Relato de un enésimo desembarco
Unos 145.000 migrantes han llegado este año a Europa a través del Mediterráneo. La isla italiana de Lampedusa es una de las puertas de entrada. ¿Cómo se vive allí esta situación ya tan cotidiana?
A Mandela, el horror del Mediterráneo le brilla en los ojos y le baja por las mejillas. Una gota, dos, tres. Él, impasible, seca sus lágrimas y se deja caer exhausto en el suelo. Va descalzo, y las rasgaduras de los pantalones, todavía húmedos, evidencian que el camino ha sido largo. "¿Dónde estamos? ¿Europa?”, vacila nervioso. Le muestran en Google Maps la ubicación exacta del lugar: la isla de Lampedusa. “Italia, cerca de Sicilia”, aclara un trabajador de la Guardia Costera italiana. El hombre, de 28 años y que asegura llamarse así por Nelson Mandela, suspira y se deja llevar. “Ha sido un viaje muy largo, muchos amigos han muerto en el camino, hemos tenido que dejarlos atrás”, explica en perfecto portugués. Abandonó su país, Guinea-Bisáu, hace tres años, y después de pasar por Senegal, Mali, Burkina Faso, Níger y Libia, acaba de llegar a Europa. Es la 1:40 de la madrugada de un sábado de agosto, y Lampedusa, a reventar de turismo y de calor, acaba de presenciar el enésimo desembarque de migrantes. Esta vez, 127 personas. Mandela, que no consigue disimular el temblor de sus labios, mira al cielo y da gracias por haber sobrevivido.
La escena, aunque frecuente en Europa, sigue siendo dantesca. Junto a Mandela, decenas de jóvenes más —de distintas nacionalidades, pero todos de origen subsahariano— bajan ordenadamente de los buques de la Guardia Costera italiana que les han traído hasta el puerto lampedusano. También hay mujeres —dos de ellas embarazadas—, niños y un bebé. Han sido rescatados a pocas millas de las aguas de Libia, país del que zarparon con la intermediación de las mafias, y llevaban tres días en el Mediterráneo intentando encontrar suelo europeo. En tierra es noche cerrada y guardacostas, policías, equipos de emergencia médica y diversas ONG de la isla, que reparten agua, zumos, té y barritas energéticas, aguardan expectantes. También algún turista curioso. Una vez finalizado el desembarco, las 127 personas rescatadas esperan, prácticamente inmóviles, en el pavimento del puerto. Su posado es débil y entristecido.
El silencio impone. Muchos ocultan su rostro con toallas, otros lloran tímidamente. La mayoría, como Mandela, van descalzos y no llevan nada más que la ropa. “Nos lo robaron todo en Libia”, lamenta un joven que dice ser de Nigeria. El desconcierto es máximo: “¿A dónde vamos? Necesitamos ir al baño”, manifiesta en inglés otro de ellos. De repente, el grito de una madre irrumpe con fuerza. "¿Dónde está mi hijo?", pregunta visiblemente angustiada. Una de las enfermeras calma su preocupación. La criatura, de unos cuatro años, camina lentamente de la mano de otra sanitaria. Con la mirada perdida, da sorbos a un vasito de zumo. No es el único niño. Otros dos, de aproximadamente dos años y mellizos, se entretienen en la ambulancia con el móvil de una cooperante; a su lado, una madre abraza con fuerza a su bebé que, agotado, duerme sobre su pecho. En la otra ambulancia, sola y consumida, reposa sobre una silla una mujer embarazada. El volumen de su barriga constata que se encuentra en la recta final de la gestación. Entre tanto ajetreo, suena música. Viene de la calle principal de Lampedusa, la Via Roma, donde esta noche finaliza un festival cultural. Curiosamente, el espectáculo está dedicado a los niños que huyen del hambre y la violencia.
Mandela huyó de Guinea-Bisáu hace tres años y ha atravesado Senegal, Mali, Burkina Faso, Níger y Libia
“Lo hemos pasado muy mal, hasta nos han torturado”, confiesa Mandela. Relata que él y otro grupo de jóvenes de Guinea-Bisáu —uno de los países más pobres del mundo— llevan más de tres años huyendo. “En nuestro país no hay ni dinero ni futuro, hay hambre”, lamenta con tono quebrado. Marcados por la inestabilidad política desde que dejó de ser una colonia portuguesa en 1974 y por una economía de supervivencia, la emigración es una constante en el país. Pero con la mayoría de las 127 personas se encontraron en Libia. El simple hecho de pronunciar el nombre de este país les hace fruncir el ceño. Muchos de los migrantes con quien este periodista ha podido hablar en Lampedusa presentan cicatrices de su paso por aquellas tierras. Alhamwi, de 19 años y aire sonriente, es uno de ellos. Explica que, ya el primer día, le robaron el móvil y el dinero. Después, como no le quedaba nada, le golpearon. Su cabeza, rodilla y abdomen dan fe de ello.
Tras el acuerdo en 2016 entre la Unión Europea y Turquía que selló el trayecto hacia Grecia para intentar llegar al norte del viejo continente, el camino desde Libia es el más frecuentado para tratar de acariciar Europa. En lo que va de año han llegado más de 145.000 migrantes y refugiados a territorio europeo, más de 109.000 han desembarcado en Italia. Pero el Mediterráneo también es la frontera más peligrosa. En este mismo periodo, más de 2.700 personas, según números de la Organización Internacional para las Migraciones, han muerto buscando alcanzar una tierra donde empezar una vida mejor, lejos de la violencia, el hambre o la precariedad. Pero estos datos no son más que cifras oficiales. El verdadero recuento de las víctimas mortales que se está saldando el Mediterráneo lo lleva el fondo del mar. Muchos se ahogan y mueren olvidados.
La puerta de Europa
Mientras tanto, en Lampedusa y en muchas otras zonas de la costa italiana siguen los desembarcos. En esta pequeña isla de 20 kilómetros cuadrados, situada casi de forma equidistante entre la Italia continental, Libia, Túnez y Malta, llevan años acostumbrados. También en verano, en pleno auge turístico por la temporada estival y llena de visitantes italianos de clase media y alta. Los dos realidades de nuestro mundo conviven más cerca que nunca aquí. Simone Scotta, miembro de la ONG local Mediterranean Hope, sabe que esta situación genera cierta controversia. “Cuando llegan los turistas, el Gobierno de Lampedusa hace un esfuerzo para esconder esta realidad”, apunta. Quizás por esto, los desembarcos se hacen sin previo aviso y, casi siempre, de noche. Como hoy.
Quemaron nuestra casa y mataron a mis padres, no hay día en que no maten a alguien en Darfur
Pasadas las dos de la madrugada los 127 migrantes ya se encuentran en el autobús que les llevará al Centro de Recepción de Inmigrantes, en el interior de la isla y alejado del municipio. Allí pasaran unas noches hasta ser trasladados a Sicilia y, después, muy probablemente a otras ciudades de Italia, como Roma o Turín. Francesco Piobbichi, otro miembro de Mediterranean Hope, avisa de que suelen estar más noches de las debidas. “Según las normas, tendrían que permanecer un máximo de 96 horas, pero esto nunca es así y se quedan semanas e incluso meses”, aclara.
Abdela, de 20 años y discurso pausado, lleva más de tres semanas durmiendo en el Centro de Recepción de Inmigrantes. La odisea de dejar atrás su país, Sudán, le pesa en la edad: aunque no deja de ser un adolescente, rebosa madurez en cada una de sus palabras. Huyó de casa porque tenía muchas probabilidades de morir. Vivía en la región sudanesa de Darfur, un territorio de 500.000 kilómetros cuadrados al oeste del país y limítrofe con la República Centroafricana, Chad, Sudán del Sur y Libia. Esta zona, históricamente castigada y olvidada por las políticas de la capital, Jartum, sigue con una brecha abierta desde que en 2003, el conflicto entre los Yanyauid, ejército paramilitar que cuenta con el soporte del presidente del país Omar al Bashir, y los africanos negros de la zona derivó en la limpieza étnica de miles de personas y el desplazamiento forzoso de varios millones. Hoy, aunque camuflados, el conflicto y la persecución sigue viviéndose.
Abdela escapó de ella. “Quemaron nuestra casa y mataron a mis padres, no hay día en que no maten a alguien en Darfur”, explica con una frialdad que hiela. A esta situación se le debe sumar la hambruna, las enfermedades y una precariedad acentuada. Como muchos jóvenes de Darfur, cruzó el Chad hasta Libia para jugarse la vida en el Mediterráneo. “Éramos 130 en la embarcación. Nos rescató una ONG pero mínimo cinco se ahogaron, uno iba detrás mío”, explica en un tímido inglés. Aunque se muestra agradecido a Europa por haberlo rescatado del mar, dice que Lampedusa no es “su sitio”. “Necesito aprender un idioma europeo para poder trabajar y ganar dinero, y en el centro no es posible”, argumenta el joven sudanés. Sus hermanos y hermanas, la mayoría menores que él, siguen en Sudán y sabe perfectamente que necesitan su ayuda. “Ojalá pronto me desplacen a alguna ciudad”, entona consciente que, de momento, sigue sin poder orientar su futuro.
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