Francesco Carril, actor: “Como generación, andamos atrapados en un limbo pero no hemos naufragado”
Forjado por igual en las tablas del teatro y en las pantallas del cine, al madrileño le ha llegado el inevitable ‘momento serie’ gracias a su papel protagonista en ‘Los años nuevos’
Tres son las armas fundamentales de un actor. En el teatro, el cuerpo y la palabra. Para el cine, además de estas dos, la mirada. Francesco Carril (Madrid, 38 años) las domina en cada medio. Ha logrado conjugar las primeras con estudio, trabajo, dedicación y ya una larga experiencia en el teatro. Pero en las pantallas —cine y televisión— cuenta con unaventaja natural: esos ojos que te escrutan conduciéndote a su órbita y también, a veces, hacia la confianza de la plenitud o el rincón sin respuestas del vacío. Son marrones, pero quedan envueltos, misteriosamente, en el terreno blanco que bordea su pupila, como muestra en Los años nuevos, la serie producida por Movistar+, protagonizada por él e Iria del Río y creada por Rodrigo Sorogoyen junto a Paula Fabra y Sara Cano. Carril cree en esta obra, sus autores captan a menudo lo que como actor sabe transmitir: “La mirada del asombro, cualquier asombro te conduce a la infancia. Y eso me gusta”.
Con esa misma actitud debía de fijarse en las enseñanzas de su abuelo Francesco cuando viajaba a Pisa. Allí, en plena Toscana, pasaba los veranos junto a su familia materna. Aquel hombre fue su maestro en actitud, como recuerda ahora en una mañana fría de Malasaña, el barrio donde vive: “Era médico, pero también actor sin saberlo, en la manera en que caminaba o contaba chistes, siempre dándoles el tono justo en cada giro para provocar la carcajada”. Le enseñó a pescar en las aguas del Arno y a conducir. Dos maneras de estar y moverse por el mundo donde los tiempos muertos propician la conversación y una excusa perfecta para querer conocerse.
Suyos fueron los zapatos que le tomó prestados para debutar en La posadera, de Goldoni, la obra de teatro que afrontó como principiante en el colegio italiano de Madrid. Así, quizás con esa intención que a veces indica inconsciente el azar, quiso dejar patente su agradecimiento al calzarse en escena ese par que le quedaba grande, pero que le marcaría el camino de la vida: ser actor. “Tengo muy pocas certezas, quizás solo una. Que he venido a este mundo para ganarme la vida con ello”.
Recuerda a menudo a su abuelo otorrino. Aún se le sigue apareciendo como un acompañante perpetuo y primer guía, junto a sus padres. A ellos ha unido a su tío Giambi, que le enseñó a husmear en los mercados y a disfrutar de la música clásica. También a María, su abuela paterna, con su arsenal de vídeos VHS en casa: una filmoteca en la que se atiborró de cine clásico.
Pero también buscando en su infancia los resortes de la representación. Los descubrió como niño católico perplejo, hijo de Chiara, una madre creyente y practicante, profesora de italiano. También de José, un padre pintor, que se ganaba la vida en la empresa familiar, había estudiado Filosofía y, junto a las películas de la abuela, le introdujo de adolescente en el cine de Pasolini o Bergman, además de en el teatro. La fe materna en los preceptos de la Iglesia le condujo a su primer contacto escénico: la liturgia. “Iba a misa y el cura aparecía vestido. Yo, entonces, quería colarme en la sacristía, es decir, en el camerino. Me fascinaba aquello y me hice monaguillo en la iglesia de La Milagrosa para ver cómo se ponían esas casullas moradas, verdes, blancas… Me alucinaba el rito, el disfraz y ese encuentro con el público. Después iba a casa y lo recreaba. Pero yo en el papel de cura y mi hermano Paolo en el de monaguillo. Creía en toda aquella función, pero, la verdad, no mucho en Dios”.
Sí, en cambio, en los buenos maestros. La familia cumplió su papel constructivo. Pero luego fue adoptando otros mentores elegidos. En la interpretación le marcaron Antonio Rodríguez, un amigo artista de su padre que le invitó a pasarse como oyente a las clases particulares que impartía para actores y le transmitió la importancia de la pedagogía, lo mismo que otra primera profesora, Nuria Soler. Él le preparó para las pruebas de ingreso en la Real Escuela Superior de Arte Dramático (RESAD), una formación que alternaría con otra complementaria a su oficio y capaz de saciar su hambre de lector concienzudo, ecléctico y autoexigente, la Filología. “La escuela me enseña a conocer gente en la misma situación que yo, pero los primeros dos años no fueron buenos para mí. Sentía que no tenía nada que aportar respecto a mis compañeros. La mayoría contaba con más experiencias, mucho que transmitir, les habían pasado muchas cosas”.
Se sentía raro por considerarse demasiado normal. “Nadie me dijo entonces que me podría ir bien y puede que aquello acabara convirtiéndose en una buena motivación. Ninguno daba un duro por mí”. Por eso, también, se fue a Dinamarca. Allí quiso pasar una temporada en el Odin Teatret, de Eugenio Barba, y conocer a Roberta Carreri. “Le escribí y me animó a ir, aunque no la conocía de nada. Allí me vino bien trabajar solo, en espera de que ella me dedicara tiempo. Aprendí tanto con ella de sus técnicas en las clases como de sembrar el jardín y cortar leña fuera de ellas”.
Luego entró en la Joven Compañía de Teatro Clásico y ahí empezó a creer más en sus posibilidades. No tanto como para venirse muy arriba. En eso, siempre, ha actuado de pared respecto al ego su madre. “Ella me bajaba a la tierra. Cuando me notaba con ganas de comerme el mundo, me recordaba la importancia de ser humilde, discreto. Nos peleábamos por eso, pero ahora pienso que dicha actitud me ha construido también y lo he valorado”. De ahí provienen también una sistemática pero sana inseguridad o un resorte eficaz para no creerse el rey del mambo. “No me siento jamás por encima del público, más bien, por debajo. Así entendí cómo generar empatía”. Esa actitud fascina a Rodrigo Sorogoyen. Ha descubierto en él la capacidad de arrastrar a cualquiera que lo vea en pantalla hasta el salón de su casa: “Es listísimo en el set, las pilla al vuelo, además posee una fisicidad que le permite camaleónicamente llegar a muchos lugares. Puede resultar bello, enigmático y tierno. Esto último, su capacidad para provocar ternura, era lo que más me interesaba para la serie. Pero, además, le ha dado un punto cómico extra”.
Su ya larga carrera en el teatro con la base de los clásicos le fue catapultando a otros ámbitos. Primero en escena, donde se convirtió en la principal correa de transmisión de autores como Pablo Remón o Alfredo Sanzol, actual director del Centro Dramático Nacional. Con el primero se ha embarcado ya en cinco obras, entre las que destacan las brillantes Doña Rosita, anotada o Los intrusos, junto a Javier Cámara. Con el segundo se catapultó en la extraordinaria El bar que se tragó a todos los españoles.
Remón es uno de los creadores que mejor le conocen. Ha sabido sacarle su mejor partido, llevarle a límites, explotar el arrastre de su carisma empático y ese fino sentido del humor que Carril utiliza para conocer bien a la gente. “Mezcla de manera extraordinaria la fragilidad y la fortaleza, se abre en el escenario de manera muy especial. Es sensible e inteligente. Lo que ves con él en escena o en pantalla es lo que hay, de manera limpia, transparente”, asegura el dramaturgo y director.
Carril no dejaba indiferente a nadie que lo viera en los principales escenarios de Madrid. Tampoco a los directores de cine. Tomó contacto con Jonás Trueba por medio de su amiga Barbara Lennie. Ha rodado ya con él cuatros películas desde Los ilusos, la primera que los unió, además de Tenéis que venir a verla, La reconquista y Los exiliados románticos. Después fue abriéndose paso con papeles de secundario en series como Galgos, de Félix Viscarret, o en otros filmes como Un amor, de Isabel Coixet. La cineasta barcelonesa se ha convertido en buena amiga y cómplice en la pasión por la cocina, algo que queda de manifiesto mientras Francesco Carril pasea por los puestos del mercado de Barceló, en Madrid. Pero sobre todo como admiradora de sus habilidades interpretativas: “Francesco es dúctil, travieso, divertido, tierno, curioso, magnético. Posee todas las cualidades que debe tener un actor… Y unas cuantas más”, cuenta Coixet.
Cámara, su compañero de reparto en Los intrusos, dice de él: “Me resulta un señor viejo, pese a lo joven que es, alguien que ha vivido más vidas. Posee mucho teatro detrás, se ha curtido bastante. Puede ser Cary Grant porque es guapo y atractivo, pero a la vez puede resultar patoso, cómico, muy divertido. Es brillante y libre en el escenario, con una técnica apabullante. Sabe sacar partido a esa aura italiana de los galanes con gracia”.
El actor vive un momento al que ha sabido llegar con su fe y sus dudas a cuestas ante sí mismo y la lentitud sobre seguro que le proporcionaba la discreción. Pero también por esa virtud de confesor que le ha convertido en altavoz de unos cuantos grandes autores teatrales y cinematográficos: “He sido alter ego de Sanzol, de Jonás Trueba, de Pablo Remón y, también, ahora, aunque muchas veces él lo niegue, de Sorogoyen… Quizás lo soy porque no tengo una posición clara ante las cosas. Pero no me molesta, le he sacado partido. Ahora creo que saben quién soy, les gusta estar conmigo, les provoco confianza”.
Mediante ese hábil bagaje de brujo al que le confías tus secretos ha llegado Carril a un momento crucial de su carrera con Los años nuevos. En ella, Sorogoyen, Cano y Fabra han querido junto a su equipo de otros guionistas y directores firmar un tratado ambicioso del amor y el desamor. De la ilusión y el desencanto. “La serie trata de lo que implica un encuentro entre dos personas: de todo lo que los rodea. Habla sin límites del amor sin imponer una manera de amarse. Los protagonistas intentan hacer lo que pueden. Y es que cada uno hacemos lo que podemos y eso me tranquiliza”. No por ello se considera Carril resignado, al contrario, le sobra motivación. Pero matiza: “El mantra de si quieres puedes no siempre es verdad. Como viene a decir T. S. Eliot, nos queda el intento. Lo demás no nos pertenece”.
Es una obra que acerca al público toda una visión de los rescoldos mileniales. “Habla de nosotros como generación, de este contexto. Creo que, como tal, andamos atrapados en un limbo, pero no hemos naufragado. Se nos exige saber, opinar y posicionarnos. Queda muy poco espacio para el misterio, para lo invisible. Me rebelo contra eso. Tengo muy claro que hay cosas que no se pueden explicar y resulta mucho mejor dejarlas ahí…”. Como la física y la química explosiva que comparte en la serie junto a Iria del Río.
“Es algo muy azaroso, se establece o no. Con Iria ha funcionado desde el primer día, como si nos conociéramos de toda la vida, nos hemos convertido en familia, algo que va más allá, como amiga íntima, como hermana. En los ensayos, Sorogoyen ha sido muy listo, lo que provocaba era que supiéramos mucho de nuestras vidas, de manera descarnada, de nuestras familias, parejas, rupturas… No he sentido nunca temor por abrirme así”, cuenta Carril.
Hizo una prueba con el director que le valió el papel: “Me escogió tras una audición de dos horas. Luego, a medida que hemos trabajado juntos, me he acordado de lo que decía el cineasta Robert Bresson: haz aparecer ese algo que, si no fuera por ti, no se vería nunca. Sorogoyen ha logrado eso, ha conseguido entrar en mí porque me ha visto y me ha mirado con interés y con amor. Lo que hago aquí es algo muy personal. Los gestos, las maneras de estar en las que me he abierto mucho, él las ha sabido captar. Su cine permite que los mecanismos del habla cotidiana queden ahí. No manda el guion, manda siempre la vida”.
Carril es curioso y vampiriza las conversaciones de la gente, pero le asusta algo el foco: “Me meto disimuladamente en lo que comentan personas a mi alrededor, las miro y las escucho. Estos días vivo con extrañeza las cosas que me están pasando. Soy el peor para explicar mi trabajo, si teorizas algo lo matas, hay cosas que ni yo mismo sé cómo he hecho y preservar ese misterio me resulta fundamental”.
Junto a la ambigüedad bien medida para que brote lo inexplicable, busca la emoción en su trabajo. Discreta, pero emoción. “Se ha zambullido en ella, física y anímicamente”, dice Sorogoyen. Pero Carril no hubiera podido embarcarse en Los años nuevos sin saber lo que es el amor: “No tengo pareja, pero sí muchas ganas de enamorarme. Roberta Carreri, cuando me lo pregunta y le digo que no lo estoy, me reprende. El amor es lo que a uno le eleva, me dice. Y es verdad, cuando lo estoy me hace cocinar feliz, me activa, me regala euforia, placer”.
No es que lo haya sentido a menudo. Pero cuando se le ha presentado ese rayo imprevisible en medio de la vida, le ha servido para cargar todas las pilas, incluso las de su recuerdo: “Creo que he estado enamorado solamente una vez y no me duró mucho. No llegó a un año, pero ese sentimiento me atraviesa aún, la sensación de lo pletórico que me lleva a convertirme en alguien capaz de volverse ingenioso, divertido, detallista, generoso, incluso conmigo”.
Quizás aquella ocasión del amor pleno se le truncó por miedo: “Me gustaría en la vida no guiarme por temor, no dejarme atravesar por él en mis relaciones. En ellas, por ejemplo, a veces, el miedo a lo desconocido, que no al compromiso, el pavor a que llegue un punto en que la persona amada diga: ‘Me he confundido’, es algo que me ha perjudicado. Me da pavor terminar solo, quedarme solo, abandonado. Necesito estar con gente, por eso me dedico a esto, también, aunque disfrute a menudo de mi soledad”.
En ese sentido, se ha arrepentido de aquella vez que anduvo enamorado y le venció por dentro cierta falta de valentía. “Me he arrepentido probablemente una vez de no atreverme. Pero tengo muy poco apego al pasado. Lo hubiera querido volver a intentar antes, ya no. Olvido muy rápido, me asusta el futuro, el pasado está bien. En esos momentos, lo que me sostiene principalmente es la vocación, me acompaña. Para mí, el oficio se ha convertido en un sentido vital. El saber que estoy aquí, por eso lo he ido descubriendo, y en ello me han ayudado mis maestros, los directores con quienes he trabajado y mis compañeros. Cuando me vengo abajo, eso es lo que me consuela, lo que me anima”.
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