¿Podemos cambiar de personalidad?
Nuestra manera de ser está configurada, en su mayoría, en nuestros genes. La determina el cerebro. No hay manera de cambiar el temperamento. Lo único que está en nuestra mano es intentar modular el carácter y adaptarlo a los que nos ha tocado vivir.
Una parte de nuestra personalidad viene marcada genéticamente. Tradicionalmente los expertos separan dos dimensiones diferentes de nuestra forma de ser: el temperamento (lo más instintivo y biológicamente determinado en cada ser humano desde que nace) y el carácter (lo que aprendemos, y por lo tanto, fuertemente vinculado a la educación y al ambiente). El carácter no se hereda y es modificable. El temperamento nos viene en el ADN. Podemos aprender a controlarlo, pero persiste. Igual que el cuerpo se compone de huesos, músculos y órganos, la personalidad se forma por tres elementos básicos: la instrospección, el neuroticismo y el psicoticismo. Todos ellos están relacionados con el cerebro. Esta teoría la desarrolló el psicólogo Hans Eysenck en los años cuarenta. El mayor o menor porcentaje de estos tres rasgos determina quiénes somos.
Los introvertidos tienen mayor actividad cortical en el cerebro, no necesitan estímulos externos como les pasa a los extravertidos
Aunque lo primero que hay que aceptar es que no hay maneras de ser mejores o peores: cada una tiene sus luces y sombras. Por ejemplo, si una persona es introvertida, no puede dejar de serlo. Sí podemos adecuar nuestro comportamiento, modificarlo en función del ambiente en el que vivimos para que no sea un impedimento y nos haga sufrir. Perseguir lo contrario sólo nos conducirá a la infelicidad. Un introvertido tiene mayor actividad cortical que un extrovertido. De ahí vienen sus diferencias. Los núcleos neuronales forman la sustancia gris del córtex cerebral. La gente introvertida genera más movimiento de neuronas sin apenas estímulo. Los extrovertidos, sin embargo, son más sensibles a estímulos externos: las luces, el ruido, el movimiento constante, las nuevas experiencias. Estos incentivos sacan lo mejor de este tipo de personas. Al introvertido le provoca una especie de saturación que les agobia y desquicia.
El neuroticismo tiene que ver con la estabilidad emocional. Este rasgo se encuentra fuertemente vinculado al sistema límbico, un conjunto de estructuras del cerebro que regulan estados emocionales como la atracción sexual, el miedo y la agresión. Hay personas a las que les afecta todo, están en un estado de tensión continuo. Otras, en cambio, son como un tronco y saben manejar mejor las circunstancias. Para alguien que tenga el neuroticismo bajo todo es más plano. Al no tomarse las cosas muy a pecho, evita los sobresaltos. Pero se pierde otros estímulos que pueden enriquecer sus experiencias y entablar relaciones más estrechas con las personas. Estadísticamente, las mujeres tienen el neuroticismo más alto, con lo que su riqueza emocional es mayor que en los hombres. Esto explica que ellos se hagan un lío cuando “irrumpen las emociones”, según explican los psicólogos expertos en personalidad Rodrigo Martínez de Ubago y Mara Aznar en su libro Deja de intentar cambiar (editorial Kolima).
El psicoticismo es el tercer componente de la estructura de la personalidad, según esta teoría de Eysenck. Está regulado por las hormonas gonadales (como la testosterona) y las enzimas (como la monoamino oxidasa, conocida como MAO). Otros expertos posteriores al psicólogo Hans Eysenck no lo consideran un elemento fundamental en nuestra forma de ser. Aquellos que experimentan episodios psicóticos presentan niveles altos de testosterona y bajos de MAO. Cuando el psicoticismo es bajo, la persona es temerosa y huye del peligro rápidamente. Pero también son empáticas.
En el lado opuesto están las personalidades emocionalmente independientes o frías que, en casos extremos, incluso llegan a disfrutar del sufrimiento ajeno (lo que se conoce como psicopatía). Estadísticamente, los hombres tienen mayores niveles de independencia (lo cual, lógicamente, no quiere decir que no haya mujeres frías y hombres empáticos) y los jóvenes más que los adultos. El nivel de cada uno de estos tres rasgos cambia a lo largo de la vida, aunque su proporción nos viene de nacimiento. Los jóvenes tienen los niveles máximos de extroversión, reactividad e independencia: por eso los adolescentes buscan estimulación y peligros, contravienen las normas, son egoístas y, desde luego, son emocionalmente inestables. Con la madurez, estos niveles se regulan.
A la pregunta de si podemos cambiar nuestra personalidad, la respuesta es no (en parte). Lo único que puede modificarla es un acontecimiento traumático: vivir una guerra, el suicidio de alguien cercano, el diagnóstico de una enfermedad terminal... Podemos, eso sí, modelar nuestra conducta a través de una terapia. Es posible modular ciertos rasgos del carácter al entorno que nos ha tocado vivir. Pero hay otro factor que puede cambiarnos: el amor. Según el psiquiatra Carlos Álvarez Vara y el catedrático de Psicología y experto en personalidad Manuel Juan Espinosa, la intensa huella que el amor marca en nuestro cerebro unida al refuerzo positivo que supone una relación amorosa sí tiene el poder de hacernos cambiar.
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