Maduro sabe que no ganó las elecciones
Si el fraude se consolida en Venezuela, seremos menos país y más, ya formalmente, la propiedad de una pequeña y poderosa oligarquía que usa la nación como su hacienda particular
Los venezolanos vivimos en una permanente circunstancia de pre-apocalipsis. Nuestra historia siempre está a punto de estallar. Ahora no es distinto. Un poco antes del 10 de enero, día en que constitucionalmente debe producirse el cambio de gobierno, María Corina Machado anuncia que abandona la clandestinidad y convoca al pueblo a las calles. El Gobierno, por su parte, llena esas mismas calles de soldados y policías armados. Edmundo González Urrutia les manda un mensaje a los militares, exigiéndoles lealtad como nuevo jefe de Estado, mientras Nicolás Maduro se dirige a los militares, exigiéndoles reprimir cualquier manifestación popular. A la velocidad del vértigo, se producen y se distribuyen toda clase de rumores y especulaciones. En esta película tampoco faltan gringos, rusos, chinos, iraníes… En un solo día, todo puede cambiar o todo puede seguir igual, empeorando. ¿Esta historia realmente tiene un final?
El 23 de marzo del 2013, unos días después del anuncio oficial de la muerte de Hugo Chávez, el entonces diputado Diosdado Cabello, en un acto público, afirmó: “Ustedes deberían haber rezado mucho para que Chávez siguiera vivo, señores de la oposición. Porque Chávez era el muro de contención de muchas ideas locas que a veces se nos ocurren a nosotros”. Una década después, los herederos de Chávez nos están ofreciendo una de sus “locuras” más estridentes, un golpe de Estado que se empeñan en disfrazar de democracia. El resultado es tan absurdo como patético. Este 10 de enero, Nicolás Maduro estará más desnudo que nunca, tratando de sostener su increíble espectáculo ante los ojos del mundo.
Desde hace casi seis meses, la mayoría del planeta —incluyendo buena parte de sus aliados de la izquierda internacional— espera que Nicolás Maduro y su partido presenten las pruebas de su supuesto triunfo electoral. Nunca lo han hecho. Su respuesta fue una represión salvaje e indiscriminada en contra de la población civil. Pero la mentira también tiene límites. El descaro no es un recurso infinito. Probablemente, como en otras ocasiones, el fraude hubiera podido camuflajearse en medio de las diatribas clásicas de la polarización, pero en esta elección hubo dos factores determinantes que impidieron ese engaño.
La primera fue la propia decisión de los votantes. Ni en sus peores hipótesis, el oficialismo imaginó una derrota tan abrumadora. La segunda, el liderazgo de María Corina Machado, quien por un lado logró desactivar la tramposa ecuación de las ideologías para entrar en sintonía con la mayoría popular del país y, por otro lado, llevó adelante una maniobra perfecta para desenmascarar el fraude. Salvar y publicar las actas oficiales de la votación —cuyas copias también tienen el Gobierno y todos los otros partidos con testigos en las mesas— le han dado a los venezolanos una oportunidad de verdad. En un país bombardeado con desinformación y mentiras, de manera constante, desde el poder, la certeza de una verdad común, incuestionable y evidente, ofrece un nuevo sentido de unidad, una experiencia de poder única.
Todos sabemos qué pasó en las elecciones del 28-J. Si este 10 de enero, finalmente se realiza su juramentación ante la Asamblea Nacional, Nicolás Maduro se enfrentará a su mayor desafío actoral. Él sabe que no ganó las elecciones. Todos sus aliados también saben que no ganó. Y los representantes del cuerpo diplomático, los corresponsales extranjeros, los invitados especiales, los generales y los ministros, los funcionarios, los guardaespaldas, los empleados de la limpieza, los televidentes de cualquier parte del mundo… no sólo saben que no ganó, sino saben que además perdió por paliza, que casi el 70% de los votantes quiere que se calle, que se vaya. Si las cuerdas vocales de Nicolás Maduro fueran independientes y tuvieran pudor, probablemente se suicidarían.
Pero es muy probable que el oficialismo insista en su plan e imponga su sainete y su presidente. Es, sin duda, una “idea loca”. En situaciones similares, Hugo Chávez reaccionó de manera distinta. Su proyecto era el mismo pero tenía otra inteligencia política. Tanto en su intento de golpe en 1992, como en el golpe en su contra en el 2002, como también en el referendo para reformar la Constitución del 2007, aun con dificultades y resentimientos, Chávez reconoció la derrota y se entregó o cedió. Estas respuestas, a la postre, resultaron ser efectivas, le permitieron regresar y seguir adelante. Sus herederos han elegido desconocer un resultado evidente y organizar una farsa tan solemne como disparatada.
Si el fraude se consolida, seremos menos país y más, ya formalmente, la propiedad de una pequeña y poderosa oligarquía que —según sus intereses— va usando la nación como su hacienda, su mina, su empresa, su fábrica, su banco, su cuartel, su cárcel… Es un escenario problemático para la región (seguirá y aumentará la migración) y muy incómodo para la comunidad internacional en general: delata el fracaso de la diplomacia y conduce a países como Brasil, Colombia y México a ser cómplices de un supuesto “gobierno de izquierda” que en realidad está más cerca de Pinochet que de Salvador Allende.
El otro escenario propone la llegada de Edmundo González Urrutia a Venezuela para, de manera fulminante y sorpresiva, asumir la Presidencia. La posibilidad de que, en una suerte de invasión mágica, González Urrutia aparezca de pronto en Venezuela y asuma su cargo es una fantasía tentadora. Dejando de lado el detalle operativo del ingreso clandestino a un territorio fuertemente militarizado, las preguntas son las mismas: ¿ante quién va a tomar posesión González Urrutia? ¿Ante una Asamblea dominada por el oficialismo? ¿Ante un sistema de justicia que ha dictado una orden de captura en su contra? Aunque el candidato electo lograra llegar a Venezuela, no existe una institucionalidad dispuesta a reconocerlo como presidente. En rigor, no existe ninguna institucionalidad.
Este escenario estaría incompleto sin el liderazgo de María Corina Machado, quien siguiendo su compromiso de llegar “hasta el final”, está convocando a protestas populares. Tanto Machado como González Urrutia han mandado mensajes a los cuadros medios y bajos de militares y de las distintas policías, conminándolos a no reprimir las protestas y a ponerse del lado del pueblo y de la Constitución. El 29 de julio, tras el anuncio del triunfo de Maduro, la gente tomó las calles, hubo impresionantes manifestaciones populares. En aquel momento, el liderazgo opositor no acompañó las protestas espontáneas. Machado intenta hoy revivir ese ejercicio de colectivo de la indignación. En contra tiene la brutal represión desatada por el Estado tras las elecciones. Casi 2.000 presos políticos, incluyendo decenas de adolescentes. A su favor está la coherencia y la ética, ha permanecido escondida y aislada estos meses, sin salir del país y sin dejar de luchar. Su liderazgo es capaz de convocar esperanzas. Su propuesta es un gran reto a la mentira oficial, un reto que incluso cuestiona la “normalidad” con que se pretende ejecutar esta juramentación presidencial. La naturalización del terror.
Cualquier cosa puede pasar. En esta historia se mezclan de manera increíble el amor y la crueldad, la épica y la ridiculez, el chiste y la tragedia. En medio de la incertidumbre, y aunque el oficialismo insista en la violencia, lo cierto es que antes, durante y después del 10 de enero, se mantiene imbatible el ansia desesperada de cambio de los venezolanos. Somos millones, dentro y fuera de nuestro territorio, que queremos dejar de ser las víctimas de un Estado para volver a ser los ciudadanos de un país.
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