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Quintín Quispe. Objetivo: una escuela privada en el Valle Sagrado de los Incas

En Perú, Quintín Quispe vendía silbatos de barro con forma de pájaro. Ahora, ha fundado una carpintería llamada La Tablita en la que construye muebles.

De niño, Quintín Quispe (54 años) quería tener cosas, pero no tenía nada. “Nada”, repite, “solo un saco de harina donde guardaba mi maíz tostado para comer”.

Lo dice mientras señala con el dedo índice el alcance de sus tierras, que tapizan una pequeña montaña desde donde se alcanza a ver todo Cuyo Grande, el caserío de 1.300 habitantes ubicado en las alturas de Písac, Cusco. Antes de chacchar (masticar) coca, Quintín elige tres hojas (en representación del mundo de los vivos, de los muertos y de los dioses) y realiza un pago a la tierra. Hoy, como cada día, ha despertado antes que los gallos con el propósito de construir una vida mejor. Sin ningún tipo de subsidio y en una sucesión de pequeñas actividades, Quintín ha logrado crear una economía autosuficiente. Alimenta a su familia de lo que siembra (maíz, trigo y verduras), cría (abejas, cerdos, gallinas, carneros, cuyes) y construye (muebles, casas).

No ha sido fácil. La vida por encima de los 3.500 metros de altura no es el escenario ideal para dibujar la prosperidad. “Pero yo trabajo como loco, muy fuerte”, dice triunfador, aunque luego matiza. “No siempre fue todo tan bien”.

Miles de turistas transitan anualmente por el Valle de los incas rumbo a Machu Picchu, pero todavía no llegan al taller de Quintín

Quintín vendía silbatos de barro inspirados en los pajaritos que veía en el campo de su infancia. Aprendió el oficio de ceramista de camino a la escuela, cuando se detenía en la puerta de la casa del señor Casaverde, quien moldeaba el barro de forma admirable y lo invitó a ser su aprendiz.

Quintín recuerda sus inicios como artesano en el comedor familiar. Hay una mesa larga con bancas a ambos lados, algunos juguetes regados y botellas de coca-cola en el suelo. En un rincón brilla un cartel de poliespán protagonizado por dos cisnes de purpurina que Quintín mandó a confeccionar para celebrar sus 25 años de matrimonio.

Su esposa, Paulina, sirve una sopa de maíz de primer plato y de segundo el cuy crujiente que tres horas antes sacaron de su jaula y luego metieron al horno de barro.

Sus hijos, Eliceo (33 años, ingeniero zootecnista), Rocío (30, profesora de arte) y Josué (15, estudiante de secundaria), escuchan con atención las historias y aventuras del padre. En la mesa solo falta Rossini (25, ingeniero), que ahora trabaja en una mina, en Puno.

La mayor motivación de sus esfuerzos, confiesa Quintín, fue que sus hijos estudiasen. “Yo he visto a gente que gana plata sentada frente a una computadora. Eso pasa cuando tienes un título”, dice en un español traducido del quechua, su lengua materna.

Quintín Quispe finaliza una figura de barro.
Quintín Quispe finaliza una figura de barro.manuel vázquez

Dudú, el pastor alemán que cuida de las ovejas, ladra en cuanto un desconocido se asoma. Beto y Paparulo son las estrellas del establo que comparten con otras 38 ovejas: han ganado todas las medallas y premios de las ferias ganaderas de los últimos dos años. Tras la caída de la artesanía por la llegada de productos chinos, Quintín experimentó con las ovejas. Al poco tiempo, y para diversificar su economía, decidió que también sería carpintero. No quería depender únicamente del campo y los animales. Pidió un préstamo y compró máquinas. Tras unos cuantos cortes y heridas, ya construía muebles en el taller La Tablita.

Quintín, frente al pequeño reino que ha creado, imagina su futuro antes de llegar a los 60 porque “la fuerza ya no es la misma con los años”. Enumera sus deseos. 1) Acondicionar los bungalós que ha construido en la zona alta de sus terrenos para recibir a gentes de todas partes del mundo. 2) Construir una escuela privada porque la última huelga nacional de maestros dejó a los niños sin clases durante más de un mes.

Cientos de miles de turistas transitan anualmente por el Valle Sagrado de los Incas rumbo a Machu Picchu. Durante el viaje, muchos de ellos tomarán el desvío hacia Písac, conocido por su colorido mercadillo y restos arqueológicos, pero con toda seguridad ninguno seguirá el desvío de tierra sin carteles que, tras un remolino de curvas, conduce a Cuyo Grande. Ningún turista, por lo tanto, tendrá la oportunidad de conocer a Quintín Quispe ni de visitar el mundo que ha creado con sus propias manos. No todavía.

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