo de cocinera. Hacía de todo. Si un día no podíamos abrir porque había gatos sobre la claraboya, yo me subía y los sacaba. Soy posibilista. Cuando no me dejaban ver a mi madre en la clínica de Nueva York, esperaba a que saliera una enfermera por la puerta de emergencia y me colaba. No sé inglés. Pero sabía que quería ver a mi madre. Siempre sé lo que quiero. Y voy a por ello.

En determinado momento supe que mi padre se había gastado el dinero tratando de curar a mi madre. Que no podía contar con mi marido ni con mi hermano. Traté de hacer camisas. Todas las de hombre eran aburridas. Y quise hacerlas verdes y azules. Intenté asociarme a un empresario textil catalán pero rechazó el proyecto. Ahora come en mis restaurantes y cuando me ve lo recuerda: “Me ofreciste ser Massimo Dutti y dije que no”. Total, que tuve que empezar sola. Y cuando digo sola quiero decir sin apoyo ni crédito. Yo pagaba las coca-colas antes de venderlas. Mi idea fue que diseñé el lugar al que a mí me hubiera gustado ir.

“El trabajo, si es bueno, te hace mejor persona. Pero ahora todos quieren éxito rápido. Se está educando en ser egoísta. Y el egoísmo aboca a la soledad”

¿Qué es importante en un restaurante? No soporto esperar. Tampoco que te pregunten: “¿Comerá sola?”. Yo solía tener moscones porque era guapa. Y me daban ganas de contestar: “Mire, ya me haré una paja, pero comeré sola”. No necesito un hombre. Que las mujeres puedan comer cómodamente solas, sin que nadie las moleste, es feminismo, es lógica y es modernidad.

¿De qué depende la calidad de un restaurante? He estado en miles y sé lo que dan: una hamburguesa que tiene un poco de oreja, un poco de polla y un poco de lengua. Al final te comes esa mezcla. Para mí la calidad es buena materia prima y que esté recién hecha, no recalentada.

¿Cocinaba en su casa? Sí. Y durante años, con lo que sobraba en el restaurante preparaba el plato de mis hijos del día siguiente. Hasta que empecé a enviarlos a estudiar fuera. Algunos no querían ir, pero era mi manera de hacerlos fuertes. Luego, cuando venían de vacaciones, hacían de camareros.

¿Los educó lanzándolos al mundo? Yo vi que a muchos de mis primos no los habían educado para trabajar. También tenía amigas con hijos con problemas de drogas y depresiones. O amigas que se abrían de piernas para vivir. Por eso mi obsesión era educar en el esfuerzo y la imaginación. A mis tres hijas les dije: aunque os caséis os tenéis que alimentar solas. Lo que es tuyo es tuyo, y esa es tu fuerza en el mundo.

Para su segundo local, Tragaluz, encargó la vajilla a Mariscal, el interiorismo a Pepe Cortés, los frescos a Isabel Esteva, y arrancó un negocio que ha llegado a tener dos decenas de locales y un hotel. ¿Sigue siendo amiga de tantos artistas? Pepe viene mucho. En Mordisco tenemos un solomillo sobre pan con tomate bautizado con su nombre. Cuando supe que a Mariscal no le iban bien las cosas, le compré cuatro cuadros. A mí lo que me hace vivir es la posibilidad de dar y recibir cariño.

Fue pionera al conceder al diseño la misma importancia que la comida. Mis restaurantes tienen sillas danesas que cuestan 1.300 euros. Tienes que estar muy segura de lo que quieres dar para hacer una inversión así porque no es un gasto para llamar la atención, es para ofrecer bienestar.

Apostó por los hermanos Roca antes de que tuvieran ninguna estrella Michelin. Son una fiesta de la imaginación. Los quiero tanto como a mis hijos. Lo primero que hice fue llevarlos de viaje, como mis padres hicieron conmigo. Luego les dije que si no cambiaban la decoración no triunfarían.

¿La nueva cocina está sobrevalorada? Ferran Adrià es como Picasso. ¿Cuántos más puede haber? Él puede cambiar los ojos de sitio. Los demás copian. Una vez me ofreció una cucharada de agua de mar. Salí, me acerqué a la orilla y cogí agua con un vaso. Cuando regresé, comparamos. La suya era una maravilla y la del mar horrible. Su cocina mejora y reinventa la realidad.

Los Roca le han hecho un plato a medida… Sí, el huevo de oro, porque yo tengo huevos de oro y de lo que se come se cría.

¿Sus empleados la temen? Me temen y me quieren. Los formo y me los quitan.

Jordi Adrià

Igual es que no les paga bien. Yo no puedo pagar más de lo que pago. Aquí la gente crece, en otros sitios no. Hay financieros que no saben qué hacer con el dinero. Vienen día sí, día no a comprar mi negocio. Pero mi negocio soy yo. Tengo gente desde hace 20 y 30 años. Eso da la clave de la seriedad de los locales. Aquí viene gente de año en año que besa a los camareros. Esto no ocurre cuando el dueño de un establecimiento es un poder financiero o un ejecutivo que está jugando a golf.

Desembarcaron en Madrid con un restaurante llamado Tomate. Queríamos demostrar que se puede comer bien sin tener que ir con corbata. Lo entendieron enseguida porque nuestra cocina es honesta.

¿Quiere decir que el mundo de la restauración es deshonesto? Creo que hay locales que parecen fábricas. En un restaurante se tiene que cocinar, no recalentar.

¿Sus padres no la empujaron a estudiar? Sus dos hermanos sí lo hicieron. No creo que fuera machismo. Yo era la peor de la clase. Estuve en las monjas alemanas y no hablo alemán. Viví un año en Francia y no hablo francés. Tampoco sé hablar catalán. La gente se piensa que soy estirada, pero soy disléxica. Decía tonterías. Por eso cuando supe de la dislexia me tranquilicé. Hoy tengo 900 empleados.

¿900? Entre mi hijo Tomás y yo, sí.

¿Usted es el centro de todos sus negocios? Sí, me sirvo a mí misma como conejillo de Indias. Por eso no hago cadenas de mordiscos o tragaluces. A veces me arrepiento, pienso que sería rica.

¿No lo es? En absoluto. Siempre tengo deudas y problemas de liquidez. Solo me faltaba el procés. He pasado del 97% de ocupación al 40%. La gente ahora se está empezando a ir a Portugal. Barcelona es bonita, no es cara y es acogedora. Pero los turistas no quieren ni oler los problemas. Cuando piensan en las vacaciones, no quieren toparse con disturbios o manifestaciones.

¿Cómo son sus clientes? Más que cultos, son gente con mundo. Vienen a comer, a mirar y a estar tranquilos. Había llegado un punto en el que los camareros eran mucho más elegantes que los clientes. En un restaurante, los comensales deberían venir vestidos dependiendo de cómo va el camarero. Si van con una camiseta, adelante. Si se esfuerzan en llevar una americana, ponte a la altura. Si alguien te invita a su casa, se molesta en poner la mesa, en decorar con flores y en cocinar todo el día, no vengas con shorts. No me gusta ser cursi ni la comida cursi, pero el respeto hacia los demás me parece esencial para el respeto hacia uno mismo.

¿El ambiente es tan importante como la comida? La comida tiene que ser memorable, algo más que comer. Y el camarero no es un sirviente, debe ser un anfitrión. Si vas a casa de tu madre y ella no te hace caso porque está centrada en hacer la comida, se te van las ganas de volver. Lo mismo sucede con el camarero. Si es impecable pero no te mira, se convierte en una máquina, por fino que sea. La humanidad es lo que genera bienestar. La educación indica hasta dónde puedes llegar, tampoco se trata de coger a los clientes del brazo.

¿Qué tiene que tener alguien para que usted lo contrate? Ganas. Un buen camarero debe dar y no pasarse. En el mítico restaurante barcelonés Via Veneto ponían un almohadón para que te descalzaras. Eso no es ser anfitrión, es ser servil. Otra cosa que no me gusta es que a las mujeres no les den la carta con los precios. ¡Pero si siempre pago yo!

¿Cómo evitar los micromachismos? Mis camareros no le dan el vino a los hombres y la coca-cola a las mujeres porque se fijan y, conociéndome, están acostumbrados a mujeres que beben vino. Pero no es solo el machismo. Hay restaurantes en los que esconden las sillas de ruedas. Nosotros les damos el mejor sitio. Si alguien a quien le cuesta moverse llega a tu casa, tienes que hacer que se lo pase bien. Ser anfitrión es una educación.

¿Tiene relación con todos sus empleados? Me implico en sus problemas. Pero cuando son cabrones, soy muy dura. Yo creo que amor con amor se paga. Y me gusta el trato familiar: si hay, se reparte; si no hay, nos esforzamos juntos. Creo que eso es viable como modelo de negocio. Este mes he pedido un crédito para pagar a la gente. Y hace unos años vendí un piso. En mi época había que trabajar cada una de las fases: labrar la tierra, plantar la semilla y cuidarla para recoger el fruto. El trabajo, si es bueno, te hace mejor persona. Pero ahora todos quieren éxito rápido. Se está educando en ser egoísta. Y el egoísmo es poco inteligente. Aboca a la soledad. Es pan para hoy y hambre para mañana. 

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