El futuro de los antepasados
La memoria histórica sigue siendo una verdad incómoda. Con la iniciativa gubernamental, se podría acabar con el anacronismo del “país de las cunetas”.
HAY GENTE que se declara harta de “memoria histórica”. Incluso muy harta.
Como un jefe de TVE que se encontró el director de cine Antonio Giménez Rico cuando fue a presentar el excelente proyecto de Inquietud en el paraíso: “Me dijo que estaba de memoria histórica hasta los cojones”.
Hay personas que reaccionan así, con ese par de argumentos por delante, nada más oír la expresión “memoria histórica” o simplemente “memoria”.
Pero no siempre se expresa ese hartazgo en un tono de arenga. Tzvetan Todorov escribió un muy interesante ensayo, Los abusos de la memoria, crítico con una memoria invasiva, obcecada en monumentalizar todo, calendario y territorio. Y también con sutileza, abierto al disentir, escribió David Rieff su Elogio del olvido, donde expone la necesidad de olvidar como terapia.
Depende. En un encuentro literario en Portugal, Correntes d’Escritas, en Póvoa de Varzim, un muy veterano escritor nos contó que había ido al médico preocupado por determinados síntomas.
—¡Es que usted va para 90 años! —exclamó el doctor.
Nuestro hombre le respondió que no había ido a la consulta para celebrar el aniversario. El médico se lo tomó más en serio y le explicó entonces que, por lo que contaba, podían ser síntomas de párkinson o alzhéimer.
—¡Prefiero el párkinson!
—Pero ¿por qué? —preguntó el médico, extrañado ante la rapidez de la elección.
Y el paciente lo explicó así: “Si tengo párkinson, puede temblarme la mano y caer el vino de la copa, pero ¡no se me olvida dónde está la garrafa!”.
No hay memoria sino memorias. Cada uno tiene la suya. Cada persona es una nación, como recuerda un personaje del Ulises de Joyce
El colega idoso, viejo, nos invitó a un vino de celebración. Percutió con el índice en la sien y murmuró satisfecho: “Sí, lo más importante es saber dónde está la garrafa”. Ya no hablaba de una botella, sino de la memoria, de la inspiración.
Cuando se impone el olvido, una amnesia retrógrada, la memoria tiene su estrategia. No se puede borrar a martillazos, sea una garrafa o el disco duro de un ordenador. Pueden enmudecer los humanos, pero hablará el silencio. No en vano Mnemósine, diosa griega de la memoria, era la madre de las musas.
Además, no hay memoria sino memorias. Cada uno tiene la suya. Cada persona es una nación, como recuerda un personaje del Ulises de Joyce. Pero toda sociedad democrática necesita una minima moralia, un acuerdo moral básico entre generaciones. Después de 10 años de Ley de Memoria Histórica, el Estado no ha asumido todavía la responsabilidad de amparar la exhumación de las víctimas del franquismo. El último informe del relator para Derechos Humanos de la ONU requiere al Estado español para que cumpla los tratados que ha firmado, donde se contempla la verdad, justicia y reparación para esas víctimas. Gracias al trabajo de voluntarios y especialistas, como los que trabajan en el Observatorio Europeo de Memorias (EUROM), existe un mapa completo de fosas. En poco tiempo, con la iniciativa gubernamental, se podría acabar con el siniestro anacronismo del “país de las cunetas”. Como se podría devolver al patrimonio público el expolio del Pazo de Meirás o cambiar de uso el Valle de los Caídos para que deje de ser un templo de culto al dictador.
Es asombroso que en el Gobierno, la justicia, la Iglesia, y en personas influyentes en la opinión pública, persevere hoy el síndrome de Creonte. Fue él, Creonte, rey de Tebas, el que castigó a Antígona por defender la dignidad de las víctimas.
Dice Antígona: “Yo no comparto el odio sino el amor”.
Y Creonte responde: “¡Vete, pues, allá abajo para amarlos!”.
Los Creonte de hoy no te mandan “abajo”. Puede que en un momento de arrebato exclamen: “¡Estoy hasta los cojones de la memoria histórica!”. O incluso que se consideren en el centro exacto del sentido común al decretar: “¡Ni un euro para eso!”. Los que abominan de la “memoria histórica” parecen ignorar que están faltando al cumplimiento de una ley de alto rango moral. Y que lo que llevó a los horrores de la historia fue el pavimento de la indiferencia.
¿Demasiada memoria histórica?
Yo estoy con el bendito historiador Yosef Hayim Yerushalmi: “Si ésa es la opción, me pronuncio por el ‘exceso’ antes que por la ‘falta’, pues mi terror de olvidar es mayor que mi terror a tener demasiado que recordar”.
Sucede que la memoria histórica, como el cambio climático, es una verdad incómoda. Por el retrovisor irónico de la historia, la pregunta es: ¿qué futuro dejaremos a nuestros antepasados?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.