La enfermedad de la familia que no puede dormir
Un libro cuenta la historia de la lucha contra las misteriosas enfermedades priónicas, un tipo de dolencias a las que nadie ha sobrevivido
Hasta hace poco más de un siglo, los médicos no podían hacer mucho más por los enfermos que el brujo del pueblo. Cuando alguien se curaba lo hacía, casi siempre, porque su organismo habría vencido a la enfermedad de todas formas, pero los humanos preferimos la sensación de que controlamos nuestro destino. El médico, como el brujo, ofrecía el alivio de una explicación y un ritual que seguir ante el infortunio, por falsos e inútiles que fuesen.
En ese tiempo en el que la medicina moderna aún se estaba gestando comienza su historia D. T. Max, el autor de La familia que no podía dormir (Libros del K.O.). El libro, publicado por primera vez en 2006 y reeditado ahora en castellano, tiene como protagonista a una familia italiana que desde hace más de dos siglos convive con una maldición. Alrededor de los cincuenta, empiezan a notar la cabeza rígida y ven cómo se les encogen las pupilas. Después comienzan a sudar sin motivo aparente y a sentir escalofríos, y al cabo de un tiempo, dejan de dormir. Sin las funciones reparadoras del sueño, el cuerpo se desmorona y los enfermos de este insomnio familiar fatal (IFF) sucumben a una muerte horrible en pocos meses.
La ciencia moderna no ha ofrecido a aquella familia una cura, pero sí al menos una explicación que no es una fábula. La causa de su insomnio es una infección extraña provocada por proteínas defectuosas conocidas como priones. Las proteínas son los ladrillos fundamentales con los que se construyen los seres vivos y la forma en que se pliegan es clave para que todo funcione correctamente. Por un motivo que aún se desconoce, los priones cambian la forma de plegarse y contagian a las proteínas vecinas que las imitan en sus pliegues erróneos. Cuando se analiza el cerebro de un fallecido por una enfermedad priónica parece agujereado.
En una crónica magistral, D. T. Max relata el camino que ha llevado a la explicación del origen de la IFF y al desarrollo de la ciencia de los priones, un campo con logros tan valiosos como para merecer dos premios Nobel de Medicina en los últimos 40 años, pero que aún no ha logrado una cura para este tipo de enfermedades. Nadie se ha salvado del IFF, el kuru o del mal de las vacas locas, la epidemia que introdujo a los priones en la cultura popular. La ciencia ha ofrecido un relato, pero como cuenta el autor, en el siglo XXI, la familia italiana condenada por el insomnio letal sigue abrazando la fe en busca de esperanza como lo harían sus antepasados ante el mal desconocido.
Como muchas grandes epopeyas científicas, La familia que no podía dormir tiene como protagonistas a hombres con mentes brillantes y egos descomunales. El primero, Daniel Carleton Gajdusek, que recibió el Nobel en 1976, lideró la investigación del kuru, una extraña enfermedad que diezmaba a los fore, un pueblo indígena de Nueva Guinea. Su trabajo permitió identificar la dolencia como una enfermedad contagiosa que, de forma imprecisa, Gajdusek bautizó como un virus lento. La investigación antropológica identificó el origen probable de la infección en el canibalismo que practicaban los fore cuando se comían a sus parientes muertos.
El otro gran personaje de la ciencia de los priones es Stanley Prusiner, un químico aficionado al lujo que superó la hipótesis de los virus lentos, aisló las proteínas infecciosas y les dio nombre. Recibió el Nobel en 1997, en plena crisis de las vacas locas, cuando el pánico ante la enfermedad hizo que se sacrificasen millones de cabezas de ganado. Gajdusek, su gran rival, recibió la noticia en la cárcel. Además de los conocimientos que le proporcionaron la gloria científica, el investigador se llevó de Nueva Guinea a EE. UU. a 56 niños a los que acogió en su casa. Tres de ellos declararon que habían sufrido algún tipo de abuso por parte de Gajdusek, que siempre consideró aceptables e incluso convenientes las relaciones sexuales entre adultos y niños.
La ciencia de los priones aún no ha logrado una cura para el IFF, el kuru o el mal de las vacas locas
D. T. Max no se aventura a explicar el origen del tabú ante el sexo con menores, pero sí lo hace con el canibalismo. Durante siglos, los seres humanos han tachado a grupos rivales de caníbales. Lo hicieron los españoles para justificar que merecían ser sojuzgados, pero los propios aztecas también pensaban que sus vecinos eran caníbales. “En el caso del canibalismo siempre es otro el que lo practica”, apunta el autor. Como muestran los restos de la Gran Dolina, en Atapuerca, es posible que hace 800.000 años nuestros ancestros se comiesen unos a otros. Esa práctica, como sucedió con el kuru, pudo desatar una epidemia que favoreciese la aparición del tabú ante los caníbales.
Es posible que la familia protagonista de esta historia haya encontrado poco consuelo en los logros de décadas de investigación. Para ellos, la medicina moderna es tan impotente como la brujería ancestral. Pero ahora, la necesidad de controlar el destino no solo se satisface con prestidigitación. Nuestros antecesores necesitaron milenios para que algo les dijese que comerse a sus congéneres podía ser peligroso. En Reino Unido, solo hicieron falta unos años para entender que alimentar con restos de animales a las vacas estaba haciendo enfermar a algunos jóvenes.
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