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¿Somos crédulos o desconfiados?

La neurociencia y la psicología estudian los misterios del proceso mediante el cual damos por fiable una noticia. Los científicos debaten si tendemos a creer o a desconfiar

Joseba Elola

La irrupción de las noticias falsas ha dado nueva vida a un debate que arrancó hace 400 años y que está lejos de estar resuelto. Neurocientíficos, psicólogos, filósofos y estudiosos de la comunicación se siguen haciendo las mismas preguntas que en el siglo XVII ya tenían entretenidos a dos egregios exponentes del racionalismo, Descartes y Spinoza. ¿Tenemos tendencia a creernos aquello que nos presentan ante los ojos o más bien dudamos y desconfiamos? ¿Somos demasiado crédulos, o unos incrédulos sin remedio?

El filósofo y matemático francés René Descartes sostenía que comprender y creer son dos procesos separados: primero se absorbe la información y después se decide qué hacer con ella, creérsela o desecharla. El filósofo holandés Baruch Spinoza, sin embargo, argumentaba que comprender una información es, de hecho, creérsela. Y argüía que, solo más tarde, cuando la realidad nos señala el camino contrario, la duda se abre paso en nuestra mente.

El debate sigue vigente, aunque, tal vez, con cierto predominio spinoziano. Prueba de ello es que a mediados de abril, la Universidad de Minnesota acogía unas jornadas que analizaban el modelo de creencia de Spinoza y sus implicaciones en la ciencia y la sociedad. Entre los asistentes al foro se encontraba Daniel Gilbert, el investigador que en el año 1993 terció en este debate para dar la razón a Spinoza. El psicólogo norteamericano de la Universidad de Harvard, que en los últimos tiempos se ha dedicado sobre todo a alumbrar los caminos de la felicidad humana —es autor del best seller Stumbling for Happiness y sus charlas TED causan sensación— sometió a un grupo de personas a informaciones escritas en las que se deslizaban datos falsos en el contexto de un relato verdadero —relativo al caso de un robo sobre el que esas personas debían determinar una condena—. Concluyó que, en esa primera fracción de segundo en que recibimos la información, nos lo creemos todo. No puedes no creer todo lo que lees, título del trabajo científico que firmó junto a Romin W. Tafarodi y Patrick S. Malone, sigue siendo una de las investigaciones más citadas cuando se aborda el tema de la credulidad —este periódico contactó con Gilbert, que se excusó y declinó conceder una entrevista—. Sirvió para ahondar en la idea de nuestra tendencia a la ingenuidad.

Pero no existe quorum en torno a la cuestión. “Las conclusiones a las que llega Gilbert son falsas”, dice el experto francés Hugo Mercier. En conversación telefónica, este psicólogo investigador del campo de las ciencias cognitivas que trabaja en el Instituto Jean Nicod de París afirma todo lo contrario: “Somos de naturaleza desconfiada. La gente evalúa la información que recibe y rechaza de golpe aquella que no resulta plausible”.

Mercier, especializado en el análisis de los mecanismos del razonamiento y la evaluación de la información que recibimos, sostiene que tenemos tendencia a no creer y que todo depende de la fuente y del contenido. “Tenemos mecanismos cognitivos de análisis y decisión”, manifiesta. “No son procesos conscientes. Todo lo que nos dicen o nos comunican está sometido a una vigilancia inconsciente”. El investigador francés publicó hace ocho años un trabajo científico sobre los mecanismos de la información comunicada —Epistemic vigilance, firmado junto a otros siete investigadores, encabezados por Dan Sperber— en el que cuestionaba nuestra presunta credulidad.

“Somos de naturaleza desconfiada", dice el investigador Hugo Mercier. "La gente evalúa la información que recibe y rechaza de golpe aquella que no resulta plausible”

Mercier sostiene que el experimento de Gilbert solo funciona cuando conferimos “autoridad” a los enunciados; cuando la fuente es fiable, no hay unas creencias previas que condicionen el proceso de absorción de la información o cuando se trata de algo a lo que no atribuimos gran importancia, el modelo funciona. Pero si no, ante la duda, la gente tiende a desconfiar. Y explica que el éxito del modelo de Gilbert se debe a que los trabajos científicos que llegan a conclusiones sorprendentes tienen más éxito que los que no. “Las investigaciones que concluyen que el ser humano es tonto, comete errores o es muy crédulo resultan más sexis que las que dicen lo contrario”. Decir que los humanos son más tontos de lo que pensamos funciona tan bien como decir que los primates son más listos de lo que se estimaba. Los enunciados sorprendentes no solo despiertan la atención en las webs de los medios de comunicación. También lo hacen en el campo de la investigación científica.

“Tenemos tendencia a creernos la información si le damos autoridad al medio”, incide Luis Miguel Martínez Otero, neurocientífico que en los últimos tiempos ha desarrollado una línea de investigación sobre cómo tomamos decisiones de tipo moral. “Antes, la prensa escrita tenía un nivel de autoridad muy alto”, explica en conversación telefónica este investigador miembro del Instituto de Neurociencias de Alicante (CSIC-Universidad Miguel Hernández), “tendíamos a creer lo que publicaban”.

Ahora, la cosa ha cambiado. En un panorama en el que han proliferado las fuentes desde las que recibimos la información, nos creemos mucho más aquellas cosas que confirman nuestras creencias. Es el llamado sesgo de confirmación: abrazamos con entusiasmo aquello que está en sintonía con nuestras ideas y rechazamos aquello que las contradice.

El sesgo de confirmación, que borra nuestra parte analítica: nuestras ideas, nuestras creencias y las emociones toman el mando

Martínez Otero intenta explicar cómo funciona nuestro cerebro. En realidad, dice, lo que ocurre es que hay dos modos de procesar información. Uno, muy rápido, en que se cree. Y otro, más lógico, en el que entra en juego la duda. Normalmente, todos pasamos directamente a esta segunda fase. Y es entonces cuando aparece el sesgo de confirmación, que borra nuestra parte analítica: nuestras ideas, nuestras creencias y las emociones toman el mando.

Tiene sentido, además, en términos evolutivos. Si a priori lo primero que hiciésemos fuera dudar de todo, la vida sería un infierno. No tenemos tiempo ni recursos para procesarlo todo con un análisis lógico. Es más, estamos preparados para actuar de manera muy rápida, inconscientemente (para escapar del peligro, por ejemplo).

El sesgo de confirmación se ha exacerbado de manera notable con las redes sociales. “Twitter y Facebook están revolucionando la manera en que transmitimos y procesamos información”, prosigue Martínez Otero. “Hace que accedamos a aquella que confirma nuestra visión del mundo. Nos estamos yendo a los extremos”. Es la polarización, que tanto debate genera y que muchos describen como un fenómeno que contribuye a alimentar populismos y a desestabilizar la placidez rotatoria, bipartidista y estable de múltiples democracias occidentales.

Abrazamos con entusiasmo aquello que está en sintonía con nuestras ideas y rechazamos lo que las contradice

Además, opera el sentido de pertenencia al grupo. Los psicólogos están estudiando este fenómeno que hace que la necesidad de validar nuestra identidad pese más que la propia fiabilidad de las informaciones a las que tenemos acceso. Es el llamado cerebro partidista. Los investigadores Jay J. Van Bavel y Andrea Pereira publicaron en marzo de 2018 un trabajo (El cerebro partidista: un modelo de creencia política basado en la identidad) en el cual explican cómo la identificación con los partidos políticos puede sesgar nuestro procesamiento de la información.

Esa polarización en la que nos hallamos instalados se apoya en otro fenómeno que los expertos están investigando. Es el de las cámaras de eco —echo chambers—: somos proclives a transmitir aquellas noticias que reafirman nuestros valores y nos convertimos en pequeños altavoces que distribuyen información que alimenta aún más la polarización. Cuando las creencias están por encima del celo en averiguar si la fuente de la que procede una información es fiable, el campo queda abonado para la distribución de las llamadas noticias falsas. Un fenómeno este que se ve reforzado por el llamado ilusory truth effect, el efecto de verdad ilusoria, investigado por los psicólogos desde los años setenta: cuantas más veces escuchamos o leemos algo, más nos inclinamos a creérnoslo. Un estudio del Europe’s Journal of Psychology realizado en 2012 concluía que la exposición a noticias falsas incrementa la percepción de que son verdaderas o, al menos, plausibles. Y otro trabajo científico elaborado en 2017, firmado por Gordon Pennycook, Tyrone D. Cannon y David G. Rand al hilo de las fake news y su influencia en las elecciones en que venció Donald Trump, incide en la misma línea: la segunda vez que escuchamos una información resulta más creíble que la primera.

Con todo, el investigador francés Hugo Mercier considera que el fenómeno de las noticias falsas se está inflando y que son los propios medios de comunicación tradicionales los que lo hinchan porque es algo que pone en valor su trabajo y ayuda a reivindicar su supervivencia. “Aún no está demostrado que tengan un efecto sobre el comportamiento político”, dice. El investigador francés argumenta que el hecho de que algo se comparta en Internet no significa que uno se lo crea. “Se comparten noticias chocantes, divertidas, rumores”, dice, “como se comparten chistes de trazo grueso. Creo que la mala influencia de las noticias falsas está sobrevalorada”.

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Sobre la firma

Joseba Elola
Es el responsable del suplemento 'Ideas', espacio de pensamiento, análisis y debate de EL PAÍS, desde 2018. Anteriormente, de 2015 a 2018, se centró, como redactor, en publicar historias sobre el impacto de las nuevas tecnologías en la sociedad, así como entrevistas y reportajes relacionados con temas culturales para 'Ideas' y 'El País Semanal'.

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