Isabel Pacajoj. El Zara de Chichicastenango
Para escapar de la espiral de pobreza, a veces basta con un ligero empujón económico. Esta es la historia de seis familias rurales de América Latina, excluidas del sistema financiero y en situación de vulnerabilidad, a las que un préstamo diminuto les abrió una puerta gigantesca. En Guatemala, Isabel Pacajoj tiene una empresa de productos textiles. Cuentan con 12 empleados y crean otros 40 empleos indirectos.
AVANZAMOS POR una carretera de baches parcheados y en la que las zonas en obras se marcan con pedruscos en vez de señales. A ambos lados de la vía hay incontables leyendas religiosas. “Buscad a Dios mientras pueda ser hallado”. “El santo rosario es un arma para la paz”. “Aceitería El Buen Samaritano”. Nos adentramos en la sierra y el bosque se tupe, la senda se retuerce. Un bus de pasajeros con el lema “Jesús es amor” en el frente aparece en una curva a ciegas en dirección contraria y lanzando pitidos. Pienso: “Dios no adelanta en curva ni abusa de la bocina”.
A 2.000 metros sobre el nivel del mar, en el departamento guatemalteco de Quiché, de casi absoluta mayoría indígena, a las afueras del pueblo de Chichicastenango, Chichi para los locales, nos recibe en su casa la emprendedora Isabel Pacajoj. Tiene 37 años y una sonrisa permanente. Su marido, Moisés Reinoso, 47 años, no es expresivo pero sí acogedor. Dan la mano justo al revés que el hombre más poderoso del mundo, Donald Trump. No la aprietan con agresividad. Dejan su mano suelta, como una caricia.
Isabel y Moisés son tanto un matrimonio como una sociedad mercantil. Como Amancio Ortega y Rosalía Mera, luego divorciados, cuando arrancaron lo que sería Zara. Ellos no son un imperio global, pero les ha ido bien en un país lastrado por la pobreza. Se casaron hace 20 años, justo cuando acabó la guerra. “Es que aquí hubo una guerra, no sé si sabe”, comenta de pasada Isabel. Su casa es de planta baja. Una habitación es el almacén, otra taller de costura y otra la sala, con una cama y una televisión.
“Aprendí poquito inglés, pero me sirve para tratar con turistas. ‘Come on here, you buy”, les digo
Ella había estudiado. Sin embargo, quería dedicarse, como su madre, bordadora, a los negocios. El destino le puso en su camino al aliado perfecto. “Cabal encontré a mi esposo, que era artesano”, dice Pacajoj con la muletilla típica local: cabal, que significa justo. Formada la dupla, se pusieron a vender. Él, sastre. Ella, con título de secretaría bilingüe español-inglés y el mismo espíritu de vendedora de su madre. “Aprendí poquito inglés”, dice, “pero me sirve para tratar con los turistas. ‘Come on here’, les digo. ‘You buy’. Y me dicen: ‘¿How much?’. Les pido ‘one or two hundred’ [quetzales, la moneda local] y ellos hacen ‘¡oh!’. ‘No problem’, les digo. ‘We talk. This is business. ¿What price?”.
En otoño, el clima montañés de Chichicastenango es cálido en las buenas horas de sol y frío cuando cae. Como para dormir con mantas de lana y la chimenea encendida.
La lengua de la familia es el quiché, una de las 23 lenguas mayas de Guatemala. A sus seis hijos les hablan también en español “porque los maestros se burlan si solo saben quiché”. Isabel prepara tortillas de maíz. Coge una bola, la aplana con las palmas. El sonido hueco resuena sobre la cocina de leña: ¡plop!, ¡plop!, ¡plop! Después le da forma pellizcándola con los dedos índice, anular y corazón. Es la jefa, el ojo que todo lo ve. Pasa su hija Keyla, de cuatro años, y le da la orden de que vaya con la mayor, Evelyn, de 15: “Que te amarre tu pelo. Nos vamos a la iglesia”. La familia acude a un templo evangélico. “Cantamos, rezamos y pedimos a Dios que nos traiga clientes”, explica Pacajoj, que busca beneficios hasta en la fe.
Su padre siempre se lo repite: “Hija, tu cabeza es tu suerte. A ti te gusta el negocio”. El matrimonio Pacajoj-Reinoso empezó sin nada. Una mesa que sacaban a la calle con tejidos típicos los días de mercado en Chichicastenango, un zoco prehispánico de un colorido explosivo y geométrico como un viaje lisérgico. En el pueblo hay una iglesia de cinco siglos construida sobre un templo maya. A sus puertas todavía se hacen ritos precolombinos y en días de feria la escalinata caleada, tan primaria como bella, se llena de vendedoras de flores.
En este mercado delicioso, viendo que su producto tenía buena venta, Isabel y Moisés se lanzaron a construir poco a poco su empresa. Primero compraron un puesto fijo. No faltaba clientela entre los turistas y los compradores locales o de Centroamérica y de México. Para ampliar producción, los microcréditos fueron decisivos. “Nos pedían mercaderías, pero solo teníamos una máquina simple”, cuenta Isabel con su acento guatemalteco de sube y baja, musical, tierno. “Y como veíamos que lo que sacábamos se vendía rápido, pedimos préstamo para máquinas industriales y contratamos un operario y luego otro. Pero estos tampoco podían sacar suficiente mercadería y buscamos más. Pedimos otro préstamo para la maquinaria del cuero. Así empezamos a crecer. Nos costó, pero los créditos nos empujaron”. Resume la cuestión con una sentencia que es ley en Chichicastenango y en Wall Street: “El capital es lo que te mueve”.
El jueves, día de mercado, Isabel se puso uno de sus mejores huipiles, las camisas de mujer sin mangas típicas del territorio mesoamericano. Los detalles en rosa intenso hacían un contraste perfecto con su piel lisa de bronce. La falda y la faja también eran artesanales. Habló de su ropa con orgullo. La calidad de las prendas es signo de distinción local. Ese día, la empresaria quiché Isabel Pacajoj llevaba encima unos 700 dólares en ropa. Su marido iba vestido con prendas sencillas, oscuras.
Pacajoj es un ejemplo de buen tino en el provecho de las microfinanzas. Para un país como Guatemala, de 17 millones de habitantes, con unos 10 millones en la pobreza y una mayoría de empleo informal excluido de la banca formal, el círculo virtuoso “entre acceso a microcréditos, buen uso del capital e inversión en el desarrollo familiar es fundamental”, explica Laura Guibert, gerente de marketing de Finca, una financiera internacional pionera en microfinanzas, con 30.000 clientes en Guatemala y préstamos de 400 a 20.000 dólares. Guibert, 28 años, española natural de Pamplona, nos condujo a Chichicastenango. Lleva cuatro años en este país trabajando en este sector. Ha tramitado préstamos en cada rincón. Desde sierras rurales a barrios controlados por las maras, las pandillas criminales. Rubia, alta y elegante, manejaba por Guatemala con decisión de camionero. Su acento ya es casi tan cantarín y guatemalteco como el de Isabel.
El matrimonio, a base de esfuerzo y optimización de los créditos, hoy tiene 12 empleados y da trabajo indirecto a unas 40 personas. Elaboran y venden un sinfín de productos textiles. Entre otros, bolsas de viaje, mandiles, pelotas de mano “para la gente que tiene nervios” y mochilas con forma de Capitán América.
Si cuando empezaban apenas reunían un puñado de artículos sobre aquella modesta mesa callejera, ahora venden al por mayor. Uno de sus mejores clientes es español y lleva dos décadas comprándoles miles de riñoneras de colores al año. En la sección de clientes peculiares se incluyen también un japonés y los mormones estadounidenses que llegan de misión. Esta familia campesina ha salido adelante con sudor y con profundas cicatrices. Quiché fue una zona muy golpeada por la larga guerra civil. “A mi padre lo mataron por no querer ser informante de la guerrilla. A medianoche nos sacaron de la cama, quemaron todo el hogar y lo fusilaron. Yo tenía 10 años”, relata Moisés.
A base de trabajo y optimización de créditos, hoy tienen 12 empleados y crean otros 40 empleos indirectos
Este año se han cumplido dos décadas de la firma de la paz, aunque la violencia no se ha ido del país, sobre todo en las zonas urbanas, donde silban las balas de las pandillas y se imponen con crueldad sus maquinarias de extorsión. La criminalidad ha corroído la espina dorsal del país, abajo y arriba. Los penúltimos presidente y vicepresidenta, Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti, esperan juicio en prisión por corrupción, sombra que planea sobre el nuevo mandatario, Jimmy Morales, acusado de financiación electoral ilegal.
Pero en Chichicastenango, el negocio de Isabel Pacajoj funciona como un reloj y ella ve llegar su meta más deseada, que sus hijos sean los primeros de la familia con estudios universitarios. El mayor, Gerson, 17 años, quiere ser profesor de música. La segunda, Evelyn, quiere estudiar Medicina y ser forense.
Una noche, mientras Isabel bañaba a sus hijas en el temazcal, la sauna de vapor prehispánica, le pregunté a su marido cómo se decía en quiché “empresaria exitosa”. Moisés Reinoso fue a por un diccionario quiché-español. Pasó páginas y no halló ninguna de las dos palabras en su lengua. Pero sí otras que ni siquiera sabía que existieran, no tan útiles para los nuevos tiempos, como “duende silbador”. Reinoso, maya de pura cepa, arqueó las cejas ante el diccionario y lo dejó sobre una silla. Sacó el smartphone y le preguntó a Google: “¿Cómo se dice en quiché empresaria exitosa?”.
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- Según cálculos del Banco Mundial, 2.000 millones de adultos "no están bancarizados", lo que supone cerca del 40% de la población del planeta. En América Latina, la región del globo en la que posan su mirada los seis reportajes que recorren estas páginas, la cifra asciende a 210 millones de personas.
- Un pequeño préstamo tiene un poder de transformación enorme y la figura del asesor dentro de las llamadas instituciones microfinancieras (IMF), que es quien llega hasta el emprendedor allá donde esté, por remoto que sea el lugar, es clave. Sin él, personas como Quintín Quispe o Adelaida Morán jamás se habrían atrevido a entrar en un banco y solicitar un préstamo. La tecnología también juega un papel fundamental: acercan la oficina hasta los hogares de los emprendedores evitando que pierdan tiempo y dinero en desplazamientos.
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