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Cuando el libro es la propia huerta

La escuelas de campo de la FAO juntan a los agricultores familiares para facilitar la búsqueda de soluciones locales a sus problemas con los suelos, el agua, los animales o la venta de sus productos

Lucy Kathegu Kigunda (sujetando el cuaderno) y otras miembros de una escuela de campo cerca de Meru (Kenia).
Lucy Kathegu Kigunda (sujetando el cuaderno) y otras miembros de una escuela de campo cerca de Meru (Kenia).©FAO/Luis Tato
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Cuando las chicharras —o saltahojas del arroz— asolaban los arrozales del Sudeste asiático en los ochenta, los agentes de formación agrícola daban a los campesinos la respuesta que dictaba el manual: más insecticidas. Se descubrió que las plagas eran provocadas precisamente por el uso de esos plaguicidas, pero llevó años adaptar las enseñanzas de los extensionistas y, con ellas, las prácticas de los agricultores.

El caso sugirió que los paquetes formativos uniformes, diseñados desde un despacho y entregados en la visita de un experto —el modelo en boga en el último cuarto del siglo pasado—, no eran la mejor forma de extender los avances agrícolas. De esa reflexión emergieron las Escuelas de Campo para Agricultores (Farmer Field Schools). La FAO (organización de Naciones Unidas para la alimentación y la agricultura), que empezó a trabajar con este modelo en aquellos años, lanza ahora una plataforma para alojar las buenas prácticas y las lecciones aprendidas en todo este tiempo.

Como recuerda la propia FAO, siete de cada 10 explotaciones agrarias del mundo son de menos de una hectárea. Es decir, quienes las explotan son familias que, en gran parte de los casos, viven de lo que salga de su terreno. Para alimentarse ellos y alimentar al planeta —la agricultura familiar produce cerca del 80% de la comida del mundo— necesitan mejorar su rendimiento y avanzar en el control de pestes y plagas, la gestión del agua, el acceso a mercados o el aumento de la productividad.

Una sesión de evaluación de los suelos con los miembros de las escuelas de campo de Kirushiya (Tanzania).
Una sesión de evaluación de los suelos con los miembros de las escuelas de campo de Kirushiya (Tanzania).©FAO/Marco Longari

Conseguirlo de una forma sostenible, según la lógica de la agencia, solo puede teniendo en cuenta las condiciones (geofísicas, climáticas y sociales) de cada lugar. "En realidad, las escuelas son grupos de agricultores, pastores o acuicultores que se reúnen de forma regular en su pueblo, sobre el terreno, y hacen experimentos sobre el problema", según Ann Sophie Poisot, de la FAO. También las hay dirigidas a pequeños pescadores e incluso apicultores.

De Freire a Habermas

El educador brasileño Paulo Freire trabajó con la FAO y la Unesco para producir materiales adaptados al contexto local, y criticó los sistemas de "extensión" agrícola. El 'pedagogo de la liberación' llamaba a tratar a los agricultores como iguales en la creación de avances técnicos, en lugar de como "objetos" pasivos. La idea de las escuelas de campo bebe de estas ideas y de las del filósofo y sociólogo alemán Juergen Habermas, que presenta el aprendizaje como un proceso de comunicación y discusión entre personas adultas a través de la práctica y la experimentación.

Puntualmente, los participantes reciben formación por parte de expertos (en muchos casos, a través de algunos de sus miembros que ya la han obtenido), pero la clave está en esos debates periódicos para compartir preocupaciones, ideas y experiencias y buscar remedios propios o adaptados las circunstancias de cada uno. "Aquí el campo es el libro, se parte siempre de los problemas y se prueban distintas soluciones", en palabras de Poisot.

De Chad a Nepal o de China a Malawi, en las zonas rurales de 90 países estos grupos acaban a veces por convertirse en el centro de la vida económica de las comunidades donde se instalan. "Los líderes locales no nos hacían caso hasta que vieron que lo que hacíamos funcionaba. Ahora nos ayudan y colaboran", contaba el año pasado Danlos Chaoneka, un malauí que participa en uno de estos grupos para luchar contra la plaga del gusano cogollero. También generan pequeñas revoluciones sociales, al incluir a las mujeres y darles puestos de responsabilidad o al fomentar la alfabetización u otros aprendizajes.

En escuelas de campo como esta de Karak (Jordania) se tratán más de 16 temas relacionados con el cultivo de tomates, sandías o pepinos.
En escuelas de campo como esta de Karak (Jordania) se tratán más de 16 temas relacionados con el cultivo de tomates, sandías o pepinos.©FAO/Lucie Chocholata

Entre las últimas incorporaciones a esta constelación de pequeñas universidades agrícolas con más de 12 millones de graduados está la necesidad de diversificar las fuentes de ingreso, para no depender únicamente de la producción y conseguir efectivo con el que pagar la educación de los hijos o la atención sanitaria. Esto ha dado lugar en los últimos años a más actividades orientadas a los mercados y a obtener productos de mayor valor añadido.

En algunos casos, las escuelas son el embrión de futuras cooperativas, o dan lugar a colaboraciones entre campesinos que antes eran improbables. Por eso, en su guía para formar estos grupos, la FAO pide no imaginarlos como pequeños proyectos para resolver problemas agrícolas concretos, sino como una forma de encontrar oportunidades de desarrollo.

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