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Punto de Observación
Columna
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Lo que pone en peligro España

Lo más grave es el abuso de las instituciones encargadas de defender el texto constitucional

Soledad Gallego-Díaz
Mariano Rajoy en la rueda de prensa posterior al consejo de ministros extraordinario del 27 de octubre.
Mariano Rajoy en la rueda de prensa posterior al consejo de ministros extraordinario del 27 de octubre.Pablo Blazquez Dominguez (Getty Images)

Es curioso que el primer borrador elaborado por la ponencia constitucional no incluyera el término “nación”. Se hablaba, por supuesto, de España y del pueblo en el que residía la soberanía. El artículo 2 decía: “La Constitución reconoce y la Monarquía garantiza el derecho a la autonomía de las diferentes nacionalidades y regiones que integran España, la unidad del Estado y la solidaridad entre sus pueblos”. Pronto se observó que no se decía en ningún lado que España era una nación, algo que se corrigió en versiones posteriores. Quizá convenga recordar también que fue Miguel Herrero de Miñón, conservador, quien en una entrevista en ABC, en enero de 1978, introdujo muchos de los conceptos que ahora se manejan a todas horas: “Creo que es característica diferencial de España ser nación de naciones”.

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Nada de esto va a ayudar a resolver el problema que se está planteado ahora, en 2017, casi 40 años después, respecto a Cataluña. De hecho, una de las características del momento es que las soluciones a corto plazo perjudican muy seriamente las soluciones a medio y largo plazo, es decir, que nos encontramos en una de esas situaciones difíciles de desentrañar que se producen de vez en cuando en la vida política de los países democráticos. Y que esos países siempre son capaces de resolver confiando la salida al escrupuloso funcionamiento de sus instituciones.

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La anécdota inicial viene más bien a cuento del extraño juicio que merece a algunos grupos políticos aquel proceso constituyente de 1978, al que acusan de relanzar el nacionalismo español cuando en realidad fue uno en el que el concepto de “nación” estuvo más ausente. Aquellos políticos, tan denostados hoy, estaban mucho más interesados en las capacidades del Estado para solucionar los problemas acuciantes de los ciudadanos que por recuperar señas de identidad que habían sido malbaratadas por el franquismo.

Seguramente fue una ingenuidad suponer que la reivindicación de la nación como la espina dorsal de cualquier proyecto político era cuestión pasada y que una vez reconocida que la soberanía residía en el pueblo (en su conjunto), todo sería más fácil. En aquel momento parecía realmente que lo que la ciudadanía demandaba al Estado eran derechos individuales y una sociedad de bienestar, mucho más que airear ansias nacionalistas. Por supuesto que PNV y ERC defendieron otras formulaciones, pero ni tan siquiera los llamados nacionalistas catalanes acompañaron sus reivindicaciones. Jordi Solé Tura, cabeza privilegiada del PSUC, lo expresó con claridad: “España es una realidad integrada por nacionalidades y regiones (…), pero una realidad que no se puede ignorar”. Y ahora hablemos de otras cosas, por favor, decía Solé Tura. De educación, por ejemplo, y de corrupción.

Es posible que lo más importante ocurrido en estos 40 años no haya sido el deterioro del texto constitucional, sino el abuso practicado en las instituciones encargadas de defenderlo. El intento de renacionalizar España no nace de la Constitución, sino del proyecto político de José María Aznar y la vuelta de ese espejo que intentó irreflexivamente Rodríguez Zapatero. Ninguno hubiera acarreado tan malas consecuencias si al mismo tiempo no hubieran pretendido apropiarse de las instituciones democráticas, en lugar de defender su escrupulosa independencia. Quizá hoy sería posible calificar de erróneas las decisiones de una juez sin que gran parte de la opinión pública incluyera al conjunto del sistema judicial en la crítica. Quizá si el fiscal general del Estado fuera un jurista menos lenguaraz, todo fuera más sencillo. Pero no es así. Y sigue siendo un grave error creer que el principal problema de España radica en la secesión unilateral de Cataluña. Eso se puede evitar. Es el desprestigio de las instituciones (catalanas incluidas) lo que pone en peligro al Estado.

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