Peleas a muerte bajo la lluvia en Cartagena de Indias
Las pandillas se retan al aire libre cuando el agua arrecia. Los vecinos intentan transformar los escenarios usados por las bandas en lugares abiertos, cuidados e iluminados para evitar la violencia
Cada vez que en Cartagena cae una de sus habituales y repentinas tormentas tropicales, de esas que descargan toneladas de agua en minutos, provocan cortes de luz e inundan las calles, los ricos y los turistas se preocupan por si se mojará su ropa colgada, por perder un día de playa o por si ya no podrán pasear en carruaje de caballos por el elegante casco histórico de la ciudad más visitada de Colombia.
A 20 minutos en coche de la restaurada zona colonial, de los altísimos hoteles y las orillas de arena blanca de Bocagrande, cuando llueve a cántaros en barrios populares como Olaya Herrera, la población corre a encerrarse en casa, bloquea puertas y ventanas. Los ancianos y los niños más pequeños se esconden en las habitaciones traseras. La calle de pequeñas viviendas, algunas con techos y paredes de madera, queda vacía durante un par de minutos en que el torrente marrón es el único que circula, raspando un par de centímetros más abajo de la puerta de las casas bajas pintadas con intensos colores.
Como si fuese un ritual pagano o un sacrificio en homenaje al líquido elemento, justo en el instante en que el sonido del agua lo inunda todo, un centenar de adolescentes y jóvenes vestidos con pantalones cortos y sandalias de plástico aparecen en las estrechas calles armados con palos, piedras, cuchillos y alguna vez hasta pistolas. Entonces la banda sonora cambia y lo que más se escucha son los gritos de advertencia de las madres aterrorizadas, los insultos con acento caribeño al bando contrario y el golpeteo de los palos contra el suelo.
Mientras, los vecinos sufren las consecuencias de las peleas: inseguridad, tejados, ventanas, puertas y paredes destrozadas a pedradas y a veces también ríos de sangre muy, muy joven.
Las batallas campales entre bandas de distintos barrios pueden durar minutos pero también horas. La lluvia les da cierta impunidad a los jóvenes violentos
¿Por qué pelean cuando llueve?
Las batallas campales entre bandas de distintos barrios pueden durar minutos pero también horas. La lluvia les da cierta impunidad a los jóvenes violentos pues la policía tarda en llegar y a veces ni llega. Defender el territorio, controlar puntos de venta de droga o vengar alguna afrenta del vecino son algunos de los motivos que los pandilleros esgrimen para enfrentarse.
“Se dan cuando está lloviendo porque no hay presencia ni de la comunidad en la calle ni de la policía, es la oportunidad perfecta para encontrarse. Es casi mecánico. Según empieza la lluvia salen a recorrer la calle y se enfrentan”, opina Frank Barrios, nacido y criado en Olaya, un estudiante de último curso de Trabajo Social de 23 años, piel canela y una cicatriz horizontal que recorre su rostro desde la mejilla izquierda hasta sus gruesos labios.
Pero su vecino Aldair Bandera, estudiante de informática de 20 años opina distinto: “Pelean en la lluvia porque la lluvia borra la sangre. Se tiran a matar, no es un juego, son peleas, dicen que es por el territorio pero, la verdad, yo no lo entiendo”.
Además de los heridos y los muertos, las peleas suelen dejar el testimonio visual de alguna persona valiente que desde una ventana o desde el patio de su casa graba el enfrentamiento. Estos vídeos son casi un género audiovisual propio de tantos que hay en Youtube.
El triángulo del conflicto
Aldair y Frank viven en una zona particularmente violenta de Olaya, en la intersección de los sectores de La Magdalena, Zarabanda y Playas Blancas, conocida por décadas como El triángulo del conflicto porque tres pandillas suelen chocar en el descampado lleno de basura que cumplía como cancha de fútbol.
Este lugar es una muestra paradigmática de la situación de Cartagena, una ciudad muy rica y atractiva en su casco histórico y alrededores, pero que esconde una enorme desigualdad a pocos kilómetros de allí, la discriminación y la exclusión se exacerba en las zonas más populares.
“Es difícil crecer en un barrio donde la situación es de conflicto. Para mí familia ha sido un reto porque nos tocó muchas veces estar en medio. Yo pude haber terminado siendo un joven más en unas de esas pandillas pero decidí estudiar Trabajo Social y aportar algo a mi comunidad porque creo que es posible un cambio. Gracias a los consejos de mi madre, yo me gradúo el año que viene”, cuenta Frank, caminando por el solar disputado por los tres bandos.
Aldair y Frank están junto a Astrid Fuentes, nacida y criada aquí, madre de seis hijos y abuela de 16 nietos. Astrid lleva desde primera hora de la mañana en una silla baja de plástico que parece que se dobla con el calor. Está sentada bajo la sombra de un árbol de mango de cuyas ramas cuelga una jaula con un pájaro de un color rojo tan chillón como su piar. La mujer tiene dos cubos delante, uno blanco y otro azul, donde va poniendo las hortalizas y verduras que corta: yuca, papa, pimientos…
“Ahora está un poco más tranquilo, pero antes solían esperar a que lloviera a medianoche, tenía una que salir, pararse en la cama, irse a la otra esquina de la casa a refugiarse. Me partían el techo con las piedras, pero ya no, gracias a Dios”, comenta tranquila.
Wilfrido González Pájaro gestiona la biblioteca social del barrio, mientras patea el suelo polvoriento del improvisado campo de fútbol recuerda que la primera vez que puso la casa “bien bonita”, con ventanas a cada lado en las que gastó mucho dinero, a los dos meses se formó la primera trifulca y todos los vidrios quedaron rotos. “No hay casa aquí que no tenga huecos en los techos de las piedras que tiran los vándalos estos cuando pelean, es tremendo”, dice.
Los sectores de Zarabanda, La Magdalena y Playas Blancas han tenido enfrentamientos históricos, incluso con muertos: “Son lo que aquí en Colombia llamamos fronteras invisibles”, explica Maristella Madero, directora regional de la Fundación Social, una organización fundada en 1911 por el jesuita español José María Campoamor, cuya misión es “superar las causas estructurales de la pobreza para construir una sociedad más justa”.
La propuesta de la ONG Fundación Social en Colombia, bautizada como 'acupuntura urbana' consiste en intervenir en espacios olvidados e inseguros
“Los conflictos vecinales mal resueltos y el contexto de pobreza y de falta de oportunidades hace que se profundicen los problemas, que haya actos violentos, que haya habido muertos y esos muertos vengan cargándose en las familias”, añade Madero.
La teoría de las ventanas rotas
“Una ventana rota que no se repara es una señal de que a nadie le preocupa lo que pase, por lo que romper más no cuesta nada”, dice el texto publicado en 1982 por los investigadores de Harvard James Q. Wilson y George L. Kelling que propagó esta teoría cuya aplicación provocó un importante descenso de la criminalidad en ciudades como Los Ángeles, Boston o Nueva York a finales del siglo pasado.
La propuesta de la Fundación Social en Colombia, bautizada como acupuntura urbana consiste en diseñar junto a la población un proyecto para intervenir en espacios olvidados donde hay inseguridad, enfrentamiento de pandillas, contaminación, microtráfico de drogas o un mal uso del espacio público.
“Es un ejercicio de cartografía social en el territorio. Con la gente se diseña el espacio y se implica a la comunidad para transformarlo”, detalla la activista mientras pasea un domingo temprano por las callecitas sin asfaltar que rodean El triángulo del conflicto.
El triángulo de la convivencia
Son las 10 de la mañana y el sol pica en la piel como al caminar por el desierto, pero la humedad es tan alta que basta masticar un chicle tres veces para empezar a sudar.
Maristella, junto a voluntarios de la ONG y vecinos cómplices, va puerta a puerta recordando a las familias la invitación a participar en el mejoramiento de la plaza que empezó con su asfaltado semanas atrás y que cuenta con una inversión de unos 30.000 dólares por parte de la Fundación en materiales y recursos humanos.
En pocos minutos, la desangelada plaza se llena de gente dispuesta a cargar neumáticos para pintarlos de azul, violeta, naranja y verde. De adultos con palas que cargan y mueven piedras en carretillas y otros que preparan los nuevos columpios. Se reparten botella de agua y manzanas. La zona se llena de adolescentes en bicicleta que hablan de sexo y de fútbol. Una cadena de niños y niñas scout-verdes que gritan y cantan sin parar observa la intervención urbana mientras reparten consejos a favor de la conservación del medioambiente. En la cancha, escena de pasados enfrentamientos, una pelota rueda con un árbitro y 22 chicos uniformados de naranja y verde corriendo atrás.
“Es un proceso de cambio que está dando resultados porque hay peleas menos frecuentes, pero es un problema de política pública, hace falta que las autoridades se acerquen, que haya más programas culturales y de deportes, presencia permanente del Estado, sino son pañitos de agua tibia”, remata Wilfrido, el bibliotecario del barrio.
El parque y los columpios fueron recientemente inaugurados con fiesta en la comunidad. Ahora están iluminados y lucen tan bonitos como los de las zonas turísticas. El lugar ha sido rebautizado por los pobladores como El triángulo de la convivencia.
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