Fermín y la injusticia
Lo único que no se ha atrevido a contarle a la policía es que lleva 18 años enamorado de esa mujer hondureña, todavía joven, y guapa, y simpática.
EL AGENTE que está redactando la denuncia eleva la vista hacia su superiora.
—Perdóneme, pero… —es ella la que interviene—. ¿Qué es lo que quiere denunciar usted exactamente?
—Pues… —Fermín vuelve a rascarse la cabeza—. Yo…
Se lo había explicado ya, pero no le entendían. Ya les había contado que llevaba casi 20 años trabajando en aquel inmueble y que, antes de que se cumpliera su segundo aniversario en la portería, a doña Enriqueta le había dado un ictus. Hasta entonces siempre había sido más amable que educada, hasta cariñosa con el portero, toda una señora y no como sus hijos, que siempre miraban por encima del hombro a todo el mundo. Fermín también sentía cariño por ella, tanto que, aquel día, él fue quien la encontró tirada en el salón de su casa, como muerta.
Si no le importa, Fermín, podría subir mañana a purgar los radiadores, que este año parece que no calientan, le había dicho la víspera. Si viene prontito, le invito a desayunar, ¿qué le parece…? A las ocho y media de la mañana, él llamó al timbre una vez, y dos, y tres, cuatro y cinco veces, pero doña Enriqueta no le abrió la puerta. Aunque el timbre funcionaba, porque podía oírlo desde el otro lado, llamó con los nudillos, gritó su nombre y nada cambió. Entonces bajó corriendo al portal, buscó la llave de repuesto y al encontrarla sobre la alfombra, balbuceando bajito, como un bebé, moviendo sólo los ojos, llamó a una ambulancia antes que a su familia. El médico que los recibió en el hospital le dijo que le había salvado la vida, pero los hijos de doña Enriqueta no sólo no se lo agradecieron, sino que le pusieron verde por haber tomado decisiones sin contar con ellos. Luego, enseguida, llegó Daisy.
Llamó a una ambulancia antes que a su familia. El médico que los recibió en el hospital le dijo que le había salvado la vida
Lo único que Fermín no se ha atrevido a contarle a la policía es que lleva 18 años perdidamente enamorado de esa mujer hondureña, todavía joven, y guapa, y simpática, que ha cuidado de doña Enriqueta con tanto amor como si fuera su madre. Eso no se lo ha contado a la policía porque ni siquiera Daisy lo sabe. Nunca se ha atrevido a proponerle nada, porque le saca más de 20 años, porque es feo, y calvo, porque no tiene un céntimo, y porque desde que se quedó viudo no tiene más familia que su hija, que no vería bien que su padre se emparejara otra vez, o eso es lo que él se imagina. Su amor es plácido, casi platónico, y no tiene nada que ver con lo que ha venido a contar hoy en la comisaría.
—Es que… —empieza otra vez, buscando mejor las palabras—. Doña Enriqueta quería mucho a esa chica. Muchísimo, se lo decía a todo el mundo. Pueden preguntar en el barrio, a los vecinos, todo el mundo lo sabe. Y sus hijos… A los hijos, últimamente ni los veíamos. Desde que su madre dejó de conocerlos, no aparecían ni en Navidad. La señora sólo conocía a Daisy, no se fiaba de nadie más, era como una niña pequeña, ¿saben?, dependía de ella para todo. Ni siquiera a mí me conocía al final, pero a ella sí, a ella siempre. Y ahora que se ha muerto, y en los brazos de Daisy, como quien dice, pues ayer, cuando volvimos del entierro, los hijos le dijeron que se fuera, que se marchara, así, por las buenas. Esta noche ya no hace falta que duerma usted aquí, ¿qué les parece? La mayor sacó un fajo de billetes de 50, arregló las cuentas con ella así, por encima, y la despidió. Bueno, ya me avisarán ustedes para lo del testamento, dijo Daisy al final, y los tres hijos de la difunta la rodearon como una manada de lobos, tendrían que haberlos visto… ¿Testamento?, le preguntaron, ¿qué testamento? Porque doña Enriqueta siempre dijo que iba a dejarle dinero para sus hijos, que tiene dos, ¿saben?, en Honduras, hasta a mí me contó que iba a hacerlo, pero los hijos dijeron que ni hablar, que en el testamento de su madre no figuraba nada de eso, y que como se le ocurriera volver a decirlo, iban a llamar a la policía, y por eso… Bueno, por eso he venido yo primero.
—Claro —la inspectora mira con ternura la calva de Fermín—. Pero ¿usted qué quiere denunciar? —
Pues que es una injusticia —replica él con aplomo—. ¿Aquí no se pueden denunciar las injusticias?
Los policías se miran y no se atreven a contestar.
Fermín se levanta, se da la vuelta y sale del despacho sin decir nada más.
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