Las mujeres ante el reto migratorio
Los relatos de los migrantes de ayer solían tener protagonista masculino, pero si hay que destacar uno de los cambios más relevantes del último medio siglo este es la proporción de mujeres que migran: un 48%
Los relatos de los migrantes de ayer solían tener un protagonista masculino. Un héroe que emprendía el viaje dejando atrás a su familia: una mujer a la espera y unos hijos a su cargo. Aguardando todos el regreso del hombre y el sueño de la fortuna. El folclore local está lleno de letras que hablan de historias de amor marcadas por la marcha de ellos y los desvelos de ellas. Lágrimas y reencuentros. Una épica donde la mujer era un actor secundario y pasivo. Sin embargo, muy alejada de la realidad actual. Porque si hay que destacar uno de los cambios más relevantes del último medio siglo ese es la proporción de mujeres que migran.
Hoy, ellas son ya casi la mitad de los que buscan futuro fuera de sus países: el 48% nos dicen las estadísticas. Y superan en número a los hombres si hablamos de migraciones internas. Sobrevolemos de momento las cifras y, salvando las diferencias geográficas y socioeconómicas —no es lo mismo la mujer que abandona su hogar en el mundo desarrollado que en los países en desarrollo, de los que nos estamos ocupando en este libro— podremos aventurar que hay más mujeres que hombres que migran por motivos familiares, especialmente en continentes como Asia y África, mientras que ellos lo hacen sobre todo en busca de un empleo.
Veremos que en la mayoría de los países de destino ellas se concentran en el trabajo doméstico y ellos en la construcción, el transporte y el comercio. Y que están peor pagadas que los hombres. Sabemos, también, que cada vez más a menudo parten solas y se convierten en el principal sostén económico de sus familias. Pero que tienen peor acceso a los créditos y ayudas para formar sus propias empresas.
Y que comparten algunos viejos conocidos de la realidad de todas las mujeres en el mundo: el peso de la carga del hogar y del cuidado de los hijos y otros seres dependientes. Así que, como veremos, una parte de las que deciden marchar a menudo dejan a su familia atrás y, con el paso del tiempo, si todo funciona, comienzan a mover los resortes hacia la reunificación familiar. O, como sucede en algunos países africanos, cuando son ellas cabeza de familia se van con sus hijos y se ven sometidas a un esfuerzo aún más titánico de establecerse en otro lugar , aunque sea dentro del mismo país.
Un dato más: las mujeres migrantes superan en número a los hombres en Europa y América del Norte, mientras que ellos son más en África, Asia y América Latina. También hay estudios que, a modo de pinceladas, sugieren una fragmentación más precisa del mapamundi por sexos. Por ejemplo, los hombres serían más protagonistas de las migraciones desde la India o El Salvador a los estados Unidos, y las mujeres a Corea o la República Dominicana desde China.
Si migra él, migra ella
El impacto que se produce cuando en los hogares rurales un miembro de la familia decide salir o se ve obligado a ello es, sin duda, una cuestión de género. Si el que se va es el cabeza de familia o los hombres jóvenes que aportaban mano de obra, el shock es sustancial. Las mujeres suelen asumir las responsabilidades que tenían ellos en el campo, las compras del hogar y los deberes sociales con la comunidad. Todo esto puede ser una carga, a menos que las remesas que reciban sean suficientemente sustanciosas como para contratar mano de obra que las alivie de sus obligaciones.
Pero ¿qué pasa cuando es ella la que migra? Si hablamos de una mujer joven y soltera, el impacto de su marcha suele ser menor. Si está casada con hijos pequeños, las que se quedan —sobre todo madres, hermanas, abuelas— sufren una sobrecarga de trabajo doméstico y cuidado infantil.Pero trabajar en el extranjero aumenta el estatus social y el poder de negociación de las migrantes. Cuando una mujer sale de su país y se establece, logra la soñada independencia económica y social, disfruta seguramente por primera vez en su vida de una cierta igualdad de género y asistencia social en el país de destino, es difícil que vuelva al rol y al estatus que tenía en entornos patriarcales tradicionales.
Todo esto, naturalmente, tiene sus luces y sus sombras. La salida de las mujeres también tiene algunas consecuencias colaterales de tipo psicológico y social, en función de las culturas. A veces sucede que la autoestima del que se queda puede sufrir algún embate y hay relatos que fluyen como corrientes subterráneas por debajo de las estadísticas, y que hablan de desestabilización matrimonial e incluso de violencia de género. En algunos entornos culturales los hombres no encajan bien la dependencia de las remesas que envían ellas. En ocasiones, cuando la mujer migra la salud y la educación de los hijos puede llegar a resentirse.
Las mujeres africanas que más migran
El número de mujeres que migran desde el campo es menor al de las mujeres que migran desde la ciudad. Cuando las mujeres migran, lo hacen sobre todo por razones familiares, a excepción de Etiopía, donde el anhelo migratorio femenino tiene que ver, sobre todo, con la búsqueda de empleo. Sabemos, además, que las mujeres de Malawi prefieren la migración interna y las etíopes el salto a otros países.
Por ejemplo, cuando las mujeres de República Dominicana empezaron a migrar a España, a finales de los noventa, enviaban las remesas a sus maridos. Sin embargo, no les parecía bien cómo manejaban estos el dinero, así que decidieron cambiar el destinatario: serían sus madres y hermanas, más proclives a invertirlo en educación o salud.
También en abrir negocios, que no resultaron fáciles y presentaron altos niveles de fracaso: ellas estaban demasiado ocupadas con sus tareas domésticas de cuidado de los hijos, les faltaba formación y también acceso a financiación. Y no faltó quien achacó a la migración la desintegración de las familias, el abandono escolar de los hijos, los embarazos precoces y hasta el consumo de drogas entre los más jóvenes.
La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, esa biblia que recoge los grandes desafíos para la humanidad y el planeta, contempla dentro de su Objetivo número 5 lograr la igualdad de género y empoderar a todas las mujeres y las niñas. Y ese empoderamiento tiene mucha conexión con el asunto que nos ocupa. Porque al hablar de migraciones y mujeres, no solo podemos tener en cuenta las que se van, sino que también debemos referirnos a las que se quedan cuando los hombres migran y asumen un cambio drástico de roles que afecta a sus familias y a sus comunidades, a las estructuras laborales y, por ende, a las económicas.
Además, tendremos que poner la lupa en cómo los programas de los gobiernos, de la FAO y de otros organismos están ayudándolas a formarse para tener una voz propia y unos recursos más sólidos.
Tierra para nosotras
Valgan estas ráfagas para abrir fuego sobre una realidad mucho más amplia en la que tenemos que fijarnos: la agricultura como plataforma y sostén de todo lo demás. Porque el trabajo en el campo tiene, cada vez más, nombre de mujer en todo el mundo. Y en buena medida es así como consecuencia de las migraciones de los hombres.
Ya hemos visto el papel preponderante del medio rural para la sostenibilidad social y económica. La necesidad de un equilibrio entre los que se van del campo y los que se quedan, de optimizar los rendimientos agrícolas y que al mismo tiempo haya quien se dedique a la industria y a los servicios. En las zonas agrarias, cuando los hombres se van los cultivos quedan en manos de las mujeres y de los mayores. Así que podemos sospechar que el binomio mujer y agricultura centrará nuestra atención.
Y podemos dejar caer algunos datos elocuentes. En Nepal, las mujeres rondan el 60% de la mano de obra agraria. En Tayikistán, donde un buen núcleo de los varones marcha a Rusia debido a las precarias condiciones económicas en las zonas rurales, ellas son las protagonistas del campo en un 55%. Y los datos más recientes ilustran que el trabajo de la mujer predomina claramente en la agricultura de Asia central, Asia meridional, América Latina y el Caribe, Oriente Próximo y, sobre todo, África del Norte, donde los titulares hablan de una “feminización” de la agricultura.
“Las mujeres de las zonas rurales son figuras clave del cambio para liberar al mundo del hambre y la pobreza extremas”, recordó en julio de 2017, José Graziano da Silva, director general de la FAO, en un acto sobre igualdad de género y empoderamiento de la mujer celebrado en Roma.
Se sabe que a menudo ellas son mano de obra intensiva y poco cualificada. Pocas veces son jefas, gerentes de explotaciones o negocios agrícolas. Y no tienen un acceso garantizado a la tierra, como suelen tener los hombres. Si, además, tienen que hacerse cargo de la familia, se encuentran con escasas opciones de crecer y demasiado dependientes de las remesas. Y crecer significa tener propiedades, poder tomar decisiones, poder acceder a créditos y ayudas sociales.
Es decir, que el empoderamiento del que se habló en esas jornadas tiene que ver con medidas económicas y políticas que les permitan ser líderes y no sujetos pacientes.Existen pruebas que demuestran que la mejora de la educación y el estatus de las mujeres dentro de sus hogares y en las comunidades tiene un efecto directo sobre la seguridad alimentaria y la nutrición, especialmente la nutrición infantil.
Y que cuando la situación de una mujer mejora, su poder transformador no tiene fronteras. Empoderarse es por tanto mucho más que una proclama con tintes feministas. Es un pasaporte hacia el bienestar de todos. Pero ¿cómo podemos empoderar a las mujeres que se quedan en el campo?
El desarrollo agrícola y rural como desafío de género
Nos dice la FAO, y son cifras de 2015, que 2.500 millones de personas en todo el mundo se apoyan en la agricultura familiar, y que producen el 80% de los alimentos que se consumen en muchos de los países en desarrollo. Las mujeres representan casi la mitad de la mano de obra agrícola y, por tanto, tienen un papel esencial a la hora de asegurar la nutrición en sus hogares y comunidades, pero también gestionar los recursos naturales.
Sin embargo, no están en situación de igualdad con los hombres en el acceso a las tierras, al agua, a la tecnología ni a los créditos. Su representación en las instituciones es menor y tienen menos poder de decisión. Esta discriminación a la que se ven expuestas las mujeres favorece que se enfrenten a una sobrecarga de trabajo y a actividades que no se pagan o apenas están reconocidas. Aún más cuando la pareja migra y se quedan solas en el hogar.
Cerrar esa brecha de género es vital porque, como ya hemos dicho incansablemente, sin ellas es imposible alcanzar la seguridad alimentaria, como se propone la Agenda 2030. Ante esta situación, la FAO apoya a gobiernos y a instituciones para que pongan en marcha programas de igualdad de género en las comunidades rurales. Y lo hace de muchas maneras; una de ellas, recogiendo datos. Aunque pueda parecer que no es una acción sustancial, sin ellos no es posible proceder a acciones que afinen en los objetivos, las necesidades concretas de las mujeres.
Mujeres inmigrantes en España: echar raíces, echar de menos
Aunque las circunstancias y el entorno difieran de las realidades que hemos contado hasta ahora, no podemos cerrar este foco sobre la mujer sin acercarnos a España y a sus mujeres migrantes. La población extranjera en nuestro país suma 4.618.581personas, y el 49,3% de ellas son mujeres.
¿Quiénes son? ¿A qué se dedican? ¿Por qué vinieron? ¿Qué dificultades han encontrado aquí? ¿Cuáles son sus sentimientos? Un interesante estudio presentado en marzo de 2017 y realizado con 204 mujeres de 31 países, de África, Asia, América y la Europa no comunitaria nos acerca a ellas. Su título es elocuente: Echando raíces, echando de menos.
¿Qué debemos saber de estas inmigrantes con las que nos cruzamos por la calle, nos ayudan en las tareas del hogar, llevan a sus hijos a las escuelas de nuestros barrios y cuidan a menudo de nuestros mayores?
Que la mayoría tiene entre 26 y 55 años de edad, que cuatro de cada 100 son las únicas en su unidad familiar que aportan dinero al hogar, que algo más de la mitad están desempleadas. Una gran mayoría tiene cargas familiares. La mitad de las participantes en este estudio ha confesado que el trabajo que desarrolla no se ajusta a su formación ni a sus habilidades. Entre las que tienen un salario, un tercio no supera los 600 euros al mes. Y en lo tocante a las remesas, la mitad del dinero se gasta en los consumos familiares básicos y una cuarta parte en los estudios de sus hijos e hijas.
Y las hay que tienen varios trabajos. La sobrecarga, se lamentan muchas de ellas, impide que dispongan de tiempo para ir al médico. La mitad aseguran haberse sentido discriminadas como extranjeras y una de cada cinco por ser mujer. El sentimiento de soledad acompaña al 48% de las participantes en el estudio. Pero no es el único: de más a menos, estas emprendedoras declararon haber sentido tristeza, nerviosismo, sensación de reto, miedo, alegría y culpa.
* Esta es una adaptación del octavo libro de la colección El estado del planeta, editada por EL PAÍS y la FAO, que analiza los principales retos a los que se enfrenta la humanidad. Cada domingo se entrega un volumen con el periódico por 1,95€, y los 11 tomos también se pueden conseguir aquí.
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