Massimo Bottura: Obsesiones de un cocinero
Enérgico, locuaz, caótico. Está al frente de uno de los mejores restaurantes del mundo. Su Osteria Francescana ha revolucionado la cocina italiana, a la que ha incorporado el arte contemporáneo. Del tres estrellas Michelin a la lucha contra el desperdicio de alimentos, todo cabe en su mundo creativo.
La cabeza de Massimo Bottura funciona como una máquina expendedora de metáforas. Para explicar por qué sus platos son revolucionarios dentro de una tradición gastronómica tan potente como la italiana, recurre a una foto en su iphone. Saca el teléfono y muestra a un famoso artista disidente chino tirando una porcelana al suelo en tres fases. “Este es Ai Weiwei. Hace exactamente lo mismo que yo”, dice enfático con esa manera tan particular de hablar en inglés de los italianos. “Hay 2.000 años de historia en ese jarrón. Lo rompe. Yo estoy rompiendo el pasado para recrearlo con el filtro de una mente contemporánea”.
Una de las obsesiones de Bottura es el arte. La otra es traducirse a sí mismo, contarse. Lo hace cuando pasea por Módena, cuando conduce su Maserati, cuando está en la cocina, cuando juega al fútbol con sus empleados. Ha adquirido hace poco esa obra de Ai Weiwei en una subasta y se esmera en aclarar que las piezas artísticas que habitan los cuatro pequeños salones de la Osteria Francescana, su restaurante de tres estrellas Michelin, donde el menú más barato cuesta 250 euros, están ahí por algo. Que ese círculo gris que cuelga de la pared, de Bosco Sodi, es “como El grito, de Munch, pero de la Tierra”, o que ese guardia de seguridad hiperrealista que hay junto a la puerta vigila Nosotros somos la revolución, un autorretrato de Joseph Beuys. Entra en el restaurante por la mañana como quien sale a escena, con unas zapatillas de Gucci que llevan sus iniciales bordadas y un jersey negro de la misma marca. Saluda calurosamente. Gesticula. Sugiere que lo fotografíen aquí o allí, con esta luz o aquella. Es enérgico, locuaz, sabe lo que quiere.
Mientras le hacen las fotos, en el comedor principal los camareros escuchan en silencio las indicaciones del maître. Visten uniformes también de Gucci, con insectos estampados en el forro de la chaqueta y camisa blanca con una abeja, símbolo de la marca, bordada. La música del Cascanueces, de Chaikovski, sale de la cocina. Aunque, por supuesto, esto no es solo una cocina, es “un laboratorio de ideas”, y uno de sus platos más conocidos tampoco es exactamente lo que parece: “La parte crujiente de la lasaña no es la parte crujiente de la lasaña. Son espaguetis con tomate, espaguetis con parmesano, espaguetis y hierbas. Se cuecen a fuego lento. Lo pones todo junto. Lo enrollas como [los colores] la bandera italiana. Lo deshidratas, lo fríes, lo ahúmas, lo quemas. Y luego transfiero emoción a todos. Incluso a quienes no entienden nada de comida, porque comes la emoción, no las cosas”.
“¿Por qué vas a volar hasta Módena y experimentar esta locura que hay en mi cabeza? Porque yo hago visible lo invisible”
Dice haberse dado cuenta de que su trabajo “es una inspiración para mucha gente del mundo del arte”. “¿Por qué vas a volar hasta Módena y experimentar esta especie de locura que hay en mi cabeza? Porque yo hago visible lo invisible”, dice recalcando esa frase. Es un hombre de lemas. “Hace dos noches vino una cantante de ópera de Chicago con su marido, un genio de las matemáticas. Enseguida dijeron: ‘Esto no es comida, es algo más. Es como la ópera: la obertura, el minueto, el allegro, el gran final…’, y yo les respondí: ‘Lo habéis cogido a la primera’. Esto es muy importante para mí”.
Bottura, de 55 años, es uno de los mejores cocineros del mundo. En 2016 se colocó en el número uno de la lista de los 50 restaurantes de referencia. Ahora es el segundo, por detrás de Daniel Humm y su Eleven Madison Park de Nueva York, y en un mes y medio se decidirá quién ocupa de nuevo el primer lugar. Puesto arriba o puesto abajo, lleva años instalado en esa élite. Desde la pequeña calle Stella en Módena, ha ido expandiendo un ecosistema creativo en el que conecta con naturalidad los platos y conceptos que sirve cada día en la Osteria Francescana con la lucha contra el desperdicio de comida a través de su fundación Food for Soul. Tan pronto escribe un libro en el que explica el andamiaje intelectual y artístico de su cocina con un tono desenfadado —Nunca confíes en un chef italiano delgado (Phaidon)— como abre un restaurante en Florencia en colaboración con Gucci. Es el chef de tres estrellas Michelin que cocina en una cena benéfica para megarricos en Miami a 850 dólares el cubierto (unos 689 euros), y también el que crea comedores sociales por el mundo. Los llama refettorios, porque recuperan el sentido de la comunidad que se reunía para comer en los monasterios, y se nutren de los excedentes de supermercados con los que colaboran.
Salir a la calle con Bottura implica pararse varias veces para que los turistas y vecinos de Módena, de 185.000 habitantes, se hagan selfies con él. Quieren saludarlo, que les firme autógrafos. Él cumple con buen humor, despliega su gestualidad extrema. En el mercado tradicional Albinelli, bromea con los tenderos, elogia el parmesano de un puesto, la calidad de los tomates de otro. Todos lo conocen de toda la vida, aunque él ya no viene personalmente a hacer la compra. “Vienen mis chicos. Los proveedores saben exactamente lo que necesitamos. Me obsesiona la calidad de los ingredientes, y al restaurante llega lo mejor de lo mejor sin importar el precio”, dice justo antes de dejarse arrastrar por unas señoras rubias para posar. Es una estrella, y su Osteria Francescana, tan alimento de Instagram como la catedral románica del siglo XI que está a pocos metros. A primera hora de la mañana, un hombre de unos 50 años toma fotos de la puerta. Está reconociendo el terreno, saboreando la expectativa. “He venido desde Ginebra. Llevo un año para lograr una reserva y por fin ceno hoy”. Bottura conoce el fenómeno: “Sí, todos los días es así. Viene un autobús, por ejemplo de chinos, solo a hacer fotos de la puerta”.
Pero la vieja y rica Módena donde nació, de calles empedradas, fuentes y bellísimas piazzas de edificios anaranjados, no siempre le quiso. Veinte años atrás, cuenta, “la gente me miraba como a una bruja. Ahora me llaman maestro, pero siempre recuerdo lo difícil que fue”. Más aún en un país donde “la comida es una religión” y donde se sigue cocinando, y muy bien, en las casas. En 2009 incluso le acusaron, en un conocido programa de televisión, Striscia la notizia, de usar aditivos químicos perniciosos. Fue la versión italiana de la guerra en los fogones que había estallado en España un año antes entre la vanguardia, que representaba Ferran Adrià, y el peso de la tradición. “Fue durísimo, una crítica demoledora, y en Italia la tomaron con él”, explica por teléfono Adrià, que tuvo a Bottura de becario en el año 2000. Entonces elBulli era el lugar en el que había que estar, donde ocurrían las cosas en el mundo de la cocina. “En ese momento fue uno más de los 80 que pasaban por allí cada verano. Venían y cada uno se bullinizaba a su manera. La diferencia es que más tarde se mantuvo la relación. Bottura ha colocado a Italia en la Champions League del arte culinario, o sea, el que tiene voluntad artística y creativa, porque la cocina popular italiana ya era la número uno de Occidente”. Bottura se había formado en Nueva York y en Montecarlo, con Alain Ducasse. Pero su paso por elBulli supuso un punto de inflexión en su carrera: “Él nos dio libertad. Libertad para pensar, para desligar la [alta] cocina de la influencia francesa”, dice el italiano.
A mediodía, el ambiente de la cocina se ha transformado por completo. Ya no se oye música, solo el ritmo metálico de las batidoras, del movimiento de las sartenes contra el fuego, susurros, cubiertos, pasos, agua hirviendo. Hay una cadencia tensa en la que de pronto se oye un timbre para que salgan los platos. Hace calor. Entran los camareros, salen rápido. En esa coreografía de movimientos certeros, en la que todos están concentrados, Bottura va y viene, se acerca a una zona, da indicaciones en voz baja. Observa, controla. Trae cuchillo, tenedor y un plato. “Eso es agua de mar deshidratada”, dice señalando unas finísimas hojas blancas como papel arrugado. “Tienes que comerlo en dos partes”. Debajo hay lenguado. “Parece papillote, pero no lo es. Está quemado, pero sabe como si estuviera hecho a la plancha. Debajo hay tomate, alcaparras, limón… ¡Esto es comida italiana, pero reconstruida por una mente contemporánea!”. En ese momento toma el control de los cubiertos ajenos y divide la comida: “Así”. Es raro comer en la cocina con el chef empeñado en que el otro entienda cada concepto, qué hay detrás de cada plato, pero es más raro aún notar que lo que dice tiene sentido en la boca.
Bottura está volcado en el nuevo refettorio en París, en la cripta de La Madeleine. La idea brotó en la Exposición Internacional de Milán, en 2015. Soñaba con que “algunos de los mejores chefs del mundo cocinasen para gente necesitada con las sobras de la Expo”, como explica en su libro El pan es oro, que acaba de editar Phaidon en España. Llamó a sus amistades de entre los mejores cocineros del mundo. Es un tipo popular: acudieron más de 50, del español Joan Roca al danés René Redzepi y del peruano Gastón Acurio al francés Alain Ducasse. Bottura los puso a cocinar, cada día a uno, y a improvisar: tenían que apañárselas con la comida que les llegara ese día, aquello que de otro modo podía acabar en la basura porque no se había vendido o estaba algo mustio. Nunca sabían con qué ingredientes se iban a encontrar y con los que hubiera debían confeccionar un menú para un centenar de personas. El resultado de ese rompecabezas, tan diferente a la abundancia y variedad que tienen en sus restaurantes, fue una aventura que se reprodujo también en Río de Janeiro, Londres y ahora —ya está abierto— París. Las recetas de esa primera experiencia están plasmadas en el libro. “Esto no es caridad, es un proyecto cultural. Se trata de cambiar la mentalidad de la gente. La caridad se hace en silencio, es algo íntimo”, aclara Bottura.
Al principio sentía que no le entendían. “hace 20 años, la gente me miraba como a una bruja. Ahora me llaman maestro, pero fue difícil”
En la Osteria Francescana se siguen los principios que rigen en los refettorios. Aquí no se tira nada. Lo que sobra del tres estrellas Michelin, con 28 servicios de día y otros tantos de noche, se reutiliza para que coma y cene el equipo a diario —hay dos empleados por cada cliente—. Bottura viene con una cazuela con una salsa verde. “¿Ves? Esto es pesto. Lo hemos hecho con todo lo que hay a mano. Estamos ensayando [para el refettorio]. No lleva piñones, sino muchos tipos distintos de hierbas. Pero nota la cremosidad”. Lo da a probar y, sí, es pesto. En otra sala estiran la masa en finos palitos para hacer grissini. Con las puntas que sobran hacen panecillos para ellos.
En su cabeza no hay contradicción entre cocinar para gente con dinero o para homeless. “Cuando cocino, me aíslo y creo mi mundo para compartirlo con otros, pero no pienso: esta persona va a entender mi concepto y esa no”. Tiene claro que a los necesitados que acuden al refettorio les da igual. “¿A quién le importa [que tengas tres estrellas Michelin]? Lo comprendimos en Milán. Algunos se quejaban. ‘¡Demasiadas sopas!”, dice riéndose. “[Los sin techo] se convirtieron en críticos gastronómicos. Fue muy divertido: ‘Eh, chef’, dice cambiando la voz, ‘este tipo no sabe cocinar’. Y yo les decía: ‘Es el mejor cocinero de Asia, ¿de acuerdo? ¿Qué queréis?”, y responde con la otra voz, como en un teatro: “¡Queremos pasta! ¡Pero pasta buena!”. Vuelve Bottura: “Vale, mañana haremos pasta”.
Si la cocina de los refettorios exige improvisación, la del restaurante requiere precisión. Él lo compara con conducir un coche de fórmula 1: “Siempre estoy en la Osteria. Nunca me pierdo un servicio cuando estoy en Módena. Nunca. Porque debo ser respetuoso con quienes vienen aquí desde todo el mundo, y hablar con ellos, hacerme fotos, entender si les ha gustado o no, porque con esas sensaciones sabes si vas o no en la dirección correcta”, dice en voz baja, como si revelara un consejo. “Si no estás ahí, pierdes el control del coche y puedes chocar. Y es muy fácil que ocurra si conduces a 300 por hora”.
Con los últimos postres en la mesa, la cocina cambia su respiración. El nervio de hace dos horas se desinfla. Poco a poco, algún cocinero mira el móvil, regresa la charla distendida. La pequeña cocina se expande.
Durante el paseo de la mañana, Bottura se ha fijado en dos futuristas coches expuestos en la plaza de la catedral. “Son los Pagani”, dice él, un apasionado del motor. “Están hechos a mano, un millón cada uno”, señala. “Si creces en Módena, no puedes evitar los sonidos del tubo de escape”, cuenta imitando el ruido de un bólido al tomar una curva y acordándose del piloto Gilles Villeneuve, de “lo loco” que estaba y lo locos que les volvía a los chavales como él.
Bottura se formó en Nueva York, y en Montecarlo, con Alain Ducasse. Alaba a Ferran Adrià y lo que aprendió de él: “nos dio libertad para pensar”
Bottura conduce un Maserati Levante nuevo de camino a un campo de fútbol a las afueras de Módena. Esta es la Italia rica, la del campo salpicado de casonas y villas —él mismo compró una a unos condes, con un enorme jardín, huerto, piscina y hasta lago—, la de los prósperos productores de vinagre, parmesano y coches de lujo. En pocos kilómetros alrededor se fabrican los Ferrari, Maserati, Pagani. En la carretera secundaria, con las cumbres nevadas de los Apeninos al fondo, hay un pequeño atasco. Bottura empieza a impacientarse. Suena REM. Minutos después, el coche de delante circula demasiado despacio. “Seguro que está mirando el móvil”, aventura el cocinero, y en cuanto tiene ocasión acelera y lo adelanta bruscamente. Mejor no mirar el velocímetro. Luego él vuelve a la conversación como si nada, y más adelante explica que el coche tiene un modo sport, “así, con esto”, toca un botón que hace rugir el motor y acelera. Un trayecto corto, y quizá demasiado emocionante.
En 2001, otro atasco cambió su vida. “Fue mi día de suerte”, explica. Un famoso periodista gastronómico quedó atrapado en la autovía a la altura de Módena y decidió desviarse y probar la Osteria, que había abierto en 1995. La entusiasta reseña que publicó hizo que, pocos meses después, lograra la primera estrella Michelin. Aquello cambió por completo la percepción pública de su trabajo y lo lanzó. El éxito, sin embargo, no se tradujo inmediatamente en ingresos. Ahora viven de la Osteria, de eventos externos y de colaboraciones con otras marcas, pero durante años fue otro negocio, el de embotellar y vender vinagre y aceite de oliva bajo el nombre de Villa Manodori, el que les mantuvo en pie.
En un pequeño campo de fútbol sala, con hierba artificial, el chico que horneaba el pan hace un rato en la Osteria se ha hecho con el balón. Por ahí se ve también al chef de su otro restaurante en Módena, la Franceschetta58, una versión más informal del tres estrellas, y a Takahiko Kondo, Taka, su mano derecha en la cocina junto a Davide Di Fabio. La plantilla se ha organizado en tres equipos y se van turnando para salir al campo. Hacen esto muchos viernes. Bottura no juega hoy por precaución. La inauguración del refettorio de París está cerca y no puede lesionarse, así que se coloca en la banda izquierda y empieza a dar instrucciones a gritos: “¡Tira a puerta ya!”. Se indigna, gesticula, los reúne como un entrenador. A lo largo del día se refiere a su equipo como parte de la familia. “Es importante mantener el estímulo intelectual para todos, porque trabajan conmigo desde hace mucho tiempo. ¿Por qué Taka o Davide siguen aquí? Porque entienden que pueden seguir creciendo más y más. Hemos construido nuestro mundo”.
Ese mundo es una potente maquinaria en la que su mujer, la estadounidense Lara Gilmore, tiene un papel central. Estudió Bellas Artes y abrió la mente de Bottura al arte contemporáneo. En una cena con ella el día anterior, en la que también estaba el hijo pequeño de la pareja, Charlie, de 17 años —la mayor, Alexa, está en la universidad—, Gilmore define su trabajo: “Correr detrás de Massimo”, dice riendo. “Lo que hago es seguir contando la historia, una y otra vez, durante 20 años”. Ella atrapa las metáforas e ideas de Bottura y dirige la fundación Food for Soul, todo el entramado cultural y social detrás de la cocina del chef. “Es volcánico, adora cocinar. Así que la familia y el restaurante están mezclados. No tenemos día libre”, cuenta mientras Charlie hace fotos de todos los platos que se sirven. Gilmore también desarrolla un proyecto en el que se enseña a hacer tortellini a chavales con necesidades especiales como Charlie, afectado por un síndrome genético, y que puedan venderlos.
Bottura asegura que afronta cada día como todo lo demás en la vida: siempre abierto a lo inesperado. Aunque ese es otro de sus eslóganes, retrata bien cómo piensa: “Te hace estar siempre alerta, escuchar a tu cuerpo, tu mente…, y quizá surja una gran idea. Mi creatividad no es algo como ‘me encierro a las diez y creo hasta las seis”, dice riendo. La relación simbiótica que tiene con Gilmore se hace evidente cuando explica que fue ella la encargada de encontrar los tiempos para trabajar en los libros: “Es muy buena escritora. Era lo último que hacíamos por la noche y lo primero por la mañana. [En ese rato] no hablo con nadie más, apago el móvil. Yo hablo, hablo y hablo. Es como una destilación de los recuerdos”.
Libros, fundaciones, viajes, premios, idear platos, la fama… Toda esa actividad no le causa, dice, estrés alguno, porque “es natural” en él. También se siente a salvo del divismo de otros grandes cocineros. “Tengo un hijo con problemas, y eso te mantiene con los pies en la tierra de inmediato. Es así de fácil, como una terapia diaria. Aprendes muy rápido que eres cocinero, no una superestrella”.
Lara Gilmore, su mujer, tiene un papel central en la ‘marca’ Bottura: le introdujo en el mundo del arte y dirige su fundación
No es fácil seguir su ritmo. Tiende a ocuparse de varias cosas al mismo tiempo, y el hilo de la conversación no es precisamente lineal. Explica algo y mira el teléfono, o desaparece unos minutos, o quiere enseñar algo que hay por la calle. Ahora cuenta cómo puso en pie el primer refettorio, cómo transformaron un espacio en desuso de las afueras de Milán en un lugar acogedor lleno de obras de arte. De pronto se interrumpe. “Quiero hacer una cosa”, dice. Llama en italiano a los de su equipo, que trabajan en el cuarto de al lado. Entran cuatro chicas con cara de sorpresa. “¿Cuál fue para vosotras el momento clave de Milán? Primero [habla] tú, luego tú”. Las empleadas improvisan respuestas. Él escucha, les dice: “Ah, sí, ese es un aspecto interesante”. Luego vuelve a la entrevista: “Para mí, lo decisivo fue: ya teníamos el mostrador como los de los comedores sociales clásicos para coger el pan, los cubiertos, las sopas, la pasta…, y de pronto pensé: ‘Vamos a saltarnos esto’. Nosotros sabemos cómo crear hospitalidad. Sirvamos a la gente como en los restaurantes”. Abandona el inglés y prosigue en italiano: “Construir la dignidad de las personas no es ¡pfff! echarle una cucharada de puré”. Vuelve al inglés: “La idea del refettorio es luchar contra el desperdicio de comida, pero también revelar la dignidad de las personas. ¿A través de qué? A través de la belleza, porque la belleza cambia el mundo”.
Bottura lidió al principio con protestas de los vecinos de Greco, un barrio modesto de Milán, molestos con la idea del comedor social. Años después sigue funcionando, han abierto nuevos negocios alrededor y el día a día lo maneja Cáritas. Pero esas dificultades no fueron nada comparado con lo que ocurrió en Río de Janeiro, cuando inauguró otro en el bohemio barrio de Lapa. “¿Problemas? ¡Es sarcasmo llamarlos problemas!”, dice a carcajadas. Tuvieron dificultades con el suministro de electricidad, de gas y de agua. ¿Fue peligroso? “¿¡Peligroso!?”, grita. “Un día entraron con pistolas y les robaron todo a los voluntarios, se llevaron ordenadores, teléfonos…, todo”. En ese momento él estaba en otra parte de la ciudad. “Cuando me enteré, me sacó de quicio. Todo estaba organizado, me decía: ‘Es imposible, es imposible, no puedo hacerlo’. Estaba enloquecido, lleno de mala energía, así que salí a dar una vuelta por Copacabana con mi hija”. De pronto se levanta la manga del jersey y enseña un tatuaje: No more excuses (No más excusas). Ahora imposta la voz para imitar a su hija. “Papi, papi, quiero un tatuaje’. Y yo dije: ‘Venga, Alexa, no’. Y ella: ‘Sí’. Y dije: ‘De acuerdo, yo también’. Y me puse lo mismo que dicen las letras de neón que [el artista] Maurizio Nannucci puso en el refettorio de Milán. No-more-excuses”, dice despacio.
La parte más predecible de su día empieza con un café en la cocina y termina con él recostado en el sofá de la habitación de su casa donde tiene una bestial colección de vinilos, otra de sus obsesiones, sobre todo de jazz. Cuando vuelve del restaurante a medianoche, no puede irse directamente a dormir — “demasiada adrenalina”— y necesita pasar un rato en esta especie de cámara hiperbárica mental que es donde tiene sus 12.000 discos.
Su piso, a cinco minutos del centro de Módena, está lleno de cuadros y obras de arte. En la cocina, abierta al salón, tiene dos imágenes enmarcadas. A la derecha, la foto del Papa Francisco, en la que les da la bendición apostólica a él y a su familia. A la izquierda, la portada que le dedicó la revista ‘T Magazine’ de The New York Times. “Es lo sacro y lo profano”, cuenta divertido. “Cuando me despierto y estoy gruñón y enfadado, lo miro y me acuerdo de que [el Papa] me escribió [para felicitarme] por la idea del refettorio de Milán. Y el otro es lo profano: una vez que eres portada de The New York Times [en una selección de los personajes más influyentes de la cultura], con Lady Gaga, Michelle Obama…, ¿qué más quieres?”. Se sienta junto a los fogones donde hay varias cafeteras, imitando la postura de cada mañana, y reflexiona sobre los lugares que más quiere. Son la cocina, la sala de música y la iglesia milanesa donde conoció a un cura que le inspiró para el refettorio. “Ahí volví a rezar después de décadas sin hacerlo”, dice mirando al suelo, introspectivo. No sabe bien qué lo llevó a hacerlo, pero sí que la primera oración fue para su madre, que murió poco después. Antes, al hablar de ella como su “primera fan”, ha mencionado la vez en la que una periodista le preguntó qué pensaba de su hijo como chef. “Le dijo: ‘Es muy bueno, pero yo cocino mejor”, cuenta riendo.
Son las siete de la tarde cuando Bottura propone ir a cenar una pizza antes de volver a la Osteria Francescana para el segundo servicio. Llama por teléfono, anuncia su llegada y pide una calzone para dos. Es un restaurante tradicional, de barrio, de 18 euros la pizza. A esas horas está casi vacío. Es su favorita, y con razón, y es la segunda vez en el día en el que se ve comer al cocinero. A mediodía ha tomado unos trozos de lengua y carrillera de ternera robados del ragú que preparaban en los fogones de la plantilla, de pie y en apenas un minuto. No parece estar cansado, sigue contando historias. Media hora después está de camino a su restaurante. Debe volver a escena.
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